Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (3 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

La señora Dashwood siguió observando a Edward, cuyos méritos aumentaron a sus ojos debido a un comentario que hizo Elinor un día sobre la diferencia entre éste y su hermana. Era un contraste que no podía por menos de complacer a la madre de la joven.

—Baste decir —observó la señora Dashwood cuando se sentaron una mañana a desayunar— que es totalmente distinto de Fanny. Ello comporta toda suerte de agradables cualidades. Lo cierto es que me he encariñado con ese joven.

—Creo que te gustará cuando le conozcas mejor —respondió Elinor.

—¡Gustarme! —contestó su madre sonriendo—. No siento ningún sentimiento de aprobación inferior al cariño. —¡Puedes estimarle!

—Nunca he sabido lo que significa separar la estima del cariño.

A partir de entonces la señora Dashwood se afanó en conocer mejor a Edward Ferrars. La dama poseía un carácter muy afable, y no tardó en vencer la reserva del joven. Enseguida se dio cuenta de todos sus méritos; el convencimiento de que amaba a Elinor posiblemente intensificó el proceso natural del afecto que le inspiraba, y se sintió menos preocupada al comprender que Edward tenía un corazón bondadoso y un temperamento afectuoso.

En cuanto la señora Dashwood percibió síntomas de amor en su comportamiento hacia Elinor, pensó que la relación entre ambos era seria, y le complació la perspectiva de que pronto contrajeran matrimonio.

—Probablemente Elinor se casará dentro de unos meses, querida Marianne —dijo la señora Dashwood un día mientras despellejaban unos siluros y cortaban la carne en pequeños bocados—. La echaremos de menos, pero estoy segura de que será feliz.

—¡Ay, mamá! ¿Cómo nos las arreglaremos sin ella?

—Cariño, apenas será una separación. Viviremos a escasa distancia de ella, y la veremos cada día. Tú ganarás un hermano, auténtico y afectuoso. Tengo en muy alta estima el carácter de Edward... Pero estás muy seria, Marianne; ¿acaso te compadeces de los animales que estamos preparando y no tardaremos en comer? No olvides que cada bocado representa una victoria que debemos saborear, tal como ellos saborearían una victoria sobre nosotros. ¿O es que desapruebas la elección de tu hermana?

—Quizá sea ambas cosas —respondió Marianne—. Confieso que esa relación me sorprende un poco. Edward es muy amable y siento un gran cariño por él. Pero no es el tipo de joven... Le falta algo..., no es un hombre apuesto. No posee la gracia que suponía que atraería seriamente a mi hermana. Sus ojos no reflejan ese entusiasmo, ese fuego que indica al mismo tiempo virtud e inteligencia. Aparte de eso, me temo, mamá, que carece de gusto. La música apenas parece atraerle; y aunque admira mucho las figuritas de madera talladas por Elinor, no es la admiración de una persona que comprende el valor que tienen. Las admira como un hombre enamorado, no como un experto. Para que me satisficiera, esos rasgos deben ir unidos, como dos caballitos de mar amorosamente enlazados en un abrazo acuático. No podría sentirme feliz con un hombre cuyo gusto no coincidiera en todos los aspectos con el mío. Debe apreciar todo cuanto yo aprecio, sentirse atraído por los mismos libros y la misma música que yo. Ay, mamá, qué lectura tan sosa y aburrida nos ofreció anoche Edward del diario de esos marineros que naufragaron. ¡Incluso durante el pasaje en el que el infortunado protagonista, enloquecido por el sol, se da cuenta horrorizado de que su compañero en el que se apoyaba para que le ofreciera consuelo y protección es un cubo que cuelga de una escoba! ¡Cómo escuchar esas evocadoras palabras, que a menudo casi me vuelven loca, recitadas con una calma tan impenetrable, con una indiferencia tan irritante!

—Habría sido preferible que leyera una prosa sencilla y elegante. Fue lo que pensé en esos momentos, ¡pero tú te empeñaste en darle el diario de los náufragos!

—Es mi lectura favorita. Pero debemos tener en cuenta las diferencias de criterio. Elinor no piensa como yo, por lo que sin duda no le molestan esas carencias y se siente feliz con él. Pero si yo estuviera enamorada de él, se me caería el alma a los pies al oírle leer con tan poca sensibilidad. ¡Ay, mamá, cuanto más conozco el mundo, más me convenzo de que jamás conoceré a un hombre del que me enamore realmente y sepa que me protegerá! ¡Reconozco que pido demasiado!

—Lo sé, querida.

—El hombre que elija debe poseer todas las virtudes de Edward, y su persona y carácter deben adornar su bondad con numerosos encantos.

—Recuerda, cariño, que aún no has cumplido diecisiete años. Es muy pronto para que desesperes de hallar esa felicidad. ¿Por qué habías de ser menos afortunada que tu madre?

4

—Es una lástima, Elinor —dijo Marianne—, que Edward no tenga el menor gusto para confeccionar atractivas miniaturas con madera de deriva.

—¿Que no tiene gusto? —replicó su hermana—. ¿Qué te induce a pensar eso? Aunque no se dedica a tallar madera de deriva, le complace mucho observar y admirar los esfuerzos de otras personas; y te aseguro que no le falta buen gusto, aunque no haya tenido oportunidad de perfeccionarlo. De haber aprendido, de haber sido instruido en el manejo de un cuchillo largo y curvado, creo que habría dominado el arte de tallar. Como no se fía de su criterio en esas cuestiones, siempre se muestra reacio a ofrecer su opinión sobre la maqueta de un edificio o un barco creado con un pedazo de madera de deriva; pero tiene un gusto simple e innato, que le aconseja muy bien. Creo que con la debida instrucción, Edward aprendería a tallar con cuchillo y se convertiría en un magnífico tallador de madera.

Marianne temía ofender a su hermana, por lo que no dijo nada más sobre el tema, pero la aprobación que según Elinor mostraba Edward por las figuritas de madera de deriva confeccionadas por otras personas estaba muy lejos, según ella, del gozo entusiasta y apasionado que cabe calificar de buen gusto. No obstante, sonriendo para sus adentros ante el error de Elinor, no pudo por menos de admirarla por el cariño que sentía por Edward y que la había inducido a caer en él.

—Confío, Marianne —prosiguió Elinor—, que no pienses que Edward carece de buen gusto en términos generales. Pues si pensaras eso, me consta que serías incapaz de comportarte cortésmen-te con él.

Marianne no sabía qué decir, y para colmo trataba de extraer una espina de siluro que tenía atascada en la garganta desde la hora de comer. No quería en modo alguno herir los sentimientos de su hermana, pero le resultaba imposible decir lo que no creía. Por fin tosió, se dio unos golpecitos en el esternón, y respondió:

—No te ofendas si mis elogios de Edward no coinciden con tu opinión sobre sus cualidades. No he tenido tantas oportunidades de valorar cada minúscula inclinación de su carácter como tú; pero tengo en muy alta estima su bondad y sentido común. Creo que es un hombre digno y admirable.

—Estoy segura —respondió Elinor sonriendo— de que esos elogios no disgustarían a los mejores amigos de Edward. No creo que hubieras podido expresarte con más afecto.

Marianne tosió tres veces con energía y, por fin, escupió la espina de siluro, que rebotó contra la pared de enfrente y cayó al suelo dando tumbos.

—Sobre el sentido común y la bondad de Edward —continuó Elinor—, nadie que le haya visto las suficientes veces para conversar con él puede albergar la menor duda. Me ha hecho el favor de contarme su interesante teoría sobre la Alteración, y posee amplios conocimientos de lo que es más importante para nuestra seguridad. Es capaz de enumerar la mayoría de especies de cirrípedos, para poner un ejemplo, y clasificarlos por tipos y subtipos. La excelencia de sus conocimientos y sus principios queda oculta por su timidez, que a menudo hace que se encierre en el mutismo. Le he visto en numerosas ocasiones, he analizado sus sentimientos y he escuchado sus opiniones sobre los temas de literatura y buen gusto; y, en términos generales, me atrevo a decir que es un hombre instruido, muy aficionado a la lectura, con una imaginación viva, sus observaciones son justas y correctas, y posee un gusto delicado y puro. Sus habilidades mejoran mucho en todos los aspectos cuando profundizas en su carácter y su persona. A primera vista, reconozco que no llama la atención; y no es un hombre apuesto, sin embargo... Lo siento, querida hermana, pero eso que haces me distrae...

Marianne, que estaba hurgándose los dientes con la espina de pescado que acababa de escupir, sonrió.

—No tardaré en considerarlo apuesto, Elinor, aunque ahora mismo no me lo parezca. Cuando me digas que debo quererlo como a un hermano, dejaré de ver las imperfecciones de su rostro, al igual que no observo ninguna en su corazón. —Sonrió y renovó sus ataques contra sus muelas posteriores.

Por su parte, Elinor se sobresaltó al oír a Marianne utilizar la palabra «hermano» y lamentó la vehemencia con que ella se había expresado. Tenía una elevada opinión de Edward, y creía que ese sentimiento era mutuo. Pero necesitaba estar segura de ello para que el convencimiento de Marianne sobre la relación entre ambos le resultara grato. Sabía que su madre y su hermana eran propensas a convenir las conjeturas que hacían en realidades, que para ellas desear equivalía a confiar, y confiar equivalía a estar seguras. Elinor trató de explicar la realidad de la situación a su hermana.

—No voy a negar —dijo— que tengo una elevada opinión sobre Edward, que le estimo, que me gusta.

Marianne dejó la espina de siluro y replicó indignada: —¡Que le estimas! ¡Que te gusta! ¡Qué fría eres, Elinor! ¡Eres peor que fría! ¡Tienes el corazón frío como una serpiente, como un lagarto! ¡Te avergüenzas de tus sentimientos! Si vuelves a pronunciar la palabra «estima», abandonaré en el acto esta habitación.

Elinor no pudo por menos de reírse.

—Disculpa —dijo—; te aseguro que no pretendía ofenderte hablando con discreción sobre mis sentimientos. Pero no estoy segura de lo que Edward siente por mí. En algunos momentos dudo del alcance de sus sentimientos hacia mí; y hasta que no esté segura de ellos, no puede chocarte que procure no fomentar mi afecto por él, creyendo o afirmando que es más de lo que es. En mi fuero interno apenas dudo... de sus sentimientos hacia mí. Pero hay otros aspectos que tener en cuenta. Edward no goza de una independencia económica. No sabemos cómo es su madre; pero, por los comentarios que hace a veces Fanny sobre su forma de ser y sus opiniones, nada parece indicar que sea una mujer amable; y, o mucho me equivoco, o Edward sabe bien que tendría muchos problemas si deseara casarse con una mujer que no tuviera una propiedad ubicada lo suficientemente tierra adentro para protegerla de cualquier selacio ávido de sangre que surgiera una mañana de la corriente.

Marianne se asombró al constatar hasta qué punto la imaginación de su madre y la suya les impedía ver la verdad.

—¡De modo que no estás comprometida con él! —exclame»—. Pero estoy segura de que no tardarás en estarlo. No obstante, esa demora tiene dos ventajas. No te perderé tan pronto como creía, y Edward tendrá más oportunidades de perfeccionar su inclinación natural hacia tu pasatiempo favorito, un requisito indispensable para vuestra futura dicha. ¡Ay, ojalá tu genialidad le estimule a aprender a tallar madera de deriva! ¡Sería maravilloso!

EÜnor había expuesto a su hermana su sincera opinión. No podía considerar sus sentimientos por Edward tan absurdamente intensos como Marianne había supuesto. En ocasiones el joven mostraba una marcada falta de animación, como si estuviera recuperándose de la ingestión de una sopa de pescado podrido, y aunque no llegaba a denotar una clara indiferencia, sugería algo casi tan poco prometedor. Sin conocer con certeza sus sentimientos, era imposible que Elinor se sintiera tranquila al respecto. Estaba muy lejos de estar segura del amor que le profesaba Edward, que su madre y su hermana daban por cierto.

Pero el amor de Edward por Elinor, cuando Fanny se percató de él, bastó para hacer que ésta se sintiera intranquila y se mostrara descortés. Fanny aprovechó la primera oportunidad para ofender a su suegra, hablando con entusiasmo de las grandes expectativas de su hermano, de la decisión de la señora Ferrars de que sus dos hijos contrajeran matrimonios ventajosos, y del peligro que acechaba a cualquier muchacha que tratara de «atraerlo como un remolino». La señora Dashwood le dio una respuesta que indicaba su desprecio, y decidió que aunque tuvieran que irse a vivir a una gruta submarina, a un nido de calamares, su querida Elinor no se vería expuesta a otra semana de malévolas insinuaciones.

Mientras la señora Dashwood se hallaba en ese estado de ánimo, un criado le entregó una carta que había llegado en el correo, que contenía una noticia muy oportuna. En ella le ofrecían el uso de una destartalada casucha junto al mar perteneciente a un pariente suyo, un excéntrico cazador de monstruos entrado en años que hacía poco había regresado de las aguas de Madagascar, donde había capturado y aniquilado al infame Hombre-Serpiente malgache; a su regreso, el anciano había reclamado su herencia ancestral, una cadena de pequeñas islas situadas frente a las costas de Devonshire. Sir John (que así se llamaba el caballero) había oído decir que la señora Dashwood buscaba una vivienda. Y aunque todo el mundo sabía que las aguas de las costas de Devonshire se contaban entre las más infestadas de monstruos en el océano inglés, y que la casa que les ofrecía no era más que una destartalada chabola, construida sobre un escarpado promontorio por el lado de barlovento en la isla Pestilente, la más pequeña del archipiélago, el caballero le aseguró que emprendería las reformas que la señora Dashwood considerara necesarias. El propio sir John, que tenía gran experiencia sobre los odiosos moradores del tenebroso mar, le aseguró a la señora Dashwood que mientras ella y su familia vivieran en esa isla, pondría a su disposición todas las medidas de seguridad posibles. Sir John la instó a que fuera con sus hijas a la isla Viento Contrario, donde él residía, y allí podría juzgar por sí misma si Barton Cottage, como se llamaba la casucha sacudida por el viento en la isla Pestilente, podía resultarles confortable tras las oportunas reformas. Bien, quizá fuera exagerado suponer que se sintieran confortables en ella, prosiguió sir John, dado el cúmulo de mosquitos que invadía la casa a todas horas, pero la señora Dashwood podría juzgar si era cuando menos aceptable. Pese a esos reparos, sir John parecía sinceramente deseoso de complacerlas; toda la carta, aunque escrita con la letra pequeña y apretada de un hombre acostumbrado a confeccionar mapas de tesoros y redactar desesperadas súplicas de ayuda en lugar de afectuosas invitaciones a una parienta lejana, estaba redactada en un tono extremadamente amable.

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