Septimus (27 page)

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Authors: Angie Sage

Los Magogs habían llegado justo antes de la gran helada. Habían dado al aprendiz un susto de muerte, cosa que había proporcionado a DomDaniel cierta diversión y una excusa para dejar al chico temblando en el descansillo mientras él intentaba, otra vez, aprender las Trece Contrahazañas.

Al cazador también le producían una cierta aprensión. Mientras llegaba a lo más alto de la escalera espiral y, una vez en el descansillo, pasaba a grandes zancadas por delante del aprendiz sin prestarle atención al chico deliberadamente, el cazador resbaló en el reguero de baba de Magog que conducía al aposento de DomDaniel. Recuperó el equilibrio justo a tiempo, no sin antes oír una risita procedente del aprendiz.

Poco después el aprendiz tuvo aún más motivos para reírse, pues por fin DomDaniel estaba gritando a alguien que no era él. Escuchaba con deleite la furiosa voz de su maestro, que traspasaba con toda nitidez la maciza puerta de púrpura.

—¡No, no y no! —gritaba DomDaniel—. Debes pensar que estoy completamente loco si crees que voy a dejarte ir otra vez de caza por tu cuenta. Eres un idiota incompetente y si pudiera enviar a otro a hacer el trabajo, créeme que lo haría. Esperarás hasta que yo te diga cuándo ir. Y luego irás bajo mi supervisión. ¡No me interrumpas! ¡No! ¡No pienso escucharte! Ahora vete, ¿o prefieres que te ayude uno de mis Magogs? El aprendiz contempló cómo la puerta púrpura se abría y. el cazador salía corriendo, patinando sobre las babas y bajando a trompicones la escalera tan rápido como podía. Después de eso, el aprendiz casi consiguió aprender la tabla del trece. Bueno, consiguió aprender hasta trece veces siete, que era lo máximo a lo que había llegado.

Alther, que había estado ocupado mezclando los pares de calcetines de DomDaniel, lo oyó todo. Apagó el fuego y siguió al cazador fuera de la torre, donde hizo que una gran nevada cayera desde el gran arco justo cuando el cazador pasaba debajo de él. Pasaron horas antes de que nadie se molestara en desenterrar al cazador, pero esto sirvió de poco consuelo para Alther. Las cosas no pintaban bien.

En lo más profundo del Bosque helado, las brujas de Wendron ponían sus trampas con la esperanza de cazar uno o dos zorros desprevenidos con los que arreglárselas durante los malos tiempos que se les avecinaban. Luego se retiraron a su cueva de invierno comunal en la cantera de pizarra, donde se enterraban en pieles, se contaban historias y mantenían un fuego encendido día y noche.

Los ocupantes de la casa del árbol se reunían alrededor de la estufa de leña en la cabaña grande y se comían las provisiones de nueces y bayas de Galen. Sally Mullin se acurrucaba en una montaña de pieles de zorro y se lamentaba en silencio por la pérdida de su café, mientras se consolaba comiendo de un montón enorme de avellanas. Sarah y Galen mantenían la estufa funcionando y hablaban sobre hierbas y pociones durante los largos días de frío.

Los cuatro chicos Heap hicieron un campamento en la nieve, en el suelo del Bosque, a cierta distancia de la casa del árbol, y vivían como salvajes. Atrapaban y asaban ardillas y todo lo que pillaban, para la soberana desaprobación de Galen, que sin embargo no decía nada. A fin de cuentas, eso mantenía a los niños ocupados y fuera de la casa del árbol, al tiempo que conservaba intactas sus provisiones para el invierno, que estaban mermando rápidamente por obra y gracia de Sally Mullin. Sarah visitaba a los niños a diario y, aunque al principio le preocupaba que vivieran solos en el Bosque, le impresionaba la red de iglús que habían construido y se había percatado de que algunas de las brujas de Wendron más jóvenes solían dejarse caer por allí con pequeños regalos de comida y bebida. Pronto a Sarah se le hizo raro ver a sus hijos sin al menos dos o tres jóvenes brujas ayudándolos a preparar la comida o simplemente sentadas alrededor de la hoguera riendo y contando chistes. A Sarah le sorprendió cómo el hecho de tener que valerse por sí mismos había cambiado a los chicos; todos parecían haber crecido de repente, incluso el más pequeño, Jo—Jo, que solo tenía trece años. Después de un rato, Sarah empezó a sentirse un poco como una intrusa en su campamento, pero siguió visitándolos todos los días, en parte para vigilarlos y en parte porque había desarrollado cierto gusto por la ardilla asada.

29. PITONES Y RATAS.

La mañana después de la llegada de la gran helada, Nicko abrió la puerta principal de la casa para encontrarse frente a una pared de nieve. Se puso a trabajar con la pala del carbón de tía Zelda y excavó un túnel de unos dos metros de largo a través de la nieve hasta el resplandeciente sol de invierno. Jenna y el Muchacho 412 salieron por el túnel, guiñando los ojos ante la luz del sol.

—¡Qué brillante! —dijo Jenna. Se protegió los ojos de la nieve que destelleaba casi dolorosamente contra una centelleante escarcha. La gran helada había transformado la casa en un enorme iglú, y las marismas que la rodeaban se habían convertido en un amplio paisaje ártico; todos sus rasgos habían cambiado por los ventisqueros modelados por el viento y las largas sombras que proyectaba el bajo sol invernal. Maxie completaba el cuadro saltando y rodando por la nieve hasta que pareció un oso polar exaltado.

Jenna y el Muchacho 412 ayudaron a Nicko a abrir un camino en la nieve hasta el helado Mott. Luego se llevaron la larga colección de escobas de tía Zelda con la intención de barrer la nieve de encima del hielo para poder patinar por el Mott. Jenna empezó la tarea mientras los dos chicos se lanzaban bolas de nieve. El Muchacho 412 resultó ser un buen tirador y Nicko acabó pareciéndose a Maxie.

Bajo los pies de Jenna el hielo tenía un grosor de casi quince centímetros y estaba liso y resbaladizo como el cristal. Una miríada de minúsculas burbujas había quedado suspendida en el agua helada, dando al hielo un aspecto empañado, pero aún estaba lo bastante transparente como para ver las hebras de hierba congeladas que habían quedado atrapadas en su interior e incluso lo que había debajo. Y lo que había bajo los pies de Jenna cuando quitó la primera capa de nieve eran los ojos amarillos impasibles de una serpiente gigante que la miraban fijamente.

—¡Arjjj! —gritó Jenna.

— ¿Qué es eso, Jen? —le preguntó Nicko.

— Ojos. Ojos de serpiente. Hay una serpiente inmensa debajo del hielo.

El Muchacho 412 y Nicko se acercaron.

— ¡Uau! Es enorme.

Jenna se arrodilló y apartó un poco más de nieve.

—Mirad, allí está su cola. Justo junto a la cabeza. Debe extenderse por todo el Mott.

—No puede ser.

—Sí, tiene que serlo.

—Supongo que debe de haber más de una.

—Bueno, solo hay una manera de averiguarlo. —Jenna cogió la escoba y empezó a barrer—. Venga, a trabajar —les instó a los chicos.

Nicko y el Muchacho 412 cogieron a regañadientes las escobas y se pusieron manos a la obra.

Al final de la tarde habían descubierto que en realidad había solo una serpiente.

—Debe de tener un kilómetro y medio de largo —anunció Jenna cuando por fin volvieron al punto de inicio.

La pitón de los marjales los miraba malcarada a través del hielo. No le gustaba que la mirasen así, y menos que la comida la mirase así. Aunque la serpiente prefería cabras y linces, consideraba comida todo lo que tuviera patas y en ocasiones consumía algún viajero ocasional que había sido tan descuidado como para caerse en una zanja y chapotear con escándalo. Pero en general, evitaba la especie de dos patas; sus numerosos envoltorios le resultaban indigestos y le desagradaban particularmente las botas.

La gran helada se instaló. Tía Zelda se preparaba para aguardar el deshielo, tal como hacía todos los años, e informó a la impaciente Marcia de que ahora Silas no podría regresar de ninguna manera para devolverle su mantente a salvo. Los marjales Marram estaban completamente aislados. Marcia tendría que esperar al gran deshielo como todos los demás.

Pero el gran deshielo no daba muestras de llegar; cada noche el viento del norte traía otra aullante ventisca que hacía las masas de nieve aún más altas.

Las temperaturas bajaban en picado y el Boggart tuvo que salir de su ciénaga helada y resguardarse en la fuente termal de la caseta del baño, donde dormitaba satisfecho en el vapor.

La pitón de los marjales yacía atrapada en el Mott. Se las apañaría comiendo cualquier pez o anguila desprevenidos que se le pusieran a tiro, mientras soñaba con el día que quedaría libre para tragarse tantas cabras como pudiera.

Nicko y Jenna fueron a patinar. Al principio estaban felices trazando círculos alrededor del helado Mott e irritando a la pitón de los marjales, pero al cabo de un rato empezaron a aventurarse hacia el blanco paisaje del marjal. Pasaron horas corriendo por los canales helados, escuchando el crujido del hielo debajo de ellos y a veces el lastimero aullido del viento, que amenazaba con acarrear otra nevada. Jenna notó que todos los sonidos de las criaturas de los marjales habían desaparecido. Ya no oía los bulliciosos rumores de los ratones de pantano ni los silbantes siseos de las serpientes de agua. Los Brownies de las arenas movedizas estaban a buen recaudo, helados muy por debajo del suelo, y no proferían ni un solo grito, mientras que los chupones se habían quedado profundamente dormidos, con las ventosas congeladas bajo la cara interna del hielo, aguardando a que se derritiera.

Largas y tranquilas semanas transcurrían en la casa de la conservadora, y la nieve seguía soplando del norte. Mientras Jenna y Nicko pasaban horas fuera, en la nieve, patinando y haciendo excursiones alrededor del Mott, el Muchacho 412 se quedaba en casa; aún se enfriaba si permanecía al aire libre mucho tiempo. Era como si una pequeña parte de él aún no hubiera entrado en calor desde la vez que había estado enterrado en la nieve en el exterior de la Torre del Mago. A veces, Jenna se sentaba a su lado junto al fuego. Le gustaba el Muchacho 412, aunque no sabía por qué, dado que nunca le hablaba, pero no se lo tomaba como una cuestión personal, pues Jenna sabía que no había pronunciado ninguna palabra a nadie desde que llegó a la casa. El principal tema de conversación de Jenna con él era Petroc Trelawney, al que el Muchacho .412 le había encontrado el gusto.

Algunas tardes Jenna se sentaba en el sofá al lado del Muchacho 412 mientras él la miraba sacar la piedra mascota del bolsillo. Jenna solía sentarse junto al fuego con Petroc. Le recordaba a Silas y había algo en el acto de sostener la piedra que la hacía estar segura de que Silas volvería sano y salvo.

—Toma, sostén a Petroc —decía Jenna poniendo el liso guijarro gris en la mano sucia del Muchacho 412.

A Petroc Trelawney le gustaba el Muchacho 412. Le gustaba porque solía tener la mano un poco pegajosa y con olor a comida. Petroc Trelawney estiraba sus cuatro patitas regordetas, abría los ojos y le lamía la mano al Muchacho 412. «Hum —pensaba—, no está mal.» Podía saborear perfectamente el sabor de la anguila y ¿no tenía también un regusto sutil a una pizca de col? A Petroc Trelawney le gustaba la anguila, así que daba otro lametón a la palma del Muchacho 412. Tenía la lengua seca y un poco rasposa, como una diminuta lengua de gato, y eso hacía reír al Muchacho 412; le hacía cosquillas. —Le gustas —sonreía Jenna—. A mí nunca me ha lamido la mano.

Muchos días el Muchacho 412 se sentaba junto al fuego leyendo pilas de libros de tía Zelda y se sumergía en un mundo nuevo para él. Antes de llegar a la casa de la conservadora, el Muchacho 412 no había leído nunca un libro. En el ejército joven le habían enseñado a leer, pero solo le habían permitido leer largas listas de enemigos, órdenes del día y planes de batalla. Pero, ahora, tía Zelda le proporcionaba una feliz mezcla de historias de aventuras y libros de Magia, de los que el Muchacho 412 se empapaba como una esponja. Fue en uno de esos días, después de seis semanas de gran helada, en que Jenna y Nicko decidieron ver si podían llegar patinando hasta el Puerto, cuando el Muchacho 412 notó algo.

Ya sabía que cada mañana, por alguna razón, tía Zelda encendía dos faroles y desaparecía en el armario de las pociones de debajo de la escalera. Al principio, el Muchacho 412 no le dio importancia. Después de todo, el armario de las pociones estaba oscuro y tía Zelda tenía muchas pociones que supervisar. Sabía que las pociones debían conservarse en la oscuridad, donde las más inestables necesitaban atención constante; solo el día antes, tía Zelda se había pasado horas filtrando un lodoso antídoto amazónico que se había llenado de grumos con el frío. Pero aquella mañana en particular, el Muchacho 412 notó lo silencioso que estaba el armario de las pociones. Sabía que tía Zelda no solía ser una persona silenciosa. Cada vez que pasaba ante los tarros de conserva, estos tintineaban y saltaban, y cuando estaba en la cocina las ollas y sartenes entrechocaban, así que ¿cómo, se preguntó el Muchacho 412, se las había arreglado para mantenerse tan sigilosa en los pequeños confines del armario de las pociones? ¿Y para qué necesitaba dos faroles?

Dejó su libro y se acercó de puntillas a la puerta del armario de las pociones. Estaba extrañamente silencioso considerando que contenía a tía Zelda en estrecha proximidad con cientos de botellas tintineantes. El Muchacho 412 llamó algo vacilante a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a escuchar. Silencio. El Muchacho 412 sabía que debía volver a su libro, pero, de algún modo,
Taumaturgia y sortilegio: ¿por qué preocuparse?
no era tan interesante como lo que estaba haciendo tía Zelda. Así que el Muchacho 412 abrió la puerta del armario de las pociones y echó una ojeada.

El armario de las pociones estaba vacío.

Por un momento, el Muchacho 412 temía que fuera una broma y que Zelda estuviera a punto de saltar sobre él, pero pronto se dio cuenta de que no estaba allí. Y vio por qué: la trampilla estaba abierta y hasta él llegaba el olor a moho húmedo del túnel que tan bien recordaba. El Muchacho 412 vaciló en la puerta del armario de las pociones sin saber qué hacer. Le pasó por la mente que tía Zelda podía haberse caído a través de la trampilla por error y tal vez necesitara ayuda, pero pensó que si se hubiera caído, se habría quedado atorada en la mitad, pues tía Zelda parecía mucho más ancha que la trampilla.

Mientras se preguntaba cómo había conseguido tía Zelda colarse a través de la trampilla, el Muchacho 412 vio el pálido resplandor amarillo del farol brillar a través del espacio abierto en el suelo. Pronto oyó las fuertes pisadas de las prácticas y cómodas botas de tía Zelda en el suelo arenoso del túnel y su respiración fatigada mientras subía la pronunciada cuesta hacia la escalera de madera. Mientras tía Zelda empezaba a ascender por la escalera, el Muchacho 412 cerró en silencio la puerta del armario de las pociones y volvió rápidamente a su asiento junto al fuego.

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