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Authors: Angie Sage

Septimus (32 page)

El cazador, el aprendiz y el Magog no tenían ni idea de que muy pronto serían parte de un «instante de la acción». El cazador había amarrado la canoa al embarcadero y estaba ocupado intentando que el aprendiz bajara de la canoa sin hacer ruido y sin caerse al agua. Normalmente al cazador no le habría importado lo más mínimo que el aprendiz se cayera al agua. En realidad, le habría dado un empujoncito de no ser porque el aprendiz habría chapoteado fuerte y sin duda habría armado demasiado alboroto con sus lamentos, por si fuera poco. Así que, prometiéndose que empujaría al irritante fulanito a la próxima agua fría que tuviera a mano cuando se le presentase la ocasión, el cazador salió en silencio de la canoa y luego tiró del aprendiz hasta sacarlo al desembarcadero.

El Magog se hundió sigilosamente en la canoa, se puso la capucha negra sobre su ojo de lución, al que molestaba la brillante luz de la luna, y permaneció preparado. Lo que sucediera en la isla no era de su incumbencia. Estaba allí para custodiar a la princesa y actuar como guardia contra las criaturas del pantano durante su largo viaje. Había hecho su trabajo notablemente bien, al margen del irritante incidente ocasionado por el aprendiz, como siempre. Pero ningún espectro de los marjales ni ningún Brownie se atreverían a acercarse a la canoa con el Magog encaramado en ella, y la baba que el Magog despedía había cubierto el casco de la canoa y hecho que todas las ventosas de los chupones resbalaran, quemándolos desagradablemente en el proceso.

Hasta el momento, el cazador estaba satisfecho de la caza. Sonreía con su sonrisa habitual, que nunca le alcanzaba los ojos. Por fin estaban allí, en el refugio de la bruja blanca, después de un extenuante viaje a golpe de remo por el marjal y el inútil encuentro con algún estúpido animal que se había empeñado en salirles al paso. La sonrisa del cazador se desvaneció al recordar su encuentro con el Boggart. No aprobaba que se malgastaran balas. Nunca sabes cuándo vas a necesitar una bala más. Acarició la pistola en su mano y, lenta y deliberadamente, cargó una bala de plata.

Jenna vio la pistola de plata centellear a la luz de la luna. Vio los cincuenta y seis insectos escudo, alineados y prestos para la acción, y decidió conservar su insecto junto a ella, por si acaso. Así que le puso la mano encima y el insecto se quedó quieto. El insecto envainó obedientemente la espada y se hizo un ovillo. Jenna se metió el insecto en el bolsillo. Si el cazador llevaba una pistola, ella un insecto.

Con el aprendiz siguiendo los pasos del cazador, tal como le habían ordenado, subieron en silencio el caminito que iba desde el embarcadero a la casa y pasaba por el barco de las gallinas. Cuando llegaron al barco de las gallinas, el cazador se detuvo. Había oído algo: latidos de corazón humano. Tres corazones humanos latiendo muy rápido. Levantó la pistola...

—¡Aaaeeeiiiij!

El alarido de cincuenta y seis insectos escudo zumbando a la vez es terrible. Disloca los tres minúsculos huesecillos del oído interno y produce una increíble sensación de pánico. Quienes conocen a los insectos escudo hacen lo único que se puede hacer: taparse los oídos con los dedos con la esperanza de controlar el pánico. Eso es lo que hizo el cazador: se quedó completamente quieto, se metió los dedos en los oídos y, si en algún momento sintió pánico, no le turbó más de un instante.

Por supuesto, el aprendiz no sabía nada de insectos escudo. Así que hizo lo que cualquiera haría al verse atacado por un enjambre de bichos verdes que vuelan hacia ti, blandiendo espadas afiladas como escalpelos y gritando en un tono tan agudo que parece que los oídos van a estallarte: echar a correr. Más rápido que lo que había corrido en su vida, el aprendiz se precipitó hacia el Mott, con la intención de meterse en la canoa y remar hasta un lugar seguro.

El cazador sabía que, si se presentaba la oportunidad, el insecto escudo siempre perseguiría al enemigo en movimiento y no prestaría atención al que se mantuviera quieto, que es exactamente lo que ocurrió. Para gran satisfacción del cazador, los cincuenta y seis insectos escudo decidieron que el enemigo era el aprendiz y lo persiguieron estridentemente hasta el Mott, donde el aterrorizado chico se arrojó al agua helada para escapar del estruendoso enjambre verde.

Los intrépidos insectos escudo se zambulleron en el Mott detrás del aprendiz, haciendo lo que tenían que hacer: perseguir al enemigo hasta el final, pero por desgracia para ellos, el fin que hallaron fue el suyo. Cuando los insectos tocaron el agua se hundieron como una. piedra, su pesada armadura verde los arrastró hasta el pegajoso limo del fondo del Mott. El aprendiz, conmocionado y jadeando de frío, se aupó hasta la orilla y se tumbó temblando bajo un arbusto, demasiado aterrado para moverse.

El Magog contemplaba la escena sin ningún interés aparente. Luego, cuando el murmullo cesó, empezó a pescar en las profundidades del barro con sus largos brazos y cogió a los ahogados insectos, uno tras otro. Se sentó alegremente en la canoa, sorbiendo los insectos —armaduras y espadas incluidas—, hasta dejarlos secos y reducidos a una cremosa pasta verde con sus afilados colmillos amarillentos, antes de tragarlos lentamente.

El cazador sonrió y levantó la vista hacia la timonera del barco de las gallinas. No esperaba que le resultase tan sencillo. Los tres le esperaban como presas fáciles.

—¿Vais a bajar, o tengo que ir yo a bajaros? —preguntó fríamente.

—Corre —susurró Nicko a Jenna.

—¿Y tú?

—Yo estaré bien. Es a ti a quien persigue. ¡Venga, vete! ¡Ya! —Nicko levantó la voz y le habló al cazador—: Por favor, no dispare. Voy a bajar.

—No solo tú, hijito. Todos vais a bajar. La chica primero.

Nicko empujó a Jenna.

—¡Vete! —le susurró.

Jenna parecía incapaz de moverse, no quería abandonar lo que sentía que era la seguridad de la barca de las gallinas. El Muchacho 412 reconoció el terror en su rostro; se había sentido así muchas veces antes en el ejército joven y sabía que, a menos que la arrastrase, tal como el Muchacho 409 había hecho una vez con él para salvarle de un zorro del Bosque, Jenna sería incapaz de moverse. Y si no la arrastraba él, entonces el cazador lo haría. Rápidamente, el Muchacho 412 sacó a Jenna de la timonera de un empellón; la agarró fuerte de la mano y saltó con ella al fondo del barco de las gallinas, lejos del cazador. Mientras aterrizaban sobre un montón de guano de gallina mezclado con paja, oyeron maldecir al cazador.

—¡Corred! —susurró Nicko mirándolos desde la cubierta.

El Muchacho 412 tiró de Jenna para ponerla de pie, pero aun así ella era incapaz de moverse.

—No podemos dejar a Nicko —exclamó.

—Estaré bien, Jen. ¡Marchaos, venga! —gritó Nicko haciendo caso omiso del cazador y de su pistola.

El cazador estuvo tentado de disparar al muchacho mago allí y entonces, pero su prioridad era la Realícía, no una escoria de mago. Así que, mientras Jenna y el Muchacho 412 se levantaban del montón de guano, trepaban por encima de la alambrada de las gallinas y corrían para salvar sus vidas, el cazador saltó tras ellos como si su propia vida también dependiera de ello.

El Muchacho 412 cogía fuerte a Jenna mientras se alejaban del cazador, rodeaban la parte trasera de la casa y se internaban entre los arbustos frutales de tía Zelda. Aventajaban al cazador en su conocimiento de la isla, pero eso no le importaba a este; estaba haciendo lo que sabía hacer mejor: perseguir a una presa, una presa joven y aterrada, para el caso. Fácil. Al fin y al cabo, ¿adonde podían huir? Atraparlos era solo cuestión de tiempo.

El Muchacho 412 y Jenna se agacharon y corrieron en zigzag a través de los arbustos, dejando que el cazador se esforzara en encontrar su camino a través de las espinosas plantas; pero enseguida Jenna y el Muchacho 412 llegaron al final de los arbustos frutales y salieron de mala gana al descubierto claro de hierba que conducía hasta el estanque de los patos. En ese momento la luna salió de detrás de las nubes y el cazador vio su presa perfilada contra el telón de fondo de los marjales.

El Muchacho 412 notó el peligro y corrió, arrastrando a Jenna consigo, pero el cazador estaba cada vez más cerca de alcanzarlos y no parecía cansarse, a diferencia de Jenna, que sentía que no podía dar ni un paso más. Bordearon el estanque de los patos y subieron corriendo hacia el montículo del otro extremo de la isla. Detrás de ellos, horriblemente cercanas, podían oír las pisadas del cazador resonando, mientras también él llegaba al montículo y corría veloz hacia el campo abierto.

El Muchacho 412 evitó ese camino y tomó el que discurría entre los pequeños arbustos que estaban dispersos por allí, arrastrando a Jenna, consciente de que el cazador estaba casi lo bastante cerca como para alargar la mano y cogerla.

En efecto, el cazador estaba tan cerca, que tomó impulso y se lanzó a los pies de Jenna.

—¡Jenna! —gritó el Muchacho 412, tirando de ella para liberarla de las garras del cazador y saltando con ella a un arbusto.

Jenna se estrelló contra el arbusto detrás del Muchacho 412, solo para descubrir que de repente el arbusto ya no estaba allí y caía de cabeza en un espacio oscuro, frío e interminable.

Aterrizó de un salto sobre un suelo de arena. Al cabo de un momento se oyó un trompazo y Jenna comprobó que el Muchacho 412 yacía despatarrado en la oscuridad junto a ella.

Se sentó perpleja y dolorida, y se frotó la nuca, que se había golpeado contra el suelo. Había ocurrido algo muy extraño e intentó recordar qué era. No se trataba de su huida de las garras del cazador, ni de la caída a través del suelo, sino de algo aún más extraño. Sacudió la cabeza para intentar aclarar la confusión de su cerebro. ¡Eso era! Ya se acordaba: el Muchacho 412 había hablado.

35. DESAPARECIDOS EN EL SUELO.

—¡Puedes hablar! —exclamó Jenna frotándose el chichón de la cabeza.

—Claro que puedo hablar —protestó el Muchacho 412.

—Pero, ¿por qué no has hablado hasta ahora? Nunca has dicho nada. Salvo tu nombre. Quiero decir, tu número.

—Eso es todo lo que se suponía que debíamos decir si nos capturaban. Rango y número, nada más. Así que eso es lo que hice.

—No habías sido capturado. Habías sido salvado —especificó Jenna.

—Lo sé —aceptó el Muchacho 412—. Bueno, ahora lo sé. Entonces no lo sabía.

A Jenna le parecía muy extraño estar realmente manteniendo una conversación con el Muchacho 412 después de todo aquel tiempo. Y aún más extraño mantenerla en el fondo de un hoyo en la más completa oscuridad.

—Me gustaría que tuviéramos alguna luz —declaró Jenna—. Sigo pensando que el cazador nos está acechando —dijo estremeciéndose.

El Muchacho 412 rebuscó en su sombrero, sacó el anillo y se lo puso en el índice de la mano derecha. Le encajaba perfectamente. Puso la otra mano sobre el anillo del dragón, calentándolo, deseoso de que despidiera su resplandor dorado. El anillo respondió y un suave destello partió de las manos del Muchacho 412, hasta que pudo ver claramente el rostro de Jenna mirándole a través de la oscuridad. El Muchacho 412 se sintió muy feliz. El anillo brillaba más que nunca, más brillante que antes, y pronto despidió un cálido círculo de luz alrededor de ellos, mientras se sentaban en el arenoso suelo del túnel.

—Es sorprendente —se admiró Jenna—. ¿Dónde lo encontraste?

—Aquí abajo —indicó el Muchacho 412.

—¿Qué? ¿Lo acabas de encontrar? ¿Precisamente ahora?

—No, lo encontré antes.

—¿Antes de qué?

—Antes... ¿Recuerdas cuando nos perdimos en medio del haar?

Jenna asintió.

—Bueno, entonces me caí en este agujero. Y pensé que aquí me iba a quedar para siempre, hasta que encontré el anillo. Es mágico; se encendió y me mostró el camino de salida. «Así que eso es lo que ocurrió», pensó Jenna; ahora tenía sentido. El Muchacho 412 se había sentado con aires de petulancia a esperarlos, mientras que ella y Nicko, después de vagar durante horas buscándolo, encontraban por fin el camino de regreso, helados y empapados. Sabía que guardaba algún tipo de secreto. Y todo aquel tiempo había estado guardando el anillo tan campante, sin mostrárselo a nadie. Había más en el Muchacho 412 de lo que aparentaba a primera vista, pensó Jenna.

—Es un anillo precioso —comentó mirando el dragón de oro enroscado alrededor del dedo del muchacho 412—. ¿Puedo cogerlo?

Con cierta reticencia, el Muchacho 412 se quitó el anillo y se lo dio a Jenna. Lo sostuvo con cuidado en las manos, pero la luz empezó a extinguirse y la oscuridad creció a su alrededor. Pronto la luz del anillo se hubo apagado por completo.

—¿Se te ha caído? —preguntó acusadoramente el Muchacho 412.

—No —le respondió Jenna—, aún lo tengo en la mano, pero conmigo no funciona.

—Claro que funciona, es un anillo mágico —le explicó el Muchacho 412—. Venga, devuélvemelo. Te lo enseñaré. —Cogió el anillo y de inmediato el túnel se inundó de luz—. ¿Lo ves? Es fácil.

—Fácil para ti —refunfuñó Jenna—, pero no para mí.

—No veo por qué —manifestó el Muchacho 412 perplejo.

Pero Jenna había visto por qué. Lo había visto una y otra vez, al crecer en una casa de magos. Y aunque Jenna sabía demasiado bien que ella no tenía Magia, podía distinguir quién la tenía.

—No es el anillo lo que es mágico. Eres tú —le dijo al Muchacho 412.

—Yo no soy mágico —respondió el Muchacho 412. Parecía tan convencido, que Jenna ni discutió.

—Bueno, seas lo que seas, es mejor que guardes bien el anillo. Entonces, ¿cómo saldremos de aquí?

El Muchacho 412 se puso el anillo del dragón y partió hacia el túnel, guiando con seguridad a Jenna a través de los giros y curvas que tanto le habían confundido antes, hasta que por fin llegaron a lo alto de los escalones.

—Cuidado. La última vez me caí y casi pierdo el anillo. Al llegar al pie de los escalones, Jenna se detuvo. Algo hizo que se le pusieran los pelos de punta.

—Yo he estado aquí antes —susurró.

—¿Cuándo? —preguntó el Muchacho 412 un poco molesto. Aquel era su lugar.

—En mis sueños —murmuró Jenna—. Solía soñar con este sitio en verano, cuando estaba en casa, pero era más grande que esto...

—Vamos —la instó con tono enérgico el Muchacho 412. —Me pregunto si esto es más grande, si hay eco. —Jenna levantó la voz al hablar.

«Hay eco, hay eco, hay eco, hay eco, hay eco, hay eco, hay
eco,
hay eco...», sonó a su alrededor.

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