Authors: Angie Sage
Tía Zelda quitó la pistola de plata de la mano helada del cazador. Sus ojos destellearon furiosos mientras ella, con mano experta, abría el arma y sacaba una pequeña bala de plata de la recámara.
—Toma —dijo tía Zelda, ofreciéndole a Jenna la bala de plata—. Ha estado buscándote durante diez años y ahora la búsqueda ha terminado. Ahora estás a salvo.
Jenna sonrió con incertidumbre e hizo rodar la sólida esfera de plata en la palma de su mano con una sensación de repulsión, aunque no podía dejar de admirar lo perfecta que era. Casi perfecta. La levantó y divisó una minúscula muesca en la bola; para su sorpresa había dos letras grabadas en la bala de plata: PN.
—¿Qué significa PN? —le preguntó Jenna a tía Zelda—. Mira, está aquí, en la bala.
Tía Zelda no respondió durante un momento. Sabía lo que las letras significaban, pero no estaba segura de que debiera contárselo a Jenna.
—PN —murmuró Jenna dándole vueltas—, PN...
—Princesa Niña –explicó Zelda—. Una bala con nombre. Una bala con nombre siempre encuentra su blanco. No importa cómo o cuándo, pero te encontrará. Como ha hecho la tuya, aunque no del modo en que ellos pretendían que te encontrase.
—¡Ah! —exclamó Jenna en voz baja—. Así que la otra, la que era para mi madre, ¿tenia?
—Sí, tenía una R.
—¡Ah! ¿Puedo quedarme la pistola también? —pidió Jenna.
Tía Zelda parecía sorprendida.
—Bien, supongo que sí, si de veras quieres...
Jenna cogió la pistola y la empuñó como había visto hacer al cazador y a la Asesina, sintiendo su pesadez en la mano y la extraña sensación de poder que se experimentaba al empuñarla.
—Gracias —agradeció a tía Zelda, devolviéndole la pistola—. ¿Me la puedes guardar por ahora?
Los ojos del cazador siguieron a tía Zelda mientras ella desfilaba con la pistola hasta su armario de pociones inestables y venenos particulares y lo cerraba con llave. La volvieron a seguir mientras se acercaba a él y le tocaba las orejas. El cazador parecía furibundo. Sus cejas temblaron y sus ojos centellearon furiosamente, pero no movió nada más.
—Bien —exclamó tía Zelda—, aún tiene las orejas heladas. Aún no puede oír lo que decimos. Tenemos que decidir qué hacer con él antes de que se descongele.
—¿No puedes recongelarlo? —preguntó Jenna.
Tía Zelda negó con la cabeza.
—No—respondió con pesar—, no se debe recongelar a nadie al descongelarse. Es peligroso para ellos, pueden quemarse de congelación. O quedarse horriblemente blanduzcos. No es una visión agradable. Sin embargo, el cazador es un hombre peligroso y no abandonará la caza nunca, y de algún modo tenemos que detenerlo.
Jenna estaba pensando.
—Tenemos que hacerle olvidar todo. Incluso quién es. –Se echó a reír—. Podemos hacerle creer que es un domador de leones o algo por el estilo.
—Y entonces se irá con un circo y descubrirá que no lo era, justo después de haber metido la cabeza en la boca de un león –acabó Nicko.
—No debemos usar la Magia para poner en peligro la vida de nadie –les recordó tía Zelda.
—Entonces, podría ser un payaso –sugirió Jenna—. Es bastante terrorífico.
—Bueno, he oído que está a punto de llegar un circo al Puerto un día de estos; estoy segura de que encontraría trabajo –sonrió tía Zelda—. Me han dicho que aceptan a cualquiera.
Tía Zelda cogió un viejo y desvencijado libro titulado
Recuerdos mágicos.
—A ti se te da bien esto –dijo tendiéndole el libro al Muchacho 412—, ¿puedes buscarme el amuleto correcto? Creo que se llama Recuerdos rufianescos.
El Muchacho 412 hojeó el viejo libro que olía a rancio. Era uno de aquellos Iibros en los que la mayoría de los amuletos se habían perdido, pero hacia el final encontró lo que buscaba: un pequeño pañuelo anudado con una emborronada escritura negra a lo largo del dobladillo.
—Bien —exclamó tía Zelda—. Tal vez tú puedas hacer el hechizo para nosotros, por favor.
—¿Yo? —inquirió el Muchacho 412 sorprendido.
—Si no te importa —insistió tía Zelda—. Mi vista no alcanza a leerlo con esta luz.
Levantó la mano y comprobó las orejas del cazador. Estaban calientes. El cazador la miró y entornó los ojos de ese modo familiarmente duro. Nadie lo notó.
—Ahora puede oírnos, será mejor acabar con esto antes de que también pueda hablar.
El Muchacho 412 leyó cuidadosamente las instrucciones del hechizo. Luego sostuvo el pañuelo anudado y dijo:
Cualquiera que tu historia haya sido,
al verme toda se habrá perdido.
El Muchacho 412 movió el pañuelo ante los furiosos ojos del cazador; luego lo desanudó. Con eso, el cazador puso los ojos en blanco. Su mirada ya no era amenazadora, sino confusa y tal vez un poco asustada.
—Bien —dijo tía Zelda—. Parece que ha salido bien. ¿Puedes seguir con el resto, por favor?
El Muchacho 412 recitó serenamente:
Escucha tus recién nacidos rasgos,
recuerda ahora tus diferentes pasos.
Tía Zelda se plantó delante del cazador y se dirigió a él con firmeza:
—Esta es la historia de tu vida. Naciste en una casucha, abajo en el Puerto.
—Eras un niño horrible —añadió Jenna— y tenías pecas.
—No le gustabas a nadie —siguió Nicko.
El cazador empezó a parecer muy infeliz.
—Salvo a tu perro —inventó Jenna, que empezaba a sentir pena por él.
—Tu perro murió —dijo Nicko.
El cazador parecía desolado.
—Nicko —le reprendió Jenna—, no seas malo.
—¿Malo, yo? ¿Y él qué?
Y de este modo la horriblemente trágica vida del cazador se desplegó ante él. Estaba trufada de desafortunadas coincidencias, estúpidos errores y momentos muy embarazosos que hicieron que sus orejas recién descongeladas se enrojecieran al recordarlos. Por fin, el triste relato terminó con su infeliz aprendizaje con un payaso irascible, conocido por todos los que trabajaban para él como Aliento de Perro.
El aprendiz observaba todo con una mezcla de gozo y horror. El cazador lo había atormentado durante tanto tiempo que el aprendiz se alegraba de ver que alguien le estaba dando su merecido. Pero no podía evitar preguntarse qué planeaban hacerle a él.
Cuando el penoso cuento del pasado del cazador acabó, el Muchacho 412 volvió a anudar el pañuelo y dijo:
Lo que fue tu vida se ha ido, otro pasado ahora ejerce el dominio.
Con algún esfuerzo, llevaron al cazador fuera, como una tabla grande y rígida, y lo dejaron junto al Mott para que pudiera descongelarse alejado del camino. El Magog no le prestó ninguna atención; acababa de sacar a su trigésimo octavo insecto escudo del barro y estaba preocupado pensando en si quitarle las alas antes de licuarlo o no.
—Un día de estos, regaladme un bonito enanito de jardín —bromeó tía Zelda contemplando a su nuevo y, esperaba que fuera temporal, ornamento de jardín con desagrado—. Pero esto es un trabajo bien hecho. Ahora tenemos que solucionar lo del aprendiz.
—Septimus... —musitó Jenna—. No puedo creerlo. ¿Qué van a decir mamá y papá? Es tan horrible.
—Bueno, supongo que crecer con DomDaniel no le ha hecho ningún bien —comentó tía Zelda.
—El Muchacho 412 creció en el ejército joven, pero él es legal —señaló Jenna—. El nunca habría disparado al Boggart.
—Lo sé —coincidió tía Zelda—, pero tal vez el aprendiz, ejem... Septimus, mejore con el tiempo.
—Tal vez —admitió Jenna albergando grandes dudas.
Poco más tarde, en las primeras horas de la mañana, cuando el Muchacho 412 había guardado con cuidado la piedra verde que le había dado Jenna bajo su colcha para mantenerla caliente y cerca de él —y justo cuando por fin se disponían a dormirse, se produjo una vacilante llamada a la puerta.
Jenna se sentó asustada. ¿Quién sería? Dio un ligero codazo a Nicko y al Muchacho 412 para que se despertaran. Luego se acercó sigilosa a la ventana y abrió en silencio uno de los postigos.
Nicko y el Muchacho 412 se quedaron de pie al lado de la puerta, armados con una escoba y una pesada lámpara.
El aprendiz se sentó en su rincón oscuro junto al fuego y esbozó una petulante sonrisa. DomDaniel había enviado un destacamento para rescatarle.
No era un destacamento de rescate, pero Jenna palideció cuando vio quién era.
—Es el cazador —susurró.
—No va a entrar —dijo Nicko—. De ninguna manera.
Pero el cazador volvió a llamar, aún más fuerte.
—¡Váyase! —le gritó Jenna.
Tía Zelda salió de cuidar al Boggart.
—Mirad a ver qué quiere —les rogó—, y podremos ponerlo en su camino.
Así, contra todos sus instintos, Jenna abrió la puerta al cazador.
Apenas lo reconoció. Aunque aún vestía el uniforme de cazador, ya no parecía uno de ellos. Arrebujado en su gruesa capa verde como un mendigo con una manta, permaneció en el umbral algo encorvado en actitud de disculpa.
—Siento molestarlos a estas horas, amables lugareños —murmuró—, pero me temo que me he perdido. Me pregunto si podrían indicarme el camino hacia el Puerto.
—Por ahí —dijo Jenna tajantemente, señalando a través de los marjales.
El cazador parecía confuso.
—No soy demasiado bueno orientándome, señorita. ¿Dónde exactamente sería eso?
—Siga la luna —le dijo tía Zelda—. Ella le guiará.
El cazador inclinó la cabeza humildemente.
—Gracias, amable señora. Me pregunto si les causaría mucho problema que les preguntara si hay un circo en la ciudad. Tengo la esperanza de obtener un puesto allí como bufón.
Jenna reprimió una sonrisita.
—Sí, resulta que ahí está —le dijo tía Zelda—. Ejem... ¿puede esperar un minuto? —Desapareció en la cocina y regresó con una talega que contenía un poco de pan y queso—. Tome esto y buena suerte en su nueva vida.
El cazador volvió a inclinar la cabeza.
—Gracias por su amabilidad, señora —dijo, y bajó hacia el Mott, pasando ante el durmiente Magog y su estrecha canoa negra sin el más mínimo asomo de reconocimiento, y luego por encima del puente.
Cuatro silenciosas figuras se quedaron en el umbral y observaron a la solitaria figura del cazador emprender su camino con inseguridad, a través de los marjales Marram, hacia su nueva vida en el
Vertiginoso Circo y Anímales Salvajes de Físhhead y Durdle
, hasta que una nube tapó la luna y los marjales se volvieron a sumir en la oscuridad.
Más tarde, esa noche, el aprendiz se escapó por la gatera.
A Bert, que aún conservaba todos los instintos de un gato, le gustaba vagar por la noche, y tía Zelda le dejaba la puerta abierta en un solo sentido gracias a un hechizo de cerrazón. Esto permitía a Bert salir, pero no dejaba que nada entrase, ni siquiera la propia Bert. Tía Zelda era muy cuidadosa con los Brownies descarriados y los espectros de los marjales.
Así que, cuando todo el mundo menos el aprendiz se había quedado dormido y Bert decidió salir a pasar la noche fuera, el aprendiz pensó que podía intentar seguirla. Era un poco estrecho, pero el aprendiz, que estaba delgado como una serpiente y era dos veces más retorcido, se arrastró hasta colarse por el exiguo espacio. Al hacerlo, la magia negra que impregnaba sus ropas desencantó la gatera y pronto su cara nerviosa asomó al frío aire nocturno.
Bert lo recibió con un fuerte picotazo en la nariz, pero eso no disuadió al aprendiz. Le daba más miedo quedarse atorado en la gatera, con los pies aún dentro de la casa y la cabeza fuera, que la propia Bert. Tenía la sensación de que nadie se daría demasiada prisa en sacarlo si se quedaba atorado. Así que no hizo caso a la furiosa pata y, con gran esfuerzo, se escurrió hasta liberarse.
El aprendiz fue directo al embarcadero, perseguido de cerca por Bert, que intentó volver a cogerlo del pescuezo, pero esta vez el aprendiz estaba preparado: le propinó un furioso manotazo que la envió al suelo con un ala malherida.
El Magog estaba tumbado cuan largo era en la canoa, durmiendo mientras hacía la digestión de los cincuenta y seis insectos escudo. El aprendiz pasó con precaución por encima de él Para su alivio, el Magog no rebulló. La digestión era algo que un Magog se tomaba muy en serio. El olor a baba de Magog se le pegaba detrás del paladar, pero cogió el remo cubierto de gelatinoso líquido y pronto se alejó río abajo, rumbo hacia el laberinto de canales serpenteantes que entrecruzaban los marjales Marram y que lo conducirían hasta el Dique Profundo.
A medida que dejaba la casa atrás y se internaba en la amplia extensión de los marjales iluminados por la luna, el aprendiz empezó a sentir cierta inquietud. Con el Magog durmiendo, el aprendiz se sentía horriblemente desprotegido y recordó todas las aterradoras historias que había oído sobre los pantanos de noche. Remaba en la canoa haciendo el menor ruido posible, temiendo molestar a algo que no quería ser molestado o, aún peor, algo que podía estar aguardando a que lo molestasen. A su alrededor oía los ruidos nocturnos del pantano; los amortiguados chillidos subterráneos de un puñado de Brownies mientras arrastraban a un desprevenido gato salvaje hasta las arenas movedizas del fondo. Y luego estaba ese horrible ruido como de escarbar y succionar cuando dos grandes chupones intentaban fijar sus ventosas en el fondo de la canoa y abrirse camino a mordiscos, aunque pronto resbalaban gracias a los restos de baba del Magog.
Poco tiempo después de que los chupones desaparecieran, apareció un espectro del marjal. Aunque solo era una pequeña voluta de niebla blanca, expelía un olor a frío y a humedad que al aprendiz le recordaba el túmulo del escondrijo de DomDaniel. El espectro del marjal se sentó detrás del aprendiz y empezó a canturrear de forma poco melodiosa la más lastimera e irritante canción que el aprendiz había oído en su vida. La canción le daba vueltas sin parar en su cabeza —«...Ueerrj—derr—uaaaah—duuuuuuuuu... Ueerrj—derr—uaaaah—duuuuuuuuu... Ueerrj—derr—uaaaah—duuuuuuuuu...»—, hasta que el aprendiz sintió que iba a enloquecer.
Intentó espantar al espectro con el remo, pero atravesó el gimiente pedazo de niebla, se desequilibró la canoa y a punto estuvo de caer de bruces en las aguas negras. Y a pesar de eso, la horrible cantinela seguía, un poco burlona ahora que el espectro sabía que había captado la atención del aprendiz: «Ueerrj—derr—uaaaah—duuuuuuuuu... Ueerrj—der r—Uaaaah—duuuuuuuu... uuuuuu... uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu...».
—¡Basta! —vociferó el aprendiz, incapaz de soportar el ruido ni un momento más.