Authors: Angie Sage
El Antiguo llevó a Alther hasta ella, pero lo único que podía hacer era sentarse y alentarla a seguir viviendo. Alther necesitó de todas sus dotes de persuasión, pues Marcia estaba desesperada. En un arrebato contra Silas, supo que había perdido todo aquello por lo que Alther había luchado cuando derrocó a DomDaniel. Una vez más, DomDaniel tenía el amuleto Akhentaten colgado de su gordo cuello, y ahora él era, y no Marcia Overstrand, el mago extraordinario.
Tía Zelda no tenía ningún tipo de reloj. Los relojes nunca funcionaban correctamente en casa de la conservadora, pues también había mucha perturbación por debajo del suelo. Por desgracia, eso era algo que tía Zelda nunca se había molestado en mencionar a Marcia, pues a ella no le preocupaba demasiado qué hora era exactamente. Si tía Zelda quería saber la hora, se contentaba con mirar el reloj de sol y esperar a que hiciera sol, pero le interesaba más el transcurso de las fases de la luna.
El día que rescataron a la rata mensaje, tía Zelda llevó a Jenna a dar un paseo por la isla después de que oscureciera. La nieve estaba más profunda que nunca y tenía una capa crujiente de hielo por la que Jenna podía correr, aunque tía Zelda se hundía en ella con sus grandes botas. Caminaron hasta el final de la isla, lejos de las luces de la casa, y tía
Zelda
le señaló el oscuro cielo de la noche que estaba salpicado de cientos de miles de estrellas brillantes, más de las que Jenna había visto en su vida.
—Esta noche, —dijo tía Zelda— hay luna negra.
Jenna se estremeció. No del frío sino de la extraña sensación que le produjo estar allí en la isla, en medio de tal magnitud de estrellas y oscuridad.
—Esta noche, por mucho que mires, no verás la luna —avanzó tía Zelda—. Nadie en la tierra verá la luna esta noche. No es una noche para aventurarse solo en el pantano, y si todas las criaturas y espíritus de los marjales no estuvieran congelados bajo el suelo, ahora mismo estaríamos encerrados en casa mediante un hechizo. Pero pensé que te gustaría ver las estrellas sin la luz de la luna. A tu madre siempre le gustaba mirar las estrellas.
Jenna tragó saliva.
—¿Mi madre? ¿Te refieres a la madre que me trajo al mundo?
—Sí —confirmó tía Zelda—. Me refería a la reina. Le encantaban las estrellas. Pensé que a ti también te gustarían.
—Me gustan. —Jenna respiró hondo—. Siempre solía contarlas desde la ventana de casa, cuando no podía dormir. Pero... ¿cómo es que conociste a mi madre?
—Solía verla cada año —explicó tía Zelda—. Hasta que ella... bueno, hasta que las cosas cambiaron. Y a su madre, tu adorable abuela, también la veía cada año.
Madre, abuela... Jenna empezó a darse cuenta de que tenía toda una familia de la que no sabía nada, pero, de algún modo, tía Zelda sí.
—Tía Zelda... —empezó a decir Jenna despacio, atreviéndose por fin a formular la pregunta que la había estado importunando desde que se enteró de quién era en realidad.
— ¿Hum? —Tía Zelda miraba hacia los marjales.
—¿Y qué hay de mi padre?
—¿Tu padre? ¡Ah!, era de los países lejanos. Se fue antes de que nacieras.
—¿Se fue?
—Tenía un barco. Se fue a buscar algo o no sé qué —expuso tía Zelda vagamente—. Volvió al Puerto justo después de que nacieras con una nave llena de tesoros para ti y tu madre, eso he oído. Pero cuando le contaron las terribles noticias, zarpó con la siguiente marea...
—¿Cómo... cómo se llamaba? —preguntó Jenna. —Ni idea —respondió tía Zelda, quien, junto con la mayoría de la gente, había prestado poca atención a la identidad del consorte de la reina. La sucesión pasaba de madre a hija, dejando que los hombres de la familia vivieran sus vidas como mejor les pareciese.
Algo en la voz de tía Zelda llamó la atención de Jenna y apartó la vista de las estrellas para mirarla. Jenna tomó aliento; nunca antes había reparado en los ojos de tía Zelda, pero ahora el intenso azul penetrante de sus ojos de bruja blanca destacaba en la noche, brillando a través de la oscuridad y contemplando intensamente el marjal.
—Bueno —soltó tía Zelda de repente—, es hora de marcharnos.
—Pero...
—Te contaré más en verano. Entonces es cuando solían venir, el día de mitad del verano. También te llevaré allí.
—¿Dónde? —preguntó Jenna—. ¿Dónde me vas a llevar?
—Vamos —la instó tía Zelda—. No me gusta el aspecto que tiene esa sombra de allá...
Tía Zelda cogió la mano de Jenna y regresó corriendo con ella sobre la nieve. Fuera, en el marjal, un hambriento lince de los marjales había dejado de acecharlas y se daba media vuelta. Estaba demasiado débil para darles caza, aunque de haber sido unos días antes, se las habría zampado y le hubieran alcanzado para pasar el invierno. Pero, ahora, el lince regresó con el rabo entre las piernas a su madriguera en la nieve y débilmente se comió su último ratón congelado.
Después de la luna negra, la primera fina raja de la luna llena apareció en el cielo. Cada noche crecía un poco. El cielo estaba despejado ahora que la nieve había dejado de caer, y todas las noches Jenna miraba la luna desde la ventana, mientras los insectos escudo se movían de manera irreal en los tarros de conserva, esperando el momento de su liberación.
—Sigue vigilando —le dijo tía Zelda—. Mientras la luna crece acerca las cosas del suelo. Y la casa atrae a la gente que desea venir aquí. La atracción es más fuerte con la luna llena, que es cuando vosotros vinisteis.
Luego, cuando la luna estaba en cuarto creciente, Marcia se fue.
—¿Cómo es que Marcia se ha ido? —preguntó Jenna a tía Zelda la mañana en que descubrieron su partida—. Pensé que las cosas volvían cuando la luna estaba creciente, no que se iban.
Tía Zelda parecía algo malhumorada ante la pregunta de Jenna. Estaba enojada con Marcia por irse sin decir nada, y tampoco le gustaba que nadie echase por tierra sus teorías sobre la luna.
—A veces —comentó tía Zelda con un aire de misterio—, las cosas deben irse para poder volver.
Salió pisando fuerte del armario de las pociones y cerró bien la puerta tras de sí.
Nicko le puso a Jenna una expresión de complicidad y le señaló los patines.
—Te echo una carrera hasta la gran ciénaga —sonrió.
—El último es una rata muerta —rió Jenna.
Stanley se despertó sobresaltado al oír las palabras «rata muerta» y tuvo tiempo de abrir los ojos para ver a Nicko y a Jenna cómo cogían sus patines y desaparecían durante todo el día.
Cuando llegó el tiempo de la luna llena y Marcia aún no había regresado, todo el mundo se preocupó.
—Le dije a Marcia que se quedara a dormir —masculló tía Zelda—, pero, oh, no, ella se enojó con Silas y simplemente se levantó y se fue en mitad de la noche, y se acabó. Desde entonces, ni una palabra. Realmente es preocupante. Puedo comprender que Silas no volviera con la gran helada, pero no Marcia.
—Tal vez vuelva esta noche —conjeturó Jenna—, como es luna llena...
—Tal vez —dijo tía Zelda—, o tal vez no.
Claro que Marcia no volvió esa noche. La pasó tal como había pasado las últimas diez noches, en medio del vórtice de sombras y espectros, tumbada débilmente en el charco de agua sucia en el fondo de la mazmorra número uno. Sentado a su lado estaba Alther Mella, usando toda la Magia fantasmal que podía para mantener a Marcia con vida. La gente rara vez sobrevive al paso por la mazmorra número uno y, si lo hacen, no duran mucho, sino que pronto se hunden en el agua estancada para unirse a los huesos que reposan bajo la superficie. Sin Alther, no cabía duda de que Marcia habría corrido, tarde o temprano, la misma suerte.
Esa noche, la noche de la luna llena, mientras el sol se ponía y la luna se alzaba en el cielo, Jenna y tía Zelda se envolvieron en unas colchas y siguieron vigilando a través de la ventana, por si venía Marcia. Jenna se quedó pronto dormida, pero tía Zelda siguió vigilando toda la noche hasta que salió el sol y la puesta de la luna llena puso fin a cualquier débil esperanza que aún albergara acerca del retorno de Marcia.
El día después de la luna llena, la rata mensaje decidió que ya estaba lo bastante fuerte para irse. La cantidad de puré de anguila que —incluso un estómago de rata— podía comer tenía un límite, y Stanley pensó que había rebasado con creces ese límite.
Sin embargo, para que Stanley se fuera, tenían que ordenarle otro mensaje o expedirlo sin ningún mensaje. Así que esa mañana, con una tosecita educada, dijo:
—Discúlpenme todos. —Todo el mundo miró a la rata. Había estado muy callada mientras se estaba recuperando y no estaban acostumbrados a oírla hablar—. Es hora de que regrese a la Oficina de Raticorreos. Ya debería haberme ido antes, pero debo preguntar: ¿necesitan que les lleve algún mensaje?
—¡Papá! —exclamó Jenna—. ¡Llévale uno a papá!
« ¿Quién sería papá? —Se preguntó la rata—. ¿Y dónde podría encontrarlo?»
—No lo sabemos —apuntó tía Zelda rápidamente—. No hay mensaje, gracias, rata mensaje. Estás dispensada.
Stanley inclinó la cabeza muy aliviado.
—Gracias, señora. Y, ejem, gracias por su amabilidad. Gracias a todos. Les estoy muy agradecido.
Todos miraron a la rata corretear por encima de la nieve, dejando tras de sí un rastro de pequeñas huellas de patas y cola de rata.
—Me habría gustado enviar un mensaje —comentó Jenna con nostalgia.
—Es mejor que no —opinó tía Zelda—, hay algo en esa rata que no está bien. Algo diferente desde la última vez. —Bueno, estaba mucho más delgada —señaló Nicko.
—Hum... —murmuró tía Zelda—. Algo se avecina. Puedo notarlo.
Stanley tuvo un buen viaje de regreso al Castillo, hasta que llegó a la Oficina de Raticorreos, donde las cosas empezaron a ir mal. Correteó por el bajante recién descongelado y llamó a la puerta de la oficina.
—¡Pase! —refunfuñó la rata negra, que acababa de regresar a su puesto después de un tardío rescate de la helada oficina.
Stanley entró sigilosamente, consciente de que iba a tener que dar explicaciones.
—¡Tú! —Gritó la rata negra—. Por fin. ¿Cómo te atreves a burlarte de mí? ¿Eres consciente de cuánto tiempo has estado fuera?
—Sesenta días —murmuró Stanley, que era demasiado consciente del tiempo que había tardado y empezaba a preguntarse qué pensaría Dawnie de ello.
—¡Sesenta días, señor! —Aulló la rata negra dando un furioso coletazo sobre la mesa—. ¿Eres consciente de que me has hecho pasar por un estúpido?
Stanley no dijo nada, pensando que al menos había sacado algo bueno de su terrorífico viaje.
—Pagarás por esto —voceó la rata negra—. Yo personalmente me encargaré de que no tengas otro trabajo mientras esté al mando.
—Pero...
—¡Pero, señor! —gritó la rata negra—. ¿Qué te tengo dicho? ¡Llámame señor!
Stanley permanecía en silencio. Se le ocurrían muchas cosas que llamarle a la rata negra, pero «señor» no era ninguna de ellas. De repente, Stanley notó algo detrás de él y se dio media vuelta, para sorprenderse al ver el par más enorme de musculosas ratas que había visto en su vida. Estaban apostadas amenazadoramente en el umbral de la Oficina de Raticorreos, tapando la luz y también la posibilidad de que Stanley saliera corriendo, algo que de repente sintió unas ganas locas de hacer.
Pero la rata negra parecía alegrarse de verlas.
—¡Ah, bien! Han llegado los muchachos. Lleváoslo, muchachos.
—¿Adonde? —gritó Stanley—. ¿Adonde me llevan?
—Adonde... me... llevan... señor—repitió la rata negra a través de sus dientes apretados—. Al representante que envió este mensaje, para empezar. Desea saber exactamente dónde encontraste al destinatario. Y como ya no eres un confidencial por supuesto que tendrás que decírselo.
»Llevadlo ante el custodio supremo.
El día después de la partida de la rata mensaje, llegó el gran deshielo. Empezó en los marjales, donde siempre hacía un poco más de calor que en ningún otro sitio, y luego se extendió río arriba, a través del Bosque y hasta el Castillo. Fue un gran alivio para todos los habitantes del Castillo, pues se estaban quedando sin víveres, debido a que el ejército custodio había saqueado muchas de las despensas para el invierno con objeto de proporcionarle a DomDaniel los ingredientes necesarios para sus frecuentes banquetes.
El gran deshielo también supuso un gran alivio para cierta rata mensaje, que tiritaba apesadumbrada de frío en una ratonera debajo del suelo del nuevo despacho del custodio supremo: el tocador de señoras. A Stanley lo habían dejado allí ante su negativa a revelar el paradero de la casa de tía Zelda. Tampoco sabía que el cazador ya lo había averiguado a raíz de lo que Simón Heap le había contado al custodio supremo. Tampoco sabía que no tenía ninguna intención de liberarlo aunque Stanley llevaba por allí lo bastante como para adivinar eso. Se mantenía como mejor podía: comía lo que conseguía atrapar, principalmente arañas y cucarachas; chupaba gotas heladas de la tubería, y se sorprendía a sí mismo pensando casi con cariño en Jack el Loco. Mientras tanto, Dawnie lo había dado por desaparecido y se había ido a vivir con su hermana.
Los marjales Marram estaban ahora inundados de agua del rápido deshielo de la nieve. Pronto el verdor de la hierba empezó a asomar a través de la nieve y, debajo de los pies, el suelo estaba pesado y húmedo. El hielo del Mott y de los canales fue el último en fundirse, pero cuando la pitón de los marjales empezó a sentir que la temperatura de su alrededor subía, comenzó a moverse, a coletear impacientemente y a flexionar sus cientos de anillos anquilosados. Todo el mundo en la casa esperaba, aguantando la respiración, a que la serpiente gigante se liberase; no estaban seguros de lo hambrienta o enojada que podría estar. Por si acaso, Maxie se quedó dentro. Nicko había atado al perro a la pata de la mesa con una cuerda gruesa. Estaba seguro de que ese perro crudo sería el plato fuerte del menú de la pitón de los marjales una vez que se liberase de su cárcel de hielo.
Eso sucedió la tercera tarde del gran deshielo. De repente se oyó un fuerte crujido, y el hielo sobre la poderosa cabeza de la pitón de los marjales se hizo añicos y salió despedido por los aires. La serpiente se encabritó, y Jenna, que era la única que estaba por los alrededores, se refugió detrás de la barca de las gallinas. La pitón de los marjales echó una ojeada en dirección a ella, pero no tenía ganas de tener que comerse primero sus pesadas botas para luego dar cuenta del resto, así que con bastante esfuerzo dio vueltas alrededor del Mott hasta que encontró la salida. Fue entonces cuando se percató del problemita que tenía: la serpiente gigante se había quedado agarrotada. Estaba hecha un círculo. Cuando intentaba girar en la otra dirección nada parecía funcionar; lo único que podía hacer era dar vueltas alrededor del Mott. Cada vez que intentaba virar para meterse en la zanja que la conduciría fuera al marjal, sus músculos se negaban a funcionar.