Read Septimus Online

Authors: Angie Sage

Septimus (41 page)

De repente, el dragón agachó la cabeza y levantó a Jenna del modo juguetón que había empleado con tantas princesas en el transcurso de los siglos. Pero en el viento aullador el efecto era más terrorífico que juguetón. Jenna se encontró volando por el aire, por encima de las olas furiosas, y al cabo de un momento rociada por el mar, encaramada a la coronilla dorada del dragón, sentada justo detrás de sus orejas, agarrada a ellas como si su vida dependiera de ello.

—¿Dónde está Marcia, mi señora? ¿Es un largo viaje? —preguntó el dragón esperanzado, anhelando con ilusión los muchos y felices meses en que surcaría los océanos con su nueva tripulación en busca de la tierra de Marcia.

Jenna se arriesgó a soltar una, sorprendentemente suave, oreja dorada y señaló hacia la
Venganza,
que se acercaba rápidamente.

—Marcia está allí. Es nuestra maga extraordinaria y está prisionera en ese barco, queremos rescatarla.

La voz del dragón llegó otra vez hasta ella, un poco contrariado por no tener que viajar lejos.

Como gustéis, mi señora, así se hará.

En lo más profundo de la bodega de la
Venganza,
Marcia Overstrand estaba sentada escuchando la tormenta que rugía por encima de ella. En el dedo meñique de su mano derecha, pues era en el único que le cabía, llevaba el anillo que el Muchacho 412 le había dado. Marcia estaba sentada en la lóbrega bodega, dándole vueltas a todas las maneras posibles en que el Muchacho 412 podía haber encontrado el anillo dragón de Hotep—Ra que llevaba tanto tiempo perdido. Ninguna de ellas tenía mucho sentido. Pero, fuera como fuere que lo hubiese encontrado, el anillo había obrado en Marcia la misma maravilla que solía obrar en Hotep—Ra: le había quitado el mareo. Marcia sabía que también le estaba restaurando lentamente su fuerza mágica. Poco a poco podía sentir que la Magia volvía y, al hacerlo, las sombras que la acechaban y la seguían desde la mazmorra número uno empezaban a esfumarse. El efecto del terrible vórtice de DomDaniel estaba desapareciendo. Marcia se aventuró a esbozar una sonrisita; era la primera vez que sonreía desde hacía cuatro largas semanas.

Al lado de Marcia los tres guardias, mareados, yacían desplomados en patéticos montones gimientes, lamentándose de no haber aprendido a nadar también ellos. Al menos así se habrían arrojado por la borda.

Muy por encima de Marcia, en pleno fragor de la tormenta que había creado, DomDaniel se sentaba muy erguido en su trono de ébano, mientras que su miserable aprendiz temblaba a su lado. El chico quería ayudar a su amo a preparar el rayo que sería el golpe definitivo, pero estaba tan mareado que lo único que podía hacer era mirar con la mirada enturbiada hacia delante y soltar algún que otro gemido.

—¡Cállate, chico! —le espetó DomDaniel.

Intentaba concentrarse en reunir las fuerzas eléctricas para el rayo más poderoso que hubiera lanzado nunca. Pronto, pensó DomDaniel triunfante, no solo la fea casucha de esa entrometida bruja, sino también toda la isla, se evaporarían en un destello cegador. DomDaniel tocó el amuleto de mago extraordinario que ahora volvía a estar en su lugar correcto: alrededor de su cuello, y no en el escuchimizado cuello de una insecta de maga a la que le faltaba un hervor. DomDaniel se echó a reír. Todo era tan fácil.

—¡Barco a la vista, señor! —gritó una débil voz desde la cofa—. ¡Barco a la vista!

DomDaniel maldijo.

—¡No me interrumpas! —rugió por encima del aullido del viento e hizo que el marinero cayera soltando un grito a las aguas embravecidas.

Pero la concentración de DomDaniel se había roto. Y, mientras intentaba recuperar el control de los elementos para el golpe definitivo, algo captó su atención.

Un fulgor dorado se acercaba desde la oscuridad hacia su barco. DomDaniel buscó a tientas su catalejo y, al acercárselo al ojo, apenas pudo creer lo que veía.

Era imposible, se dijo a sí mismo, absolutamente imposible. La nave
Dragón
de Hotep—Ra no existía. No era más que una leyenda. DomDaniel parpadeó para enjugarse la lluvia de los ojos y volvió a mirar. El condenado barco iba directamente hacia él. El destello verde de los ojos del dragón se veía a través de la oscuridad y se topó con la mirada del ojo con el que lo observaba a través del catalejo. Un escalofrío helado recorrió al nigromante. Aquello, decidió, era obra de Marcia Overstrand. Una proyección de su febril cerebro que tramaba contra él en lo más profundo de su propio barco. ¿Acaso no había aprendido nada?

DomDaniel se dirigió a sus Magogs. —Despachad a la prisionera —soltó—. ¡Enseguida!

Los Magogs abrieron y cerraron sus sucias garras amarillas y un fino hilo de baba apareció sobre sus cabezas de lución, como siempre ocurría en momentos de nerviosismo. Susurraron una pregunta a su amo.

—Como queráis —respondió este—. No me importa. Haced lo que queráis, pero hacedlo. ¡Rápido!

La repugnante pareja empezó a deslizarse dejando un rastro de baba a su paso y desapareció por debajo de la cubierta. Estaban encantados de salir de la tormenta, emocionados ante la diversión que les aguardaba.

DomDaniel apartó el catalejo. Ya no lo necesitaba, pues la nave
Dragón
estaba tan cerca que podía verla a simple vista. Dio impacientes golpecitos con el pie, esperando a que lo que creía una proyección de Marcia desapareciese. Sin embargo, para su consternación, no desapareció. La nave
Dragón
se acercaba cada vez más y parecía observarlo fijamente con una mirada particularmente desagradable.

Con evidente tensión, el nigromante empezó a caminar por la cubierta, ajeno al aguacero que de repente caía sobre él y sordo al ruidoso flamear de los últimos retazos de las velas. Solo había un sonido que DomDaniel deseaba escuchar y ese era el sonido del último grito de Marcia Overstrand muy abajo, en la bodega.

Escuchaba con atención. Si había una cosa que a DomDaniel le encantaba, era oír el último grito de un ser humano. Cualquier ser humano era bueno, pero el último grito de la maga extraordinaria, que le había negado su poder legítimo durante diez largos años, era particularmente bueno. Se frotó las manos, cerró los ojos y aguardó.

Abajo, en las profundidades de la
Venganza,
el anillo dragón de Hotep—Ra resplandecía brillantemente en el meñique de Marcia y había recuperado bastante Magia como para que pudiese librarse de sus cadenas. Se había escapado de sus comatosos guardianes y estaba subiendo la escalera de la bodega. Al salir de la escalera, cuando estaba a punto de dirigirse a la siguiente, casi se resbala en una charca de baba amarillenta. De la penumbra surgieron los Magogs, directamente hacia ella, siseando de placer. La arrinconaron, haciendo rechinar sin cesar sus excitadas hileras de dientes amarillentos y puntiagudos ante ella. Con un fuerte chasquido, sacaron sus garras y avanzaron hacia Marcia con deleite, sacando y metiendo sus pequeñas lenguas retractiles de la boca.

Ahora, pensó Marcia, era el momento de descubrir si realmente había recuperado su Magia.

—¡Cuaja y seca! ¡Solidifica! —murmuró Marcia señalando a los Magogs con el dedo que llevaba el anillo del dragón.

Como dos babosas cubiertas de sal, los Magogs se desplomaron de repente y se encogieron con un siseo. Un crujido horripilante siguió cuando su baba se solidificó y se secó en una gruesa corteza amarilla. En breves instantes, todo lo que quedó de las cosas eran dos mustios bultos negros y macilentos a los pies de Marcia, que se quedaron pegados en la cubierta. Pasó por encima de ellos con desdén, cuidándose de no mancharse los zapatos, y prosiguió su viaje hacia la cubierta superior.

Marcia quería recuperar su amuleto y estaba yendo a por él.

Arriba, en la cubierta, DomDaniel había perdido la paciencia con los Magogs. Se maldijo a sí mismo por pensar que se iba a librar de Marcia rápidamente. Debería haberse dado cuenta. A los Magogs les gustaba tomarse su tiempo con sus víctimas, y tiempo era algo que DomDaniel no tenía. Le amenazaba la condenada proyección de Marcia de la nave
Dragón
y eso estaba afectando a sus poderes.

Y así, cuando Marcia estaba a punto de subir la escalera que conducía hasta la cubierta superior, oyó un fuerte bramido:

—¡Cien coronas! —se desgañitó DomDaniel—. ¡No, mil coronas! ¡Mil coronas para el hombre que me libre de Marcia Overstrand! ¡Ahora!

Por encima de su cabeza, Marcia oyó la súbita estampida de los pies desnudos de los marineros de cubierta encaminándose hacia la escotilla y la escalera donde ella se encontraba. Marcia dio un salto y se escondió como pudo entre las sombras, mientras toda la tripulación del barco se abría paso a codazos y empujones en un esfuerzo por ser el primero en llegar hasta la prisionera y cobrar la recompensa. Desde las sombras los veía ir, quitándose unos a otros de en medio a puntapiés, empujones y peleando entre sí. Luego, cuando la refriega desapareció en las bodegas inferiores, se enfundó en sus húmedas ropas y subió la escalera hasta la cubierta.

El viento frío le cortó la respiración, pero, después del hediondo bochorno de la bodega del barco, respirar el fresco aire de tormenta le pareció maravilloso. Marcia se escondió rauda detrás de un barril y aguardó, pensando en cuál sería su próximo movimiento.

Marcia observó atentamente a DomDaniel. Se alegró de ver que parecía mareado. Sus rasgos normalmente grises tenían un cariz verdoso, y sus ojos negros y protuberantes miraban algo que estaba detrás de ella. Marcia se dio media vuelta para ver qué era lo que estaba poniendo tan verde a DomDaniel.

Era la nave
Dragón
de Hotep—Ra.

Descollando sobre la
Venganza,
con sus ojos verdes destelleando e iluminando la cara pálida de DomDaniel, la nave
Dragón
volaba a través del viento aullador y la lluvia incesante. Sus enormes alas batían lenta y poderosamente contra la tormenta, volando hacia Marcia Overstrand, que no daba crédito a lo que estaba viendo.

Nadie en la nave
Dragón
podía creerlo tampoco. Cuando el dragón empezó a batir sus alas contra el viento y elevarse lentamente del agua, Nicko se quedó horrorizado; si había una cosa de la que Nicko estaba seguro era de que los barcos no vuelan. Nunca.

—¡Páralo! —gritó al oído del Muchacho 412 por encima del crepitar de las alas inmensas que pasaban lentamente ante ellos, despidiendo ráfagas de aire impregnado de olor a cuero hacia sus rostros. Pero el Muchacho 412 estaba emocionado; sostenía con fuerza la caña del timón, confiando en que la nave
Dragón
lo hiciera lo mejor que pudiera.

—¿Parar qué? —le respondió el Muchacho 412 mirando las alas con los ojos brillantes y una amplia sonrisa en el rostro.

—¡Eres tú! —gritó Nicko—. Sé que eres tú. Lo estás haciendo volar. Para. ¡Páralo ya! ¡Está descontrolado!

El Muchacho 412 sacudió la cabeza. No tenía nada que ver con él. Era la nave
Dragón.
Había decidido volar.

Jenna estaba sentada justo detrás de la cabeza del dragón y se asía tan fuerte a sus orejas que se le estaban quedando los dedos blancos. Muy por debajo de ella veía las olas golpeando contra la oscura forma de la
Venganza,
y mientras la nave
Dragón
bajaba en picado hacia la cubierta del barco oscuro, Jenna pudo ver la repulsiva cara verde de DomDaniel que la miraba. Rápidamente apartó la vista del nigromante, su malvada mirada le helaba hasta la médula y le producía una horrible sensación de desespero. Sacudió la cabeza y se libró de la oscura sensación, pero una duda subsistía en su mente: ¿cómo encontrarían a Marcia? Volvió a mirar al Muchacho 412. Había soltado la caña del timón y estaba mirando por encima del costado de la nave
Dragón,
hacia la
Venganza.
Entonces, mientras la nave
Dragón
bajaba en picado y su sombra se proyectaba sobre el nigromante, Jenna comprendió de repente lo que el Muchacho 412 estaba haciendo: se estaba preparando para saltar al barco. El Muchacho 412 abordaría la
Venganza
y rescataría a Marcia.

—¡No! —exclamó Jenna de improviso—. ¡No saltes, puedo ver a Marcia!

Marcia se había puesto en pie. Aún estaba mirando la nave
Dragón
con incredulidad. ¿Seguro que era solo una leyenda? Pero cuando el dragón descendió hacia ella, con los ojos despidiendo destellos verdes intensos y las narinas proyectando grandes chorros de fuego anaranjado, Marcia sintió el calor de las llamas y supo que aquello era real.

Las llamas lamieron las mojadas ropas de DomDaniel y llenaron el aire de un olor a lana quemada. Chamuscado por el fuego, DomDaniel cayó hacia atrás y por un breve instante un débil rayo de esperanza cruzó por la mente del nigromante: tal vez se tratase de una terrible pesadilla. Porque encima de la cabeza del dragón podía ver algo que era del todo imposible. Sentada sobre la coronilla del dragón estaba la Realícía.

Jenna se atrevió a soltar una de las orejas del dragón y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. DomDaniel aún la miraba y quería que dejase de hacerlo; en realidad iba a obligarla a dejar de hacerlo. La mano de Jenna temblaba cuando sacó el insecto escudo del bolsillo y lo levantó en el aire. De su mano voló lo que a DomDaniel le pareció una gran avispa verde. DomDaniel odiaba las avispas. Retrocedió vacilante mientras el insecto volaba hacia él con un amenazador zumbido metálico y aterrizó en su hombro, desde donde le pinchó en el cuello, fuerte.

DomDaniel dio un grito y el insecto escudo volvió a hundir su espada en él. Dio una palmada al insecto, que, confuso, se acurrucó hecho una bola y se saltó sobre la cubierta, para rodar hasta un rincón oscuro. DomDaniel se desplomó en la cubierta.

Marcia vio su oportunidad y la aprovechó. A la luz del fuego que salía de las narinas hinchadas del dragón, Marcia se armó de valor para tocar al postrado nigromante. Con dedos temblorosos, buscó entre los pliegues de su cuello de babosa y encontró lo que andaba buscando: el cordón del zapato de Alther. Muy mareada, pero aún más decidida, Marcia tiró de un extremo del cordón, con la esperanza de que el nudo se desatase. Pero no lo hizo. DomDaniel profirió una especie de tos y se llevó las manos al cuello.

—Me estás estrangulando —jadeó, y él también cogió el cordón.

Ese cordón de Alther había hecho un buen servicio a lo largo de los años, pero no estaba por la labor de resistir la disputa de dos poderosos magos por él. Así que hizo lo que suelen hacer a veces los cordones de los zapatos: se rompió.

Other books

The Puzzle by Peggy A. Edelheit
Cattitude by Edie Ramer
Capture the World by R. K. Ryals
The Rake's Rainbow by Allison Lane
One Foot Onto the Ice by Kiki Archer
The Solar Sea by David Lee Summers
Swing by Opal Carew
Evel Knievel Days by Pauls Toutonghi
Dearest Rose by Rowan Coleman
Sorry by Zoran Drvenkar