Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
Margaret, la hermana menor, era una joven de carácter alegre, simpática, pero con una tendencia —más acorde con su juventud que con la delicada naturaleza de su situación en un país costero— de ponerse a bailar durante las tormentas y chapotear en las charcas. Elinor le había advertido repetidas veces que no debía entregarse a esos pueriles entusiasmos.
—Las aguas están erizadas de peligros, Margaret —le decía con tono grave, meneando la cabeza y mirando a los ojos a su díscola hermana—. En ellas sólo hallarás la perdición.
La señora de John Dashwood se había instalado como dueña y señora de Norland, y su suegra y cuñadas habían sido degradadas a la condición de visitantes. Como tales, no obstante, eran tratadas por la señora Dashwood con discreta cortesía —a la hora de almorzar les reservaba las agallas del atún— y por su hermanastro con amabilidad. El señor John Dashwood insistió en que consideraran Norland como su hogar; y, puesto que a la señora Dashwood no se le ocurrió ningún plan tan conveniente como permanecer allí hasta que pudieran mudarse a una casa en la comarca, aceptó la invitación de John.
Continuar en un lugar donde todo le recordaba su anterior dicha —excepto la zona de la playa donde la sangre de Henry aún teñía las rocas, por más que la marea las bañara— era justamente lo que convenía a su estado de ánimo. En los momentos dolorosos, la dama caía presa de su dolor; pero en los momentos gozosos, nadie mostraba un temperamento más alegre que ella, ni poseía esa optimista expectativa de felicidad que constituye la felicidad en sí misma.
La señora de John Dashwood no aprobaba lo que su marido se proponía hacer por sus hermanastras. Sustraer tres mil libras de la futura fortuna de su querido hijito, significaba empobrecerlo y colocarlo en una intolerable situación de grave peligro. Así pues, rogó a su esposo que recapacitara. ¿Cómo podía ser capaz de robar a su hijo una suma tan cuantiosa? ¿Por qué arruinarse él mismo y arruinar a su pobre Harry, le preguntó, cuya vida corría ya un tremendo peligro por el hecho de vivir en un país costero, regalándoles ese dinero a sus hermanastras?
—Fue la última petición que me hizo mi padre —respondió su marido—. Escrita con grandes esfuerzos en la arena, palabra por palabra, sosteniendo un trozo de madera de deriva empapada entre los dedos de la mano que le quedaba, instándome a que ayudara a su viuda y a sus hijas.
—Cuando lo escribió no sabía lo que hacía, habida cuenta de la cantidad de fluidos vitales que había derramado sobre la arena. De haber estado en su sano juicio, jamás se le habría ocurrido rogarte que hurtaras a tu propio hijo la mitad de tu fortuna.
—Mi padre no estipuló una cantidad precisa, querida Fanny; sólo me pidió, en términos generales, que las ayudara, que procurara que gozaran de una situación holgada. Cuando mi padre me hizo prometérselo, mientras yo sujetaba unos fragmentos de sus orejas y su nariz para dar a su rostro un aspecto humano, no pude por menos que darle mi palabra. Es preciso hacer algo por ellas cuando abandonen Norland y se instalen en un nuevo hogar.
—Estoy de acuerdo en que hagas «algo» por tus hermanas, ¡pero no es preciso que les des tres mil libras! ¡Piensa en la cantidad de boyas salvavidas que podemos adquirir con esa suma! —añadió su esposa—. Piensa que una vez que te hayas desprendido de ese dinero, jamás lo recuperarás. Tus hermanas se casarán o morirán devoradas, y ese dinero se perderá para siempre.
—En tal caso, quizá sería preferible para todos reducir esa suma a la mitad. Quinientas libras incrementaría sus fortunas de modo considerable.
—¡Más que considerable! ¿Qué hermano en el mundo haría eso por sus hermanas, aun suponiendo que fueran hermanas suyas? ¡Sólo son tus hermanastras! ¡Tienes un espíritu demasiado generoso! ¡Por más que tu padre fuera atacado salvajemente por un pez martillo no significa que debas hacer todo lo que te pidiera antes de morir!
—Creo que puedo permitirme darles quinientas libras a cada una. De hecho, sin que yo les ceda una parte de mi fortuna, cada una dispondrá de más de tres mil libras cuando muera su madre, una cantidad que permitiría a cualquier joven llevar una vida más que holgada.
—Desde luego. De hecho, me extraña que pretendan conseguir un dinero adicional. Dispondrán de diez mil libras para repartirse entre ellas. Si se casan, sin duda harán un matrimonio ventajoso; y si no se casan, podrán vivir cómodamente con los intereses de diez mil libras.
—En tal caso, quizá fuera preferible hacer algo por su madre mientras viva, en lugar de por las hijas; me refiero a concederle una renta vitalicia. Cien libras al año bastarían para que vivieran sin estrecheces.
Su esposa dudó unos instantes antes de dar su consentimiento a ese plan.
—Sin duda —dijo—, es mejor que desprenderse de mil quinientas libras de una vez. Si la señora Dashwood viviera otros quince años, estaríamos atrapados.
—¡Quince años! ¡Mi querida Fanny! ¡Su vida no puede prolongarse tanto! Incluso los nadadores más consumados rara vez viven tanto tiempo, y la señora Dashwood tiene las caderas y las rodillas débiles. ¡La he visto cuando se bañaba!
—Piensa en ello, John; las personas siempre viven eternamente cuando perciben una renta vitalicia, y las damas de edad avanzada pueden nadar a una velocidad pasmosa cuando algo las persigue; creo que se debe a que su piel posee una cualidad coriácea semejante a una marsopa. Además, conozco bien los problemas que traen las rentas vitalicias. Mi madre estaba obligada, según constaba en el testamento de mi padre, a pagar una renta vitalicia a tres viejos sirvientes jubilados que en cierta ocasión habían arrancado a mi padre de las fauces de un fócido gigantesco. Tenía que pagar esas rentas dos veces al año, aparte de los inconvenientes que suponía hacerles llegar ese dinero, y luego uno de ellos se perdió supuestamente frente a la costa de la isla de Skye en un naufragio y fue devorado, y más tarde resultó que sólo le habían devorado los dedos por encima de los nudillos. Mi madre decía que, debido a esos pagos vitalicios, era como si su fortuna no le perteneciera. Fue muy desconsiderado por parte de mi padre, porque, de no ser por esa obligación, mi madre habría dispuesto de la totalidad del dinero, sin ningún género de restricciones. Desde entonces detesto las rentas vitalicias hasta el extremo de que no consentiría en pagar una por nada en el mundo.
—Reconozco que es muy desagradable —respondió el señor Dashwood— tener que realizar esos pagos anuales que merman los ingresos de uno. Es como si tu fortuna, como decía tu madre con mucho acierto, no te perteneciera. El estar obligado a pagar periódicamente semejante suma, cual Odiseo atado al mástil, no es en absoluto deseable, pues te priva de tu independencia.
—Sin duda, y nadie te lo agradece. Se sienten seguros, piensan que uno no hace más que cumplir con su obligación, y no te demuestran la menor gratitud. Yo que tú, hiciera lo que hiciese, lo haría siguiendo mi propio criterio.
—Tienes razón, amor mío. Es mejor que en lugar de concederles una renta vitalicia, les dé de vez en cuando una suma que les resultará mucho más práctica que una cantidad anual. Sin duda es el mejor sistema. Una donación de cincuenta libras, de vez en cuando, evitará que mis parientas anden escasas de dinero, y creo que con ello cumpliré de sobra la promesa que hice a mi padre.
—Desde luego. A decir verdad, estoy convencida de que tu padre no pretendía que les dieras dinero. Me atrevo a decir que la ayuda a la que se refería consistía en la que tus parientas pueden esperar razonablemente de ti; como, por ejemplo, buscarles una cómoda casita en la que instalarse.
La conversación entre ambos fue interrumpida por el sonido de la campana que advertía de la presencia de monstruos; los sirvientes aparecieron corriendo como posesos y alzaron el puente levadizo. El guardián de noche había divisado a través de su catalejo el anillo frontal de una serpiente de fuego; la bestia se hallaba a varias leguas mar adentro, pero ignoraban a qué distancia eran capaces esos monstruos de arrojar una bola de fuego hacia tierra.
—Quizá convenga que nos refugiemos un rato en el desván —propuso John Dashwood a su esposa, que accedió de inmediato, precediéndole y echando a correr hacia la escalera.
Esa conversación dio a las intenciones del señor Dashwood la firmeza que les faltaba, y cuando abandonaron el desván, tras comprobar con alivio que sólo se había quemado una parcela de bosque en los límites de su propiedad, John Dashwood estaba convencido de que era totalmente innecesario hacer por la viuda y las hijas de su padre más de lo que su esposa y él habían decidido hacer.
La señora Dashwood se mostró infatigable en sus pesquisas para hallar una vivienda adecuada cerca de Norland, un lugar a una distancia análoga de la costa, aunque no estuviera a la misma altura que su actual residencia, pues le resultaba imposible alejarse de ese lugar tan amado por ella y sus hijas. Pero no encontró ninguna que satisficiera sus exigencias de confort y facilidad de acceso, y que satisficiera la prudencia de Elinor, cuyo sentido común, superior al de su madre, la llevó a rechazar varias casas por ser demasiado grandes para sus ingresos, o estar situadas demasiado cerca de la orilla del agua.
La trágica noche en que Henry Dashwood fue muerto por el pez martillo, la señora Dashwood había conseguido leer lo que su mutilado esposo había escrito en la arena y había oído la solemne promesa de John de ayudarla a ella y a sus hijas; la dama suponía que esa promesa habría servido para aliviar en la medida de lo posible los últimos pensamientos terrenales de su marido. No dudaba de la sinceridad de esa promesa, como tampoco había dudado su marido, y pensaba en ella con satisfacción por el bien de sus hijas. También se alegraba por el hermano de las jóvenes, pues demostraba la generosidad de John, y se reprochaba haber sido injusta con respecto a los méritos del joven, creyéndole incapaz de semejante generosidad. La amabilidad de John hacia ella y sus hermanastras, acudiendo cada noche a sus habitaciones para pasar las manos por los marcos de las ventanas, en busca de los diminutos y nefastos insectos acuáticos que se colaban a través de cualquier rendija, por pequeña que fuera, la convenció de que al joven le preocupaba de su bienestar. La señora
Dashwood estaba firmemente convencida de sus generosas intenciones.
Pero el desprecio que sentía hacia su nuera se incrementó notablemente al conocerla mejor, tras el medio año que ésta pasó residiendo con la familia. A la dama le asombró oírla reprender con severidad a Margaret por haberse servido una segunda y generosa porción de estofado de cangrejo; mientras Fanny Dashwood veía en Margaret a una adolescente glotona y maleducada, ella veía en su hija a una joven gozando lógicamente de cada oportunidad de comerse al detestado enemigo. En suma, las señoras Dashwood sentían la misma mutua antipatía que dos barracudas atrapadas en un pequeño acuario. Era imposible que siguieran conviviendo durante mucho más tiempo, pero se produjo una circunstancia que puso de relieve la conveniencia de que las Dashwood permanecieran en Norland.
Esa circunstancia fue la creciente atracción entre su hija mayor y el cuñado de John Dashwood, que les fue presentado poco después de que Fanny se estableciera en Norland, y quien desde entonces pasaba buena parte del tiempo allí.
Algunas madres quizá habrían alentado esa intimidad por motivos de interés, pues Edward Ferrars era el primogénito de un hombre que había muerto siendo muy rico, habiendo amasado una inmensa fortuna con la manufactura y venta de pinzas para comer langosta de plata de ley, y otras la habrían desaconsejado por motivos de prudencia, pues la totalidad de su fortuna dependía de la voluntad de su madre. Pero la señora Dashwood se sentía influida por ambas consideraciones. Le bastaba el hecho de que el joven tuviera un talante amable, que amara a su hija, y que Elinor le correspondiera. El hecho de que la diferencia en materia de fortuna acabara interponiéndose entre una pareja que se sentía atraída por tener un temperamento similar era contrario a todo lo que pensaba la señora Dashwood; la vida era demasiado corta, y acechaban demasiados peligros debajo de cada roca bañada por el mar para obrar de otra forma que no fuera seguir los sentimientos. Como es natural, la señora Dashwood no concebía que nadie que conociera a Elinor no se percatara de sus magníficas cualidades.
Edward Ferrars no había suscitado en las damas una opinión favorable debido a unas cualidades determinadas con respecto a su persona o talante. No era guapo, y sus modales requerían intimidad para que resultaran agradables. Pero cuando lograba vencer su natural timidez, su talante indicaba un corazón abierto y afectuoso. Era inteligente, y su educación la había mejorado. Pero no poseía la habilidad ni la voluntad de satisfacer los deseos de su madre y su hermana, las cuales ansiaban verle distinguirse como...; ni ellas mismas sabían cómo. Deseaban que destacara de una forma u otra en el mundo. Su madre quería que se dedicara a la política, que ocupara quizás un cargo en el Gobierno, o que se dedicara a la ingeniería acuática en los grandes canales de agua dulce de la Estación Submarina Beta. La señora de John Dashwood también lo deseaba, pero se habría contentado con verle dirigir una flota de góndolas.
Pero Edward no sentía la menor inclinación por los grandes hombres ni por las góndolas; su ambición era más modesta. Todos sus deseos se centraban en el bienestar doméstico y la tranquilidad de una vida privada. Era un ávido lector que había pasado muchos años elaborando una teoría personal sobre la Alteración. Se mostraba escéptico sobre la tesis del río envenenado, que había seducido al señor Henry Dashwood hasta el punto de inducirle a partir, con trágicos resultados, en busca de la mítica cabecera; Edward creía que los orígenes de la calamidad se remontaban a la época de los Tudor, cuando Enrique VIII se había vuelto contra la Santa Iglesia. Dios, en su venganza, según creía Edward, había castigado a la raza inglesa por esa impertinencia y había arrojado a las bestias marinas contra ellos.
Esas eruditas cavilaciones eran rechazadas por su hermana Fanny y su madre por considerarlas una pérdida de tiempo y energía; por fortuna, el otro varón de la familia, el hermano menor, prometía más.
Edward llevaba ya varias semanas alojado en la casa cuando la señora Dashwood se fijó en él. En aquellos momentos, la dama se sentía tan desconsolada que apenas prestaba atención a lo que la rodeaba. Cuando por fin reparó en Edward, observó sólo que era un joven callado y discreto, lo cual la complació. No turbaba su acongojado ánimo con inoportunos intentos de trabar conversación con ella.