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Authors: Angie Sage

Septimus (42 page)

El amuleto cayó en la cubierta y Marcia lo recogió. DomDaniel se lanzó desesperadamente a por él, pero Marcia ya estaba atando otra vez el cordón alrededor de su cuello. Mientras lo anudaba, el cinturón de maga extraordinaria apareció alrededor de su cintura, sus ropajes brillaron en la lluvia con Magia y Marcia se puso en pie muy erguida. Supervisaba la escena con una sonrisa triunfante: había reclamado su legítimo lugar en el mundo. Volvía a ser la maga extraordinaria.

Enfurecido, DomDaniel se puso en pie tambaleándose, gritando:

—¡Guardias, guardias!

No hubo respuesta: la tripulación entera estaba en lo más hondo de las tripas del barco cazando gambusinos.

Mientras Marcia preparaba un rayocentella para lanzárselo al cada vez más histérico DomDaniel, una voz familiar le dijo por encima de ella:

—Vamos, Marcia. Date prisa. Sube aquí conmigo.

El dragón bajó la cabeza hasta la cubierta y, por una vez, Marcia hizo lo que le decían.

45. LA MAREA BAJA.

La nave
Dragón
sobrevoló despacio los inundados marjales, dejando atrás a la impotente
Venganza.
Mientras la tormenta se extinguía, el dragón bajó las alas y, un poco desentrenado, volvió a aterrizar en el agua con un golpe y un gran chapoteo.

Jenna y Marcia, fuertemente aferradas al cuello del dragón, quedaron empapadas.

En el aterrizaje, el Muchacho 412 y Nicko salieron disparados por los aires por encima de la cubierta, donde acabaron hechos un amasijo. Se pusieron en pie y Maxie se sacudió. Nicko soltó un suspiro de alivio. En su mente no cabía ninguna duda: los barcos no estaban hechos para volar.

Pronto las nubes se fueron dispersando hacia el mar y la luna apareció para iluminar su camino de regreso a casa. La nave
Dragón
resplandecía, verde y oro a la luz de la luna, con las alas desplegadas para capturar el viento mientras los llevaba a casa. Desde una ventana iluminada allende las aguas, tía Zelda observaba la escena, un poco desmelenada después de haber estado bailando triunfante alrededor de la cocina y haber chocado con un montón de sartenes.

La nave
Dragón
era reacia a regresar al templo. Después de haber catado la libertad odiaba la idea de ser encerrada bajo tierra de nuevo. Ansiaba virar en redondo, poner rumbo hacia el mar mientras aún podía, y navegar por el mundo con la joven reina, su nuevo amo y la maga extraordinaria. Pero su nuevo amo tenía otras ideas. La llevaba otra vez de regreso, de regreso a su seca y oscura prisión. El dragón suspiró e inclinó la cabeza. Jenna y Marcia casi se cayeron.

—¿Qué pasa ahí arriba? —preguntó el Muchacho 412.

—Está triste —explicó Jenna.

—Pero ahora eres libre, Marcia —exclamó el Muchacho 412.

—No es Marcia. Es el dragón —le respondió Jenna.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el Muchacho 412. ,

—Porque sí. Me habla. En mi mente.

—¿Ah sí? —rió Nicko.

—¡Sí! ¡Para que te enteres! Está triste porque quiere ir al mar. No quiere volver al templo, volver a su prisión, como él la llama.

Marcia sabía cómo se sentía el dragón.

—Dile, Jenna —le instó Marcia—, que volverá a ir al mar, pero esta noche no. Esta noche a todos nos gustaría ir a casa.

La nave
Dragón
levantó la cabeza y esta vez Marcia se cayó. Resbaló por el cuello del dragón y aterrizó con un fuerte topetazo sobre la cubierta. Pero a Marcia no le importó, ni siquiera se quejó. Se limitó a sentarse y contemplar las estrellas mientras la nave
Dragón
singlaba serenamente por los marjales Marram.

Nicko, que hacía de vigía, se sorprendió al ver un pequeño y familiar barco de pesca a lo lejos, apareciendo con la marea. Se lo señaló al Muchacho 412.

—Mira, he visto ese barco antes. Debe de ser de alguien del Castillo que está pescando por aquí.

El Muchacho 412 sonrió.

—Eligieron la noche equivocada para salir, ¿verdad?

Cuando llegaron a la isla, la marea se retiraba rápidamente y el agua que cubría el marjal era poco profunda. Nicko cogió la caña del timón y guió la nave
Dragón
hasta el curso del sumergido Mott, pasando por el templo romano. Era una visión sorprendente. El mármol del templo refulgía de blanco luminoso mientras la luna lo iluminaba por primera vez desde que Hotep—Ra enterrara la nave
Dragón
en su interior. Todos los montículos y el tejado de madera que Hotep—Ra había construido habían sido arrasados por el agua y solo quedaban los altos pilares en pie bajo la brillante luz de la luna.

Marcia estaba asombrada.

—No tenía ni idea de que esto estuviera aquí. No tenía ni la más remota idea. Pensaréis que alguno de los libros de la biblioteca de la pirámide podría haberlo mencionado. Y en cuanto a la nave
Dragón...
bueno, siempre creí que era solo una leyenda.

—Tía Zelda lo sabía —indicó Jenna.

—¿Tía Zelda? —preguntó Marcia—. Bueno, entonces, ¿por qué no lo dijo?

—Su trabajo es no decirlo. Es la conservadora de la isla. Las reinas, esto... mi madre y mi abuela y mi bisabuela y todas sus predecesoras solían visitar al dragón.

—¿Ah sí? —exclamó Marcia asombrada—. ¿Por qué?

—No puedo saberlo —dijo Jenna—. No lo dicen.

—Bueno, nunca me lo contaron, ni Alther lo mencionó.

—Ni DomDaniel —señaló Jenna.

—No —dijo Marcia pensativa—, no. Bueno, quizá haya cosas que es mejor que un mago no sepa.

Amarraron la nave
Dragón
en el embarcadero y esta se asentó en el Mott como un cisne gigante posándose en su nido, bajando lentamente las enormes alas y plegándolas limpiamente a los lados del casco. Inclinó la cabeza para permitir que Jenna resbalase hasta la cubierta y luego el dragón miró a su alrededor. Cierto que no era el océano, pensó, pero la anchurosa superficie de los marjales Marram, con su largo y bajo horizonte extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista, era la segunda mejor opción. El dragón cerró los ojos. La reina había regresado y podía oler el mar. Se sentía feliz.

Jenna se sentó con las piernas colgando del borde de la durmiente nave
Dragón,
supervisando la escena que tenía delante. La casa parecía tan tranquila como siempre, aunque tal vez no tan limpia como cuando salieron, debido al hecho de que la cabra se había comido buena parte del tejado y seguía en plena forma. La mayor parte de la isla sobresalía ahora del agua, aunque estaba cubierta por una mezcla de lodo y algas. Tía Zelda, pensó Jenna, no se alegraría del estado del jardín.

Cuando el agua se retiró del embarcadero, Marcia y la tripulación saltaron de la nave
Dragón
y se dirigieron hacia la casa, que estaba sospechosamente silenciosa, con la puerta principal entreabierta. Presos de un mal presentimiento, inspeccionaron su interior.

Brownies.

Por todas partes. La puerta de la desencantada gatera estaba abierta y el lugar estaba plagado de Brownies. Por encima de las paredes, por el suelo, pegados al techo, apiñados en el armario de las pociones, masticando, mascando, rasgando y haciéndose caca a su arrasador paso por la casa como una plaga de langostas. Al ver a los humanos, diez mil Brownies emitieron su agudo chillido.

Tía Zelda salió de la cocina como un rayo.

—¿Qué? —exclamó intentando asimilarlo todo, pero solo veía a una Marcia inusitadamente despeinada, de pie en medio de un mar de nauseabundos Brownies.

¿Por qué, pensó tía Zelda, Marcia siempre tiene que hacer las cosas tan difíciles? ¿Por qué demonios había traído consigo un cargamento de Brownies?

—¡Condenados Brownies! — Maldijo tía Zelda agitando los brazos inútilmente— ¡Fuera, fuera, fuera!

—Permíteme, Zelda —gritó Marcia—, te haré un eliminar rápido.

—¡No! —vociferó tía Zelda—. Debo hacerlo yo misma, o me perderán el respeto.

—¡Bueno, yo no llamaría exactamente «respeto» a esto...! —murmuró Marcia levantando los estropeados zapatos del pegajoso limo e inspeccionando las suelas. Definitivamente tenían un agujero en algún sitio. Podía notar el limo filtrándose entre los dedos de los pies.

De repente, el griterío cesó y miles de ojillos contemplaron aterrorizados lo que más teme un Brownie: un Boggart.

El Boggart.

Con el pelaje limpio y cepillado, y el fajín blanco de su vendaje aún alrededor de la cintura, parecía delgado y pequeño; no era tan Boggart como lo había sido, pero seguía teniendo el aliento de un Boggart. Y, al echarles su aliento de Boggart mientras pasaba por entre los Brownies, sintió que recuperaba las fuerzas.

Los Brownies lo vieron llegar y, desesperados por escapar, se amontonaron estúpidamente en el rincón más alejado del Boggart; el montón crecía cada vez más hasta que todos los Brownies de las arenas movedizas menos uno, uno joven que salía por primera vez, se apilaron en un tambaleante montículo en el otro extremo de la casa, junto al armario de las pociones. De repente, el joven Brownie salió disparado de debajo de la alfombra de la chimenea. Los nerviosos ojos rojos brillaban en la afilada casa, y sus huesudos dedos de las manos y pies repiqueteaban sobre el suelo de piedra mientras, sabiéndose observado por todos, atravesaba atropelladamente la habitación para unirse al montón. Se arrojó a la viscosa pila y se unió a los miles de pares de ateridos ojillos rojos que contemplaban al Boggart.

—No sssé por qué no ssse van. Condenadosss Brownies —dijo el Boggart a quien pudiera estar escuchando, que eran todos—. De todosss modosss, ha habido una terrible tormenta. No creo que quieran salir de una bonita y cálida casa. ¿Habéis visssto ese gran barco varado en los marjales? Parece acabado. Ahora ha quedado en dique seco. Tienen sssuerte de que todos estos Brownies estén aquí dentro y no allí fuera, ocupadosss arrastrándolo hasta las arenasss movedizassss.

Todos intercambiaron miradas.

—Sí, ¿verdad? —afirmó tía Zelda, que sabía exactamente de qué barco estaba hablando el Boggart, después de haber estado demasiado absorta viéndolo todo desde la ventana de la cocina con el Boggart como para notar siquiera la invasión de Brownies.

—Sí, bueno, ahora voy a sssalir —continuó el Boggart—, ya no puedo sssoportar estar tan limpio. Solo quiero encontrar un bonito pedazo de barrizal.

—Bueno, no hay escasez de barro ahí fuera, Boggart —le animó tía Zelda.

—Sssip —dijo el Boggart—. Haré lo que pueda. Ejem... ssssolo quería darte las graciasss, Zelda, por... bueno, por cuidarme asssí. Graciasss. Estos Brownies se irán cuando yo me vaya. Si tienesss algún otro problema, grita.

El Boggart salió por la puerta con sus patosos andares, para pasar unas pocas horas felices eligiendo una ciénaga donde pasar el resto de la noche. Había tantas que no sabía cuál elegir.

En cuanto se hubo ido, los Brownies se pusieron muy inquietos; sus ojillos rojos intercambiaban miradas y miraban hacia la puerta abierta. Cuando estuvieron seguros de que el Boggart realmente se había marchado, se desató una cacofonía de excitados chillidos y el montículo se desmoronó repentinamente en una lluvia de papilla marrón. Libres por fin del aliento de Boggart, los Brownies se encaminaron en tropel hacia la puerta. Corrieron isla abajo, cruzaron por el puente del Mott y atravesaron los marjales Marram. Directamente hacia la varada
Venganza.

—¿Sabéis? — confesó tía Zelda mientras veía desaparecer los Brownies entre las sombras del marjal—. Casi siento lástima por ellos.

—¿Por quién, por los Brownies o por la
Venganza?
—preguntó Jenna.

—Por ambos —admitió tía Zelda.

—Pues yo no —comentó Nicko—. Se merecen los unos a los otros.

Aun así, nadie quiso observar lo que le sucedió a la
Venganza
esa noche, ni siquiera quisieron hablar de ello.

Más tarde, después de limpiar la casa de papilla marrón tanto como pudieron, tía Zelda supervisó los daños, decidida a buscar el lado positivo.

—En realidad no es tan malo —sostuvo—. Los libros están bien; bueno, al menos lo estarán cuando se sequen todos y pueda volver a hacer las pociones. De cualquier modo, la mayoría de pociones habían rebasado su fecha de caducidad. Y las verdaderamente importantes están a buen recaudo. Los Brownies no se han comido todas las sillas, como la última vez, y ni siquiera se han hecho caca en la mesa. Así que, en general, podría haber sido peor, mucho peor.

Marcia se sentó y se quitó los estropeados zapatos de pitón púrpura. Los dejó junto al fuego para que se secaran mientras pensaba si hacer una renovación de zapatos o no. En rigor, Marcia sabía que no debía hacerlo. La Magia no se debía utilizar para la propia comodidad. Una cosa era arreglar su capa, que formaba parte de sus herramientas de trabajo, pero difícilmente podía pretender que los afilados zapatos de pitón fueran necesarios para la realización de la Magia. Así que allí estaban, emanando vapor junto al fuego, despidiendo un débil pero desagradable olor a serpiente mohosa.

—Te puedo prestar mi par de chanclos de repuesto —le ofreció tía Zelda—, son mucho más prácticos para andar por aquí.

—Gracias, Zelda —agradeció Marcia en tono de desaliento. Odiaba los chanclos.

—¡Oh, alegra esa cara, Marcia! —dijo tía Zelda, irritada—. ¡Peores cosas suceden en el mar!

46. UNA VISITA.

A la mañana siguiente lo único que Jenna pudo ver de la
Venganza
era la punta del mástil más alto sobresaliendo del marjal como una solitaria asta en la que flameaban los retazos de la gavia. Los restos de la
Venganza
no eran una visión del agrado de Jenna, pero, al igual que todos los que en la casa se despertaron después que ella, tenía que ver con sus propios ojos lo sucedido al barco Oscuro. Jenna cerró el postigo y se dio media vuelta. Había otro barco que sí tenía muchas ganas de ver: la nave
Dragón.

Jenna salió de la casa con el primer sol de la mañana primaveral. La nave
Dragón
descansaba majestuosa en el Mott, flotando alto en el agua, con el cuello estirado y la cabeza dorada levantada para captar la calidez del primer rayo de sol que caía sobre ella después de cientos de años. El brillo de las escamas verdes del cuello y la cola del dragón y el resplandor del oro del casco hizo que Jenna entrecerrase los ojos para evitar el destello. El dragón también tenía los ojos entornados. Al principio, Jenna creyó que el dragón estaba aún dormido, pero luego cayo en la cuenta de que, como ella, se protegía los ojos del brillo de la luz. Desde que Hotep—Ra la dejara sepultada bajo tierra, la única luz que la nave
Dragón
había visto había sido el pálido fulgor de un farol.

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