Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (5 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Pero su mayor trofeo era la doncella de la isla Kukaphahora, actualmente lady Middleton, una princesa de seis pies y dos pulgadas de estatura y cubierta de joyas, procedente de una tribu indígena de un lejano atolón. Su aldea había venerado a sir John como un dios, hasta que descubrieron a su nueva deidad excavando un hoyo, en plena noche, para extraer los diamantes que resplandecían en estado bruto sepultados debajo de la aldea. Los nativos habían estado a punto de castrar a sir John junto con sus hombres, pero éste y sus ayudantes habían logrado liberarse, arrasaron la aldea, asesinaron a los hombres con gesto triunfal y se llevaron a las mujeres que habían capturado con sus redes.

La llegada de las Dashwood pareció proporcionar a sir John auténtica satisfacción, y el confort de las damas se convirtió para él en motivo de sincera preocupación. Tenía un talante campechano, aunque un tanto excéntrico para los civilizados gustos de las señoras, y gozaba compartiendo con ellas sus conocimientos de todo tipo de leyendas sobre monstruos. Les aseguró que deseaba que convivieran en términos amistosos con su familia, e insistió en que fueran a cenar cada día a la isla Viento Contrario hasta que las cosas se solucionaran en Barton Cottage. Su amabilidad no era únicamente de palabra, pues una hora después de retirarse, llegó una enorme cesta llena de exóticos frutos de los diversos árboles frutales de sir John; después de este regalo, y antes del anochecer, recibieron una bandeja de esturión recién capturado, seguida de una voluminosa bolsa de opiatas. Sir John insistió asimismo en que las Dashwood confiaran sus cartas a la fragata de correos, que transportaba la correspondencia a y desde tierra firme, y se negó a que le hurtaran la satisfacción de enviarles su periódico todos los días.

Lady Middleton les envió un recado muy cortés por medio de sir John, diciendo que esperaba que la señora Dashwood le indicara cuanto antes el momento oportuno para visitarla, y comoquiera que dicho recado fue respondido con no menos cortesía, su señoría llegó al día siguiente a bordo de una espléndida piragua tripulada por dos forzudos remeros, cuyos músculos aceitados relucían bajo el sol de mediodía.

Como es natural, las Dashwood estaban impacientes por ver a una persona de la que dependía buena parte de su bienestar en la isla Pestilente, y la elegancia de la concubina de sir John satisfizo sus expectativas. Lady Middleton, de hermoso rostro, no tenía más de veintiséis o veintisiete años, y su imponente figura estaba cubierta con una vaporosa túnica de colores tropicales. Sus modales poseían toda la elegancia que su esposo pudiera desear. Pero le faltaba la franqueza y la cordialidad de éste. Era una mujer reservada y fría, como si por alguna razón le disgustara haber sido raptada de su aldea natal en un saco y obligada a ser la sirvienta y concubina de un inglés que la sobrepasaba en muchos años. Apenas dijo nada, más allá de las preguntas y los comentarios de rigor.

No obstante, la conversación fue fluida, pues sir John era un hombre locuaz, y lady Middleton había tomado la precaución de llevar consigo a su hijo primogénito, un simpático chico de unos seis años, que tenía los mismos ojos y la misma nariz que sir John, pero la imponente estatura y prestancia de lady Middleton. Las Dashwood preguntaron su nombre y su edad, admiraron su belleza y le hicieron unas preguntas que su madre respondió por él, mientras el pequeño permanecía junto a ella cabizbajo. Un niño formaba parte de toda visita formal, pues ofrecía un tema de conversación, o, en casos extremos, era útil si alguien tenía que ser arrojado por la borda para satisfacer a las pirañas que perseguían a la embarcación. En esa ocasión las Dashwood tardaron diez minutos en decidir si el niño se parecía más a su padre o a su madre, y cuáles de sus rasgos guardaban semejanza con uno de ellos, pues como es lógico todas sostenían distintas opiniones y les chocaban las de las otras.

Sir John y lady Middleton se negaron a abandonar la casa para regresar en la piragua a la isla Viento Contrario hasta obtener de las damas la promesa de que al día siguiente irían a comer con ellos.

7

Sir John envió puntualmente a un equipo de forzudos remeros para trasladar a las Dashwood a la isla Viento Contrario, situada a unas seis millas al este de la isla Pestilente; las damas habían pasado frente a ella durante su viaje de llegada, y Elinor había hecho un comentario sobre la enorme y destartalada propiedad, cuyo perímetro estaba señalado por antorchas tiki y calaveras de caimanes ensartadas en unos palos.

Lady Middleton se ufanaba de la elegancia y abundancia de productos que adornaban su mesa, y de todos sus arreglos domésticos; la deleitaba sorprender a sus visitantes ingleses con muestras de hospitalidad propias de su tierra, como aderezar la sopa con orina de mono y no revelar a nadie que lo había hecho hasta que el comensal hubiera apurado el cuenco. Pero la satisfacción que proporcionaba a sir John la compañía de gente era mucho más real. Le entusiasmaba reunir a su alrededor a más personas jóvenes de las que cabían en su casa, y cuanto más alboroto organizaran, más satisfecho se sentía. Era muy aficionado a relatar largas historias de sus días en el mar, anécdotas de haberse montado sobre recalcitrantes cocodrilos mientras los estrangulaba, o la ocasión en que contrajo escorbuto y varios de sus hombres tuvieron que sujetarlo sobre la cubierta mientras le arrancaban sus podridos dientes delanteros con un catalejo.

La llegada de una nueva familia a las islas siempre era motivo de alegría para sir John, y las damas que a partir de ahora ocuparían la destartalada casa en la isla Pestilente le deleitaron en todos los aspectos. Las señoritas Dashwood eran jóvenes, bonitas y carentes de toda afectación, lo cual bastó para que el anciano se formará una excelente opinión de ellas. La sencillez o el lucir uno de esos piercings faciales que agrandan el labio inferior hasta extremos grotescos, como sir John había visto en África, eran dos cosas que el anciano consideraba extraordinariamente seductoras en una joven.

La señora Dashwood y sus hijas fueron recibidas en el desembarcadero por sir John; su calva relucía al sol mientras reía jovialmente, apoyándose de vez en cuando en su bastón de roble y acariciándose su barba blanca que le llegaba a la cintura. Les dio la bienvenida a la isla Viento Contrario con espontánea sinceridad mientras las invitaba a sentarse en una enorme poltrona tapizada con piel de foca. La única vez que sir John depuso su alegre actitud fue al enterarse de la azarosa travesía de sus convidadas al archipiélago y de que la señora Dashwood había tenido que matar al monstruo que las había atacado.

—Confío —masculló— en que no haya despertado la ira de la Bestia Colmilluda.

—¿La qué?

—Da lo mismo —murmuró sir John en voz baja, cambiando rápidamente de tema y comentando que lamentaba no poder presentarles a jóvenes elegantes y apuestos. Sólo verían, añadió, a otro caballero aparte de él, un buen amigo suyo que se alojaba en la isla, el cual tenía —al llegar a ese punto sir John hizo una pausa, emitiendo un largo e incómodo suspiro— un aspecto un tanto extraño. Por fortuna, la madre de lady Middleton, que había sido raptada al mismo tiempo y de la misma paradisíaca tierra tropical que su hija, había llegado a la isla Viento Contrario hacía una hora; era una mujer muy alegre y simpática. Las jóvenes, y su madre, se sentían más que satisfechas de tener que tratar con dos personas totalmente extrañas en la isla, y no deseaban conocer a más gente.

La madre de lady Middleton ostentaba el nombre de «señora Jennings», simplemente porque a sir John le divertía. Su verdadero nombre estaba formado por unas catorce sñabas, o más, y contenía una retahila de consonantes impronunciables para la lengua inglesa. Era una viuda entrada en años que hablaba por los codos; sus monólogos estaban aderezados con un vocabulario adicional compuesto por guiños, golpecitos con el codo y ademanes cargados de significado. Antes de que la cena terminara, había hecho numerosos y divertidos comentarios sobre el tema de amantes y maridos, expresando entre carcajadas el deseo de que las hermanas Dashwood no se hubieran dejado sus corazones (o posiblemente sus genitales, el gesto que hizo la anciana con la mano no era del todo claro) en Sussex. A Marianne le disgustaron esas bromas groseras a expensas de su hermana, y miró a Elinor para comprobar cómo encajaba esos ataques con semblante serio, el cual disgustó a su hermana más que las ordinarieces proferidas por la señora Jen-nings.

El coronel Brandon, el amigo de sir John, padecía una cruel enfermedad sobre la que las hermanas Dashwood habían oído hablar, pero que no conocían de primera mano. El coronel ostentaba unos largos, viscosos y oscilantes tentáculos que brotaban grotescamente de su rostro, semejantes a un repugnante vello facial de color verdusco. Para colmo, tenía una extraña aura, indefinible pero decididamente inquietante, incluso más allá de sus horripilantes apéndices. Uno presentía, al mirarle a los ojos, que vislumbraría todos los terroríficos horrores, ignotos e inimaginables, que existen más allá del mundo que vemos y sentimos. Aparte de eso, era un hombre muy afable. Su aspecto, al margen de los tentáculos que no cesaban de moverse y que le colgaban hasta más abajo de la barbilla, no era desagradable, pese a ser un viejo solterón, pues tenía más de treinta y cinco años. Era un hombre silencioso y grave, pero tenía un semblante sensible y unos modales extremadamente caballerosos.

Ninguno de los presentes poseía cualidad alguna que hiciera que las Dashwood desearan intimar con ellos, pero la arrogante torpeza de lady Middleton era tan desagradable que, en comparación, la seriedad del coronel Brandon, al margen de sus tentácu—

El coronel Brandan, el amigo de sir John, padecía una cruel enfermedad sobre la que las hermanas Dashwood habían oído hablar, pero que no conocían de primera mano.

Margaret regresó de un largo paseo por la propiedad de sir John, jadeando y rebosante de juvenil entusiasmo.

—¡Yo... yo... he... he visto... algo! —gritó—. Algo asombroso... en la isla!

—Dígame de qué se trata, querida, y se lo explicaré —respondió sir John—. Conozco la isla Viento Contrario, todos sus viejos recovecos, como las cicatrices en el dorso de mi mano.

—No —respondió Margaret—. Me refiero a algo que he visto en nuestra isla, en la isla Pestilente. Mientras paseaba por la orilla, vi una gruesa espiral de vapor que salía de la montaña que se alza en el centro de la isla Pestilente.

Todos rieron divertidos.

—¿La montaña?

—Bueno, la colina —contestó Margaret sonrojándose—. Pero mientras la contemplaba por las noches desde mi ventana, decidí llamarla Monte Margaret, y es allí que...

—¡Sube enseguida, jovencita! —la interrumpió la señora Dashwood—. Y lávate las manos para la cena. Basta de montañas, extrañas espirales de vapor y demás absurdas fantasías.

Margaret obedeció a regañadientes.

Poco después sus anfitriones descubrieron las dotes musicales de Marianne y la invitaron a tocar el pianoforte. Tras hacerse de rogar, la joven interpretó una balada en treinta y siete estrofas que sir John había compuesto a raíz de descubrir, enamorarse y raptar a lady Middleton. La interpretación fue muy aplaudida. Sir John expresó con vehemencia su admiración al término de cada estrofa, golpeando el suelo con su bastón y charlando en voz alta con los demás mientras Marianne seguía interpretando la balada. El coronel Brandon era el único del grupo que escuchaba cantar a Marianne sin mostrarse extasiado. Se limitó a escucharla con atención, lo cual suscitó en la joven una profunda admiración por él, un sentimiento al que los demás, debido a su indecorosa falta de buen gusto, no se hicieron acreedores. El coronel permaneció en silencio, mientras sus tentáculos no dejaban de moverse, con las manos apoyadas en las rodillas, emitiendo tan sólo los sonidos graves y guturales que dejaban escapar siempre sus senos nasales de forma involuntaria, y que brotaban de su delirante rostro lunático.

8

La señora Jennings era viuda; su marido e hijos varones habían sido salvajemente asesinados en el mismo ataque durante el cual ella y sus hijas habían sido raptadas y transportadas en un saco por sir John y sus hombres. Por tanto, en la actualidad no tenía otra cosa que hacer que casar al resto del mundo. En este empeño, y en la medida de sus posibilidades, se mostraba extraordinariamente diligente; no desaprovechaba ocasión para promover bodas entre las personas jóvenes que conocía. Asimismo, poseía un vasto conocimiento de las tradiciones isleñas destinadas a atraer y conservar el amor de un varón, que recomendaba enérgicamente a las damas a las que acogía en su círculo.

—Sólo tienen que ingeniárselas para hacer que un hombre llore —aconsejó a las atónitas hermanas Dashwood—, y recoger tres de sus lágrimas en un tarro de mermelada vacío. Mezclen esas efusiones saladas con su saliva y unten esa pomada en su frente antes de acostarse. No tardarán en conquistar el corazón del caballero.

La señora Jennings tenía una pasmosa rapidez para descubrir relaciones amorosas. Esa habilidad le permitió, poco después de su llegada a las islas Barton, insinuar que el coronel Brandon estaba profundamente enamorado de Marianne Dashwood. Lo sospechó la primera tarde en que él y la joven estuvieron juntos, por la intensa atención con que Brandon escuchó a Marianne cantar para ellos; y cuando los Middleton les devolvieron la visita yendo a comer a la casita que ocupaban las Dashwood, sus sospechas quedaron confirmadas por la concentración con que el coronel Brandon escuchó de nuevo cantar a Marianne. Era más que evidente. La señora Jennings estaba convencida de ello. Sería una unión excelente, pues el coronel era muy rico, y la joven, muy hermosa. La señora Jennings anhelaba ver a Brandon casado desde que se lo presentó sir John, y no cesaba en su afán de conseguir un buen marido, aunque tuviera una cara de pulpo tan chocante como la del coronel, para cualquier joven bonita.

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