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Authors: Mario Luna

Tags: #Autoayuda

Por si esto fuera poco, ya no me acordaba del significado de la vergüenza o del miedo al rechazo.

A diario, trataba con cientos de seres humanos diferentes de múltiples nacionalidades. Bromeaba con ellos, jugaba con ellos, me hacía querer por ellos. Me tomaba confianzas que no me habían dado, hasta el punto de autoinvitarme y sentarme a comer a sus mesas en el restaurante o de tirarles del brazo y arrancarlos de sus plácidas hamacas para que vinieran a jugar conmigo a la petanca o a los dardos. Hablasen el idioma que hablasen, no me cortaba lo más mínimo a la hora de chapurrearlo, ya fuera en la intimidad del trato personal o a través de un micrófono que podía oír todo el hotel.

Poco después de la cena, me vestía de payaso y secuestraba a los niños de sus familias. Más tarde, podía estar presentando y dirigiendo un concurso ante un numeroso público, o cantando pésimamente, o interpretando papeles dementes bajo un disfraz estrambótico dentro de coreografías musicales que yo mismo había diseñado. En ocasiones y para ciertos sketches humorísticos, dejaba incluso que todo el recinto me viera en pelotas durante unos segundos.

Dentro del pequeño universo del hotel, me había convertido en el payaso y en la estrella. Si alguna vez había padecido algún tipo de inhibición, ya no quedaba ni rastro de ella. Y, por más que abusase de la confianza de la gente, jamás nadie mostró hacia mí la menor hostilidad. Era el juguete de todos y todos me querían. Sencillamente, era adorable. Y, cualquiera que fuese el significado de «ser el rey del mambo», yo lo estaba viviendo segundo a segundo.

Por eso digo que había tocado techo.

Las TBs habían dejado de parecer seres de otra galaxia. Trataba con ellas de continuo, salía con ellas por las noches y, a menudo, me acostaba con ellas en sus habitaciones o en la arena de la playa. Normalmente, incluso se hacían cargo de mis consumiciones o me pagaban la entrada de los lugares a los que me llevasen.

LOS MAESTROS ITALIANOS

El verano anterior, cuando había empezado a trabajar en aquel hotel de Formentera, solo sentí algo similar a lo que debe sentir una planta cuando la arrancan de su parcela de tierra antes de plantarla en otra.

Me había unido a un equipo de animación compuesto casi exclusivamente de italianos. Como la clientela era italiana en su mayoría, también lo era el equipo de animación. De un equipo de nueve personas, otra chica y yo éramos los únicos no italianos.

Pues bien, dejando de lado numerosas anécdotas que no vienen al caso, lo que más me descolocó fue el descaro y la desenvoltura con que aquellos italianos parecían manejarse entre las mujeres. Y, más aún, cómo estas parecían responder a sus avances. Por supuesto, aunque entonces no podía saberlo, me encontraba ante un grupo de lo que en el mundo de las Artes Venusianas se conoce por Naturales. Es decir, ante hombres que, de forma inconsciente, sabían a la perfección cómo comunicarse con las mujeres y qué hacer para que las cosas tomasen un cariz sexual.

Al principio resultó traumático. Por un lado, me dolía ver cómo aquellas TBs se ofrecían completamente a ellos, mientras yo me limitaba a hacer de testigo. Por otro, estaba convencido de que yo jamás podría llegar a echarle el morro que le echaban ellos. Y, aun cuando lo hiciese, jamás lograría obtener la menor reacción positiva por parte de aquellas diosas atractivas.

Estaba equivocado. Con respecto a ambas cosas.

TODOS LO LLEVAMOS DENTRO

Aún puedo revivir los nervios de la primera vez que probé mi suerte. Había salido con uno de los animadores italianos, únicamente con la idea de hacerle de comodín con una chica que había conocido ese mismo día.

Con todo, me había puesto dos sencillos objetivos. El primero era no salir con nada raro. El segundo, basarme en lo que hiciera a la hora de actuar. Vamos, inspirarme en él y seguir sus pasos. Y ¿sabes qué? La cosa salió mejor de lo que nunca hubiera podido imaginar. De hecho, fue terriblemente simple.

Estábamos tomando un refresco en una terraza junto al mar. No recuerdo lo que era, lo único que recuerdo es que pagaban ellas. También recuerdo que, antes de que pudiera darme cuenta, Giuseppe
[1]
y su Objetivo ya se habían esfumado por completo. En terminología Aven, la había aislado y, al hacerlo, automáticamente también yo lo había hecho.

Recuerdo que me encontré realmente incómodo, tanto que sentía que estaba a punto de echarlo todo a perder con alguna tontería. Con todo, traté de ser fuerte y de mantenerme fiel a la promesa que me había hecho a mí mismo. Me pregunté qué habría hecho Giuseppe de estar sentado en mi lugar, y decidí actuar de manera acorde.

—Me apetece relajarme junto al mar… ¿Te vienes?

Se lo dije en mi italiano rudimentario, pero ella accedió. En realidad, la barrera idiomática no hacía más que ayudarme todo el tiempo. De hecho, recuerdo que en un momento dado nos sentamos sobre unas dunas y que, cuando ella empezó a hablarme sobre su vida en Italia, yo apenas disponía del suficiente material lingüístico para estropearlo. Y, cuando era yo quien le hablaba sobre mí, podía notar que había algo en la ininteligible ambigüedad de mis palabras que definitivamente jugaba en mi favor. Había observado, además, que Giuseppe actuaba como si se encontrara realmente relajado en compañía de las chicas, así que yo trataba de hacer lo mismo.

En un momento dado, tuve la clara certeza de que Giuseppe no andaba muy lejos de donde nos habíamos sentado. Lo supe porque de repente podía oírlos a él y a su amiga jadeando. Estaba claro además que mi compañera, que estaba sentada en el lado de donde provenían los sonidos, también los podía oír.

Y ¿qué opciones me quedaban?

Básicamente, podía ignorar el tema y tratar de seguir manteniendo una conversación civilizada con aquella música de fondo. La idea me parecía un tanto ridícula y grotesca. Algo así como seguir admitiendo mi propia ineptitud con las mujeres, pero esta vez con recochineo.

La siguiente consistía en reconocer la situación y utilizar aquello como pretexto para alejarla del lugar. El problema es que podía ver con toda claridad a dónde desembocaba dicha opción. O bien ella aprovechaba la ocasión para sugerir que volviéramos a la terraza o a cualquier otro lugar con gente, o bien nos sentábamos en otro lugar y sería como volver a empezar. Para cuando la cosa estuviese lo bastante madura, la ruidosa parejita ya habría terminado con lo que estuvieran haciendo y nos buscarían para regresar al hotel. Y, aun cuando no lo hicieran, mi italiana saldría con algo como: «oye, deben estar preocupados por nosotros, ¿no crees? ¿No te parece que deberíamos volver?». Entonces, ya no habría nada que hacer.

La tercera vía era llevar las cosas a un plano físico y que, si no funcionaba, siempre podría retomar alguna de las alternativas anteriores. Decidí que, aunque esta no fuera la más fácil, sí era al menos la que más probabilidades de éxito me ofrecía. Así que me decanté por pasar a la acción.

Aunque entonces no lo supiera había empezado, por primera vez en toda mi vida, a discurrir como un Aven.

—¿Son ellos? —me preguntó mi italiana con gesto de extrañeza, justo cuando daba por finalizado mi análisis de la situación.

—Este lugar es demente… —contesté, acompañando mi comentario de una leve carcajada.

—Sí que lo es… —replicó ella, con un suspiro y riéndose también. Mientras tanto, yo ya había cubierto parte de su nuca, cuello y mejilla con la mano. La miré a los ojos durante unos instantes, mientras la acariciaba con suavidad.

—Ven —susurré con cierta autoridad.

Ella obedeció y empezamos a besarnos. Al cabo de unos minutos, pasamos nosotros a ser los ruidosos.

Nadie nos interrumpió.

EL NACIMIENTO DE UN NUEVO ÍDOLO

Pero aquella lejana lección parecía pertenecer a otra realidad. Un año había transcurrido y ya no me encontraba en Formentera, sino en Ibiza. Y como he apuntado antes, era la leche, me salía.

No solo había ganado una enorme experiencia en mi trabajo y con las mujeres. Podía además defenderme en varias lenguas. Podía hacer cualquier cosa que se me pidiese hacer, le había perdido el miedo a casi todo y, además, estaba en forma.

Muchas de aquellas diosas intocables con las que antes no me hubiese atrevido ni a soñar, formaban ya parte de mi pasado sexual. El que una mujer me sacase medio palmo o palmo entero había dejado de suponer un problema. Si se ponía a tiro, nada impediría que cayese.

Estaba en Ibiza, el lugar al que acudían los tíos más ligones del planeta. Con algunos de ellos, incluso había compartido habitación. Otros trabajaban conmigo codo a codo, y por la noche o en los ratos de ocio me confiaban sus historias personales. Había aprendido prácticamente de todos ellos. Como digo, creía que me quedaba muy poco por aprender y consideraba casi imposible que alguien pudiera superarme. A menos, claro está, que contase con alguna ventaja sobre mí.

Es decir, para hacerlo mejor que yo, ese alguien tendría que ser un hijo de papá. O famoso. O más guapo, más atlético o más alto. O contar con alguna habilidad especial, como hacer trucos de magia, ser un gran bailarín, tocar la guitarra o tragar fuego. Entre nosotros, cualquier cosa que lo hiciese parecer más glamoroso a ojos de las chicas.

De lo contrario, sabía por propia experiencia que no podría hacerlo mejor que yo con las mujeres.

Fue entonces cuando conocí al Mellao.

Lo conocí cuando estaba a punto de tirar la toalla. No de tirar la toalla realmente, me explico mal, pero sí de decidir que mi vida debía tomar un nuevo rumbo.

En otras palabras, quizá debía empezar a pensar en hacerme rico. Tal vez había llegado el momento de lanzarme a perseguir la fama. O de aprender a bailar mejor o tomar clases de guitarra o practicar trucos de magia. Lo que sí tenía claro es que no iba a pasar por tragar fuego.

Vamos, que debía emprender un nuevo camino si quería continuar creciendo. No sabía cuál sería el siguiente paso, pero dudaba que tuviese algo que ver con la seducción. De eso ya conocía todo lo que pudiera saberse. De hecho, hacía un tiempo que llevaba apuntando todos aquellos principios relativos al éxito con las mujeres, algunos de los cuales han logrado sobrevivir y abrirse paso hasta llegar a este manual que tienes entre manos.

Estaba a punto, pues, de decidir que había tocado techo en el ámbito de la seducción cuando mi vida se cruzó con la del Mellao. Un personaje que acabaría trastocando completamente mis esquemas.

EL MELLAO

El Mellao no era más joven que yo. Tampoco era mucho más alto, ni más guapo. Que yo supiera, no tocaba ningún instrumento. Jamás lo vi llevar a cabo truco de magia alguno ni, desde luego, tragar fuego. Cuando bailaba, no se quedaba con la pista y, por lo general, pasaba bastante desapercibido.

Además, el Mellao no solo no era un hijo de papá, sino que a éste lo había dejado en Argelia —de donde provenía él— con el resto de su familia. Y, sin familia y por la clase de trabajos basura que desempeñaba, podía inferirse que de rico tenía más bien poco.

Podría terminar aquí su descripción y concluir que el Mellao no contaba con ventaja alguna sobre la mayoría de nosotros. Pero hacerlo sería faltar a la verdad. Pues lo cierto es que, aparte de carecer de ventajas, cargaba con un enorme fardo de desventajas.

Por ejemplo, no hablaba bien ninguna de las lenguas con las que yo me desenvolvía con soltura. Ni siquiera el español, que por aquel entonces chapurreaba como buenamente podía. Además, debido a su condición de inmigrante argelino, debía enfrentarse a toda una avalancha de prejuicios y clichés que jugaban en su contra. Problemas todos que jamás obstaculizarían mi cruzada sexual.

Por último, el hecho añadido de que le faltasen varias piezas en la dentadura, circunstancia que dejaba túneles oscuros en su sonrisa, le había procurado el apodo de El Mellao en mis diarios. Y, por si alguien no lo ha notado todavía, esto tampoco era exactamente una ventaja.

La cuestión es que, durante meses, El Mellao había pasado casi completamente inadvertido a mis investigaciones. Cuál no sería mi sorpresa, pues, cuando descubrí que su éxito con las mujeres no solo era aceptable, sino que se encontraba a años luz por encima del mío.

El Mellao poseía, más allá de toda duda, ese «algo más» que siempre había estado buscando.

Porque si había algo que tampoco podía decirse del Mellao era que se le diesen bien las mujeres o que tuviese éxito con ellas. No, porque lo cierto es que la palabra «éxito» se queda corta. El Mellao arrasaba con ellas. Las relaciones sexuales se extendían a una cantidad y calidad de mujeres que jamás habría creído posibles antes de conocerlo.

El Mellao parecía encerrar, en una sola persona, todos los secretos de la seducción.

MI PRIMER ENCUENTRO CON EL MELLAO

Sin embargo, la primera vez que hablé con él, mi impresión fue que se trataba de un pobre diablo necesitado de atención. Me parecía tan triste y patético que casi obtenía un perverso placer en escucharlo. De algún modo, me hacía sentirme mejor y me proporcionaba cierto alivio.

En otras palabras, era bueno saber que había gente que vivía situaciones mucho peores a la mía. Gente que ocupaba un lugar en la escala social claramente inferior, gente frustrada en todos los sentidos y sin ninguna clase de futuro. Gente a la que el único placer que la vida les había dejado era fanfarronear sobre éxitos inexistentes con las mujeres. Ese y el de acariciar la esperanza de que alguien se tragase sus alardes.

No era mi caso.

Yo lo escuchaba a causa de este depravado deleite sobre el que he hablado. Y, quizás, también un poco por compasión. A fin de cuentas, era un animador turístico y me pagaban por dedicar mi tiempo a fingir amistad, fingir alegría, fingir atención, fingir que me era indiferente rodearme de mujeres explosivas o del viejo borracho de turno, así como fingir muchas otras cosas que contribuyesen a alegrar las vacaciones a una pandilla periódicamente renovable de turistas.

Por supuesto, el Mellao no me pagaba con dinero. Era un pobre infeliz y no hubiese podido hacerlo, pero ¿qué me costaba a mí fingir un poco de credulidad para alegrarle el día?

El único peligro es que se aficionase demasiado a relatarme sus quimeras y no pudiera quitármelo de encima. Pero mi tiempo estaba tan solicitado por la gente que me rodeaba que dicha posibilidad no era realmente preocupante.

Dicho de otro modo: creía que vivía en una realidad relativamente estable cuya solidez nada, y mucho menos el Mellao, podría poner en entredicho.

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