—Os voy a poner un poco de flan de higos que hacemos aquí en casa. —No, no, no… Estamos llenísimos. Gracias —insistí varias veces. De nada sirvió. El flan de higos estaba en medio de la mesa con dos cucharillas y una pinta deliciosa. —Os gusta, ¿eh? —dijo la señora con la sonrisa más sincera y agradecida que he visto en la vida. —Moltissim —dije con mi punto bilingüe. |
Para la comida del día siguiente. En un supermercado, camino del faro de Cadaqués, hice una compra completa. No quiero contar la noche porque me he propuesto en este capítulo hablar de comida. Cuando en una casa hay cama y horno se tiene todo lo necesario. No hay más que decir. La opción «gratinar» te hace triunfar siempre por muy poco que te manejes en la cocina.
MENÚ PICNIC PLAYA DE CADAQUÉS
Ensalada
Una ensalada de lechuga, canónigos, quesito blanco, una manzana, una codorniz en escabeche (lo probé en un restaurante en Madrid y me gustó la idea… podría ser una lata de atún, pero no es lo mismo… el atún sabe a martes y la codorniz a domingo), vinagre de Módena, unas nueces y un puñado de uvas pasas.
Fiambrera costumbrista de toda la vida.
El primer plato que pensé hacer es el que hacía cuando me iba de picnic con mis padres; aquella fiambrera costumbrista que mi madre preparaba para irnos al Saler, una playa de Valencia. Mi madre ponía en una sartén un chorrito de aceite de oliva y unos tomates en conserva casera. Los freía poniendo sal y azúcar; sí, azúcar. El tomate frito debe llevar algo de dulce para que sepa realmente bueno. Luego, en otra sartén freía solomillo y longanizas cortaditas a trozos. Lo juntaba todo, tomate y carne, y listo para la fiambrera. Me acordé de ella aquella mañana. Pero acordarse de una madre cuando tienes un picnic romántico no es lo más indicado para una cita de esas primeras. Si la relación funcionaba pensaba hacerle esa fiambrera costumbrista dentro de unos meses. Así que decidí ponerme muy Ferran Adrià y lanzarme con unas habas a la catalana. Os cuento:
Habas a la catalana:
Necesitamos habas tiernas, panceta fresca, un poco de jamón serrano, dos cebollas, dos tomates, una rama de menta, laurel, romero y lo importante: butifarra negra, butifarra blanca, tocino fresco, aceite y sal. Pues bien, en una cazuela a fuego lento con un poco de aceite se doran el tocino y la panceta cortados en tiras. Cuando toman el color ponemos el jamón cortado en dados, la cebolla y las hierbas aromáticas, y seguidamente el tomate sin piel. Se deja sofreír todo poco a poco, y cuando se evapora el agua que suelta el tomate añadimos las habas. Hummmm… poned algo de pimienta en ese momento. A los quince minutos ya podemos añadir los embutidos cortados en rodajas y echar la sal que veamos. Se deja cocer todo a fuego suave unos minutillos…
Alimenta y es el típico plato que puedes estar picando mientras te bebes un vino tinto del Penedès.
Esqueixada:
Soy muy caprichoso y me puse con una esqueixada suave. Tiene poca dificultad y se hace en diez minutos. Necesitamos bacalao, tomates maduros, una cebolla, aceitunas negras, aceite y pimienta negra. A ver, vamos.
El bacalao es mejor que esté desalado, lo desmenuzas con los dedos en tiras. Se coloca en una fuente y se cubre con cebolla cortada en tiras finas. Añades las aceitunas, mejor sin hueso. Se corta el tomate en trozos irregulares y se pone por encima del bacalao. Añades un poco de pimienta y aliñamos con bastante aceite. Ya está. Yo la dejé en la nevera un ratito para llevármela fresca a la playa.
Pan para mojar
Y un buen pan de pagès entero, redondo, para cortar con un cuchillo en la playa y poder ir mojando en la fiambrera sobre la marcha.
Hojaldre de manzana:
Tenía tantas ganas de sorprender que me puse a hacer un hojaldre de manzana. Compré una masa de hojaldre congelada y puse sobre ella una manzana laminada (la otra la puse en la ensalada), un poco de mantequilla por encima y un puñado de azúcar y canela. Y al horno un ratillo…, Vi un bote de mermelada en la despensa de la casa y aproveché para poner una cucharada por encima, cuando estaba fría, claro. Mi madre me enseñó a hacer una mermelada de urgencia con un zumo de naranja, azúcar, una cucharada de maicena y todo en un cazo a calentar. Se espesa el zumo y queda algo brillante. Al enfriarse, queda como de pastelería. Pero bueno, ya que había mermelada en la alacena, lo tuve fácil. Me quedó fantástica pero decidí guardarla para la tarde en casa, seguro que habría un rato en la noche en el que apetecería tomarnos algo dulce, algo más dulce, mucho más dulce…
Dulce. Esa es la palabra. Los fines de semana de escapada romántica tienen que ser dulces. Es recomendable compartir un postre con dos cucharillas, es recomendable que haya chocolate con leche en la nevera, es bueno que el entorno sea el mejor.
El móvil lo dejé en la mesa de la cocina, junto a los restos de tarta de manzana, sonando lejos de nosotros. Una escapada romántica —sé que suena cursi hasta el infinito— tiene que ser como obligan en los cines, con los celulares apagados o en silencio absoluto. No vale una llamada en medio de un beso, ni vale actualizar el twitter, ni responder al facebook, ni contestar sms de amigos… No. No, no, no.
Quiero recordar que en la playa pusimos una tela de esas que son medio toalla medio pañuelo en la que colocamos dos platos y el vino. Recomiendo meter en la bolsa dos vasos de plástico —no vayamos a tener un accidente— para brindar, no está de más que lo romántico parezca eso, romántico. No hay que tener miedo a semejarse a un amante almidonado de Jane Austen. Si ama uno, tiene que ponerse gomoso sin llegar a ser lechuguino.
Allí jugaba en casa, yo sé a qué hora se pone el sol y en qué zona de la cala sur se evita la brisa inoportuna y nocturna que refresca tanto que te obliga a salir pitando a casa en busca de abrigo. Era el sitio perfecto. De cine. Como si Almodóvar hubiera preparado un entorno para Penélope y Bardem alejado de fotógrafos. Así que, listo como un zorro británico, saqué de la bolsa un velón blanco para encenderlo entre las piedras con la segunda botella de vino tinto y el segundo cargamento de canciones de Alondra Bentley (recomendada para un momento puesta de sol mediterráneo) y su «Still be there»… Empezamos a besarnos los tres. Alondra y nosotros dos.
Imaginad la escena un segundo. Buena comida, vino bueno, vela, el mar, la música, los besos… Nunca es demasiado. Con música se besa mejor porque al separarte para respirar imaginas que todo es una pantalla de cine y que la vida ha puesto música a tu relación. El beso, el atardecer, la vela, la música y… un maravilloso sabor a tarta de manzana en su boca. Y mi boca.
Sigo.
Tal vez debería contaros cómo se come en Es Baluard, un restaurante con vistas a la bahía, o en Casa Anita y olvidarme de cómo acabó aquel fin de semana de tarta de calabaza, flan de higos, esqueixada, habas y vinos tintos. Pero me pide el cuerpo cerrar la historia como empezó.
Yo volví a Madrid. Digo volví en primera persona porque hubo ese «algo» que rompe las relaciones y que uno no sabe qué es. O sí. El coche alquilado era una caja de tensión sin mecha para hacer arder la pólvora de los sentimientos silenciados que almacenaba el vehículo. Yo, mientras, recogía la tarta de manzana en la cocina y volvía a dejarlo todo como si fuera mi casa, y cogí el móvil, había varios sms recibidos. Demasiados para dos días. Seguía conectado al cargador. Me senté en el borde de la cama y le di a «leer».
Mensaje nuevo: «Yo también te sigo queriendo. Beltrán». ¿Beltrán? ¿Quién era Beltrán? ¿Cómo? ¿Te sigo queriendo? ¡Cómo!
¡…!
Me quedé sin aire. Se me quebró la crema catalana como cuando la rompes con una cucharilla. No era mi móvil. Era su móvil. Su-mó-vil. Me quedé anclado a la cama y el frío que no tuve en la noche anterior en la playa empezó a crujirme todo el cuerpo con la fuerza de un invierno viejo. Me sentí aquel niño que bajaba corriendo desde casa de mi abuela hasta mi casa para abrigarme cerca de la estufa y abrir los regalos. No podía parar de llorar. Esta vez no había regalos, había abierto el envoltorio de mi fracaso.
Os preguntaréis qué hice con el mensaje. Nada. Dejé su móvil en la mesilla e hice la cama como si no hubiera pasado nada, cambié las sábanas y metí nuestra ropa (¿nuestra?) en la maleta. Miré al Mediterráneo cómplice. Cerré las ventanas. Y actualicé mi twitter: «No me gusta compartir calabaza asada». Tenía que haberlo sabido, no se puede comer calabazas en un primer viaje de enamorados. A quién se le ocurre.
Y que te sigo
encontrando guapísimo… Y que ese bastón te sienta fenomenal…
Y desde aquel «cuelga tú… no… tú» han pasado más de cincuenta años… Y parece que fue ayer (si has estado en coma, efectivamente, para ti, fue ayer…) cuando te dijo «buenos días, princesa» por primera vez al oído (ahora ha de gritar un poco más, cosas de la osteoporosis), toda una vida sujetándote la mano en el cine, y cuidando de tu corazón más que del suyo propio…
Si has tenido la suerte de superar con éxito todas las fases anteriores y él ha tenido la deferencia de mantenerse con vida hasta la avanzada edad que compartís, te doy mi más sincera enhorabuena.
Sigue disfrutando,
sigue riéndote, sobre todo, de todo, con todos… y, sobre todo, no pierdas la capacidad de reírte a mandíbula batiente de ti misma. Es lo que más vas a disfrutar, con diferencia.
Mientras aún somos jóvenes damos por hecho que la gente mayor ya no tiene interés por los sentimientos románticos, como si fuesen patrimonio de la juventud. Si vuelven a interesarse por alguien pensamos que lo hacen simplemente para no estar solos, pasando por alto el amor y el deseo, como si hubiesen perdido la capacidad de sentir…
En algún sitio escuché a una abuelita que rebatía este argumento diciendo que
la piel sigue siendo la misma
para una persona de ochenta años que para una de veinte… y que las caricias y los besos se sienten igual, por arrugada que estés… Y tenía toda la razón.
Nunca dejamos de necesitar que nos toquen, que nos mimen… que nos quieran.
Nunca.
Yo espero seguir emocionándome a los ochenta viendo
Los puentes de Madison
, y espero, por favor, que sigan fabricando el helado de vainilla con
cookies
, porque de no llegar acompañada a la vejez, quiero seguir conservando la capacidad de enamorarme… y ya puestos a pedir, quiero poder seguir contándoselo a mis amigas sin necesidad de una médium.
Si has llegado hasta aquí con
ÉL,
has conseguido una de las cosas más difíciles que se nos presentan en la vida: has conseguido
conectar con otra persona
a un nivel profundo. Da lo mismo las broncas que hayáis tenido (algunas épicas, seguro), las veces que las cosas no han salido como esperabas… algunas veces para bien, todas las veces que se ofreció a prepararte «algo especial» y tuviste que fingir que te encantaba quella pasta indescriptible que él sigue llamando musaka, para consternación del mundo griego.
Todo eso pesa menos que la extraña y reconfortante sensación de seguir sintiendo cómo se te eriza la piel de la nuca cada vez que clava la mirada más transparente de la fiesta en tu mirada y te dice al oído «te quiero…».
RECETAS PARA SEGUIR DISFRUTANDO A DOS, A CUALQUIER EDAD.
Todas las recetas anteriores pasadas por la batidora.
No
sería justo que terminara este libro sin dar yo misma alguna receta. Si hay un plato que yo identifico con la felicidad más absoluta son los
spaghetti bolognesa
acompañados de una ensalada de pepinos. Así de sencillo. Pero es que mi salsa
bolognesa
no es cualquier salsa, y esto no lo digo yo, lo dicen todos mis amigos, y en especial mi chico, al que le podría pedir un bolso de Louis Vuitton a cambio de hacérsela (de ahí mi amplia colección de bolsos). Es una receta sencilla y quiero que sepas que es la primera vez que la doy, jamás he consentido, a pesar de ruegos y súplicas, dársela a nadie, pero al principio de este libro te prometí que tendrías un sitio preferente en esta reunión de amigos, así que ahí va…
—500 g de carne de cerdo picada —500 g de carne de ternera picada —tres cebollas —un diente de ajo —vino blanco —un kg de tomate frito Orlando —¼ de ketchup Heinz —sal —pimienta —orégano |
En una olla pones la cebolla picada y dejas que se dore, un poco antes le añades el diente de ajo muy picado. Después añades las carnes picadas y rehogas hasta que esté hecho, le añades sal, pimienta y orégano, rehogas unas vueltas más y le añades un chorrito de vino blanco, rehoga hasta que el vino se haya consumido y le añades el tomate y el ketchup, le das un par de vueltas, lo dejas quince minutos a fuego muy lento con la olla tapada y removiendo de vez en cuando y,
voilà!
, a comer…
Y claro… ahora me dirás: muy bien, pues ya ves tú… ¿¿¿un plato de pasta es lo único que vas a ofrecerme??? Y la respuesta es: no.
También le he pedido a alguien a quien quiero mucho, mucho, mucho, que os regale un secreto de familia, de mi familia…
Mi hermana Maribel
es mi primer recuerdo de vida, es mi hermana mayor, quien me peinaba, quien me bañaba, quien jugaba conmigo, quien me paseaba, dormía a su lado y creo recordar que pasé meses metiéndome en su cama por las noches porque vi por la tele la película del «fantasma de la ópera» y tal fue mi ataque de miedo que durante meses no me separé de su lado.