Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
La señora Dashwood no necesitó tomarse un tiempo para deliberar o hacer algunas indagaciones. Tomó su decisión mientras leía la carta. El hecho de abandonar Norland ya no era un mal necesario, sino un objeto de deseo, una bendición, en comparación con el suplicio de seguir alojada allí como invitada de su nuera. La dama escribió de inmediato a sir John Middleton agradeciéndole su amabilidad y aceptando su propuesta.
Cuando dejó la pluma y llamó a Marianne, a Elinor y a Margaret para que recogieran sus enseres e hicieran el equipaje, un rayo estalló en el cielo y una nube ocultó la faz de la luna.
Al cabo de unos días la señora Dashwood se permitió el placer de anunciar a su hijastro y a la esposa de éste que le habían ofrecido una casita en la costa y ya no les importunarían más. Ambos la escucharon sorprendidos. La dama tuvo la satisfacción de explicarles que iban a trasladarse a un lugar frente a la costa de Devonshire. John Dashwood contuvo el aliento y se cubrió la boca con la mano.
—¡No te referirás a la costa de Devonshire! —exclamó palideciendo, mientras su esposa esbozaba una pequeña y cruel sonrisa, intuyendo que su suegra dejaría de causar problemas muy pronto, excepto quizás a la digestión de algún voraz monstruo marino.
Edward Ferrars se volvió rápidamente hacia ella y, con una voz que denotaba sorpresa e inquietud, que para la señora Dashwood no requería explicación alguna, repitió:
—¡Devonshire! ¿Piensan trasladarse realmente allí? ¿Tan lejos de aquí? ¿Precisamente a ese lugar?
La señora Dashwood, rebosante de felicidad por haber hallado un hogar para sus hijas y para ella, no detectó el asombro y el horror en la voz del joven, por lo general serena, y les explicó con calma la situación.
—Barton Cottage no es más que una tosca casa de dos plantas, construida precariamente sobre un rocoso promontorio junto al mar —continuó—. Pero está bajo la protección de las antiguas defensas empleadas por el sagaz sir John. Confío en ver allí a nuestros numerosos amigos. Será fácil añadir un par de habitaciones, y si a mis amigos no les importa recorrer un trayecto tan largo para venir a visitarme, y si consiguen sobornar al capitán de un barco para que realice la travesía, estoy segura de que no tendremos ningún problema para alojarlos.
La dama concluyó extendiendo una amable invitación a su hijastro y a su mujer para que fueran a visitarla a Barton Cottage, que ninguno de los dos fingió acoger con entusiasmo. La señora Dashwood invitó a Edward con un afecto especial. Nada más lejos de sus intenciones que separarlo de Elinor, y deseaba demostrar a la señora de John Dashwood lo poco que le importaba que ella desaprobara su relación.
El señor John Dashwood reiteró a su madrastra lo mucho que lamentaba que hubiera aceptado ocupar una vivienda situada tan lejos que le impidiera ayudarla a trasladar los muebles que tenía en Norland. En esta ocasión se sentía sinceramente contrariado, tanto más cuanto que dichos muebles serían transportados por mar, lo que significaba que la posibilidad de que llegaran intactos a su nueva residencia era más que remota.
La señora Dashwood decidió alquilar la casa por doce meses; tal como había informado a su hijastro y a su nuera, la vivienda ya disponía de las redes, desagües y campanas de alarma que todo edificio ubicado junto al mar debía lógicamente utilizar contra la amenaza de un ataque, así como algunos artilugios más esotéricos inventados por el astuto sir John, quien había asegurado a la señora Dashwood que eran discretos, pero eficaces. La sensatez de Elinor restringió el número de sirvientes que llevarían consigo a cuatro: una doncella, un hombre armado con un mosquete y dos portadores de antorchas, elegidos entre quienes las habían servido en Norland. Los sirvientes partieron de inmediato para preparar la casa para la llegada de las damas.
La señora Dashwood empezó a abandonar toda esperanza de que su hijastro cumpliera la promesa que le había hecho a su padre cuando éste agonizaba. No cesaba de hablar del incremento en los gastos que representaba proteger la casa de cara a la próxima primavera y el retorno de la época de mayor peligro, y de la cantidad de dinero que desembolsaba continuamente, así como de la elevada posibilidad de que ella y sus hijas murieran de camino o poco después de su llegada a la costa de Devonshire, y de tener que sufragar los gastos de sus funerales; en suma, daba más la impresión de andar escaso de fondos que de tener la intención de darles dinero.
Todos derramaron numerosas y saladas lágrimas en su última despedida de un lugar que tanto amaban.
—¡Mi querido Norland! —exclamó Marianne paseando sola frente a la casa, mientras una lluvia torrencial empapaba su capa forrada de piel—. ¡Cuándo dejaré de echarte de menos, cuándo me sentiré en casa en otro lugar! ¡Ay, hogar feliz, no sabes cuánto sufro al contemplarte ahora desde este lugar, desde el que quizá jamás vuelva a verte! ¡Tú seguirás igual, inconsciente del placer o el pesar que me ocasionas, e insensible a cualquier cambio que experimenten quienes se pasean a tu sombra! Pero ¿quiénes quedarán aquí para disfrutarte?
La primera etapa de su viaje no tuvo mayores complicaciones; viajaron en una silla de posta hasta el puerto de Brighton, donde cambiaron sus zapatos de viaje, ligeros y puntiagudos, por gruesas botas de goma para proteger sus extremidades en caso de que debido a un grave contratiempo acabaran en el agua. Las Dashwood hicieron cola en el muelle para recibir las atenciones de un prelado, siguiendo la antigua costumbre de administrar los últimos sacramentos a cualquiera que emprendiera una travesía marítima. Unas gaviotas revoloteaban en lo alto, chillando como si se compadecieran de las damas cuando éstas se subieron a una goleta de tres palos, fuertemente armada, llamada La Tarantetta, que las transportaría a la costa de Devonshire.
Elinor experimentó unos instantes de terror cuando la costa de Sussex desapareció a sus espaldas y comprobó que el embravecido mar las rodeaba por los cuatro costados. En cuanto a Marianne, estaba entusiasmada ante la perspectiva de su nueva vida y consideraba al capitán de La Tarantella, un personaje de rostro serio y curtido que se movía como si padeciera reumatismo y fumaba una pipa de mazorca de maíz, un fascinante heraldo de las aventuras y emociones que les aguardaban.
Los temores de Elinor pronto resultaron ser proféticos, pues cuando viraron a estribor después de pasar Dorset y penetraron en la estrecha ensenada que las conduciría a la cadena de islas de sir John, el capitán gritó a sus hombres con voz ronca que ocuparan sus puestos. De inmediato, la docena de corpulentos marineros que formaban la tripulación subieron a la cubierta de proa, apresurándose a sacar de un cofre que llegaba a la cintura del capitán unos trabucos descargados y unos mosquetes con mecha de pedernal.
Antes de que las Dashwood pudieran averiguar la naturaleza de la amenaza, un objeto golpeó con fuerza el casco del barco; el palo mayor se desprendió de sus amarras y se inclinó hacia delante en un ángulo peligroso, haciendo que el contramaestre, que había estado de servicio en la cofa de vigía, cayera hacia delante. Al instante el desdichado marinero se sujetó desesperadamente a las crucetas, colgando junto al bauprés, muy cerca de la superficie de las olas. El barco, cuya vela mayor se agitaba impotente, se escoró a babor. Las Dashwood se abrazaron atemorizadas cuando en la superficie apareció una gigantesca boca que, al abrirse, mostró dos hileras de afilados colmillos, y que se alzó del agua y engulló sin mayores problemas al contramaestre.
La primera en reaccionar fue la señora Dashwood, mientras los marineros seguían cargando sus trabucos y el timonel retiraba la lona que cubría el cañón del barco. Tomó un remo de su aparejo, lo partió rápidamente en dos sobre sus rodillas y clavó la afilada punta en las agitadas aguas, traspasando el ojo hundido y reluciente de la bestia.
—¡Hacia arriba, mamá, tira hacia arriba! —gritó Elinor, apoyando todo su peso sobre el extremo plano del remo para que la afilada punta alcanzara el cerebro de la serpiente marina. La bestia soltó el maltrecho cadáver del contramaestre, se inclinó de costado y quedó flotando boca arriba sobre la superficie del agua, sus escamas azules y verdes reluciendo bajo el sol y la sangre chorreando del ojo perforado por el remo.
—Dios santo —dijo el anciano capitán, estupefacto, sosteniendo la pipa con mano flaccida—. La ha matado.
—¡Era ella o nosotros! —respondió Marianne, respirando trabajosamente debido a la emoción del momento.
—Cierto, cierto.
En el profundo silencio que se produjo a continuación, percibieron un chapoteo en las agitadas aguas, mientras el cadáver del contramaestre era sonoramente devorado por unas rayas. Al cabo de un rato el capitán dio una calada a su pipa y dijo:
La señora Dashwood tomó un remo de su aparejo, lo partió rápidamente en dos sobre sus rodillas y clavó la afilada punta en las agitadas aguas, traspasando el ojo hundido y reluciente de la bestia.
—Recemos para que ésta sea la peor calamidad con que se topen en esta tenebrosa tierra; pues ese monstruo era un pececillo comparado con la feroz Bestia Colmilluda de Devonshire.
—¿La... qué?
Pero no pudieron seguir conversando. El primer oficial anunció que habían cruzado la tercera línea de longitud y habían penetrado en los conocidos y temidos dominios de la costa de Devonshire. El capitán se disculpó de que sus supersticiosos tripulantes se negaran a transportarlas más lejos. Las Dashwood fueron depositadas con cuidado en la superficie del mar en un cascarón de nuez, al que los marineros cortaron las amarras y pusieron rumbo a la isla Pestilente; cuando la goleta desapareció a sus espaldas, el capitán gritó: «¡Que Dios las asista», y se alejó. El gesto contenía cierta frialdad, como si el mundo entero les volviera la espalda junto con el viejo lobo de mar. Esa desoladora impresión se intensificó cuando vieron la cabeza del contramaestre flotando junto a ellas, con unas algas dentro de la cuenca del ojo.
Por fin llegaron —gracias a la destreza de la señora Dashwood al timón y a la precisión con que Elinor leyó el mapa costero que sir John había adjuntado en su carta— a la isla Pestilente, un promontorio rocoso e irregular, que apenas medía nueve millas de punta a punta, tachonado de inhóspitas mesetas, un bosque de árboles deformes y muertos y zonas pantanosas, presidido por una escarpada colina que se alzaba en el centro de la isla.
Barton Cottage estaba situada en el ventoso lado norte, en una especie de pequeña bahía o ensenada que atravesaba el sector septentrional de la isla como una boca de rictus cruel. Cuando desembarcaron del cascarón de nuez en el precario atracadero en la ensenada, las Dashwood se animaron un poco al comprobar el gozo con que los sirvientes acogieron su llegada. Pero la casa era pequeña y compacta. ¡En comparación con Norland era minúscula! Se alzaba sobre una abrupta colina de granito, a unos cuarenta pies sobre el nivel del mar, con una desvencijada escalera de madera que conducía de la puerta principal al pequeño y destartalado desembarcadero. No había ni aldea ni vecinos a la vista, ningún edificio en la isla, salvo la casa que iban a ocupar. Esta estaba rodeada por unas marismas que descendían hacia la playa, en las que crecían densos matorrales de una vegetación que desconocían.
Todas se afanaron en organizar sus cosas y tratar de crear un ambiente de hogar, disponiendo a su alrededor sus libros y demás enseres. Margaret, chillando debido al lógico entusiasmo de su espíritu aventurero, echó enseguida a andar por un lodoso sendero para explorar su nuevo hogar. Los sirvientes descargaron y colocaron el pianoforte de Marianne; Elinor desempacó su juego de trece cuchillos para tallar madera, y le complació averiguar por los sirvientes que en las orillas de la isla abundaba la madera de deriva.
Esos menesteres fueron interrumpidos por la aparición de su casero, que había acudido para darles la bienvenida a Barton Cot-tage y ofrecerles cualquier cosa de su mansión y dársena que pudieran necesitar.
Sir John era un hombre de aspecto imponente, curtido y con la tez muy tostada debido a los años que había pasado explorando parajes exóticos bajo un calor tropical. Siempre había sostenido la creencia de que la Alteración era la consecuencia de una maldición arrojada por una de las razas tribales que habían pertenecido al dominio colonial de Inglaterra durante siglos, y había pasado buena parte de dos decenios buscando a los culpables. Nunca había hallado ninguna prueba de su teoría, y menos una mejoría del peligro que acechaba a su país, pero entretanto había acumulado una vida entera de prodigiosas aventuras. Sir John había encabezado expediciones en busca del corazón del Nilo, había ascendido por las laderas de volcanes peruanos y se había adentrado en las selvas impenetrables de Borneo. Salvo cuando se acostaba, lucía invariablemente en su cinto un reluciente machete; en su bota, una daga de cinco pulgadas que manejaba con increíble agilidad, y una cadena alrededor del cuello de la que pendían unos abalorios formados por orejas humanas. Tenía la cabeza redonda, pelada y cubierta de cráteres como la luna llena, pero sus cejas y su barba eran densas como la espesura amazónica, y blancas como las nieves del Kilimanjaro.
En su presente situación de semirretirado de la vida aventurera, sir John se dedicaba a coleccionar valiosos ejemplares zoológicos, herbívoros y minerales. Las diversas islas de su archipiélago estaban repletas de lugares secretos que escondían tesoros, de colmenares y jardines llenos de orquídeas y plantas raras cogidas en tierras de Zanzíbar. En su guarida, entre los viejos muebles de cuero oscuro, había un juego de ajedrez tallado en huesos de rinocerontes, estantes llenos de polvorientos tomos que revelaban las antiguas tradiciones de diversas tribus africanas, incaicas y asiáticas, y ejemplares de ciento doce especies de mariposas, clavadas en una tabla, sus alas multicolores o con listas de cebra inmóviles para siempre.