He invitado a una mujer a la que adoro para que te eche una mano en eso.
Conocí a
Patricia Conde
en la estación de Chamartín, a punto de coger un tren para ir a trabajar fuera de Madrid. La cita era a las 10 a. m. y ella llegó a las 10.25 a. m. Llegó rozando el p. m. Casi el spm. Por mi cabeza cruzaba un pensamiento tipo: «Ya está la rubia guapa tocando las narices». Diez horas después estaba absolutamente enamorada de ella.
Y así sigo.
Es bella por fuera y bellísima por dentro, es gamberra, mal hablada y exquisita. Generosa, romántica… Pero tan práctica que la he visto superar rupturas con la elegancia de quien no permite jamás que alguien le arruine un solo día de su vida.
Es, de verdad, una tía estupenda… aunque la cocina no sea lo suyo.
PRIMERA CENA EN CASA
Por Patricia
Conde
He de reconocer que nunca me ha dado por aprender a cocinar. Hala, ya está, ya lo he dicho. Siempre encontraba cosas más trepidantes que hacer antes que coger una sartén, hasta el punto de llegar a convencerme a mí misma de que era vital verme de una sentada la primera temporada de Sexo en Nueva York antes que acercarme a menos de diez metros de la cocina.
En algunos de mis intentos he tenido que enfrentarme a todo tipo de situaciones límite: con los fritos he llegado a manchar hasta el sacacorchos, por no hablar del olor a fritanga que se te queda en el pelo sin que nadie lo invite. Fracaso total y abandono por KO.
Al cocer cualquier cosa, con el vapor desmesurado que se genera, los poros de la cara se dilatan y el flequillo se riza. Todo lo que hago al horno se quema por fuera mientras que lo de dentro se mantiene crudo de una forma incomprensible que escapa a la razón, y los robots de cocina son una estafa porque ellos, por sí solos, no hacen absolutamente nada: les has de facilitar los ingredientes y cuando quieres darte cuenta eres tú la que está trabajando para esas máquinas malignas.
Inasequible al desaliento, un día decidí hacer una cena en casa, para motivarme. El tiempo corre en tu contra cuando trabajas más de ocho horas diarias fuera de casa, tienes que hacer cena para seis y encima estar mona y relajada para recibir a los invitados.
Me puse manos a la obra: me di una ducha calentita y relajante, me puse una mascarilla en el pelo y otra en la cara (después del peeling facial y corporal). Gel anticelulítico durante la ducha y gel normal. Crema hidratante en el cuerpo y otra parte de reafirmante, crema de día en la cara (aunque sea de noche no te la puedes dejar de poner porque si no brillas mazo)… etcétera. Me sequé el pelo, no sin antes ponerle sérum para darle brillo… y sé que hay más, aunque parezca increíble, pero no puedo recordarlo todo. Cuando me quise dar cuenta había pasado una hora y apenas quedaba tiempo antes de que llegaran los invitados (de los cuales quería impresionar a uno de ellos).
Como el susodicho era vasco, se me ocurrió que sería buena idea hacer bacalao a la vizcaína. Una genialidad, ya ves. Cuando miré el libro de recetas y leí que el bacalao tenía que estar entre veinticuatro y treinta y seis horas en agua fría, cambiando el agua cada seis u ocho horas, me puse a llorar. ¿Cómo es posible que un trozo de pescado muerto requiera más atención que un bebé?
Pensé en un montón de soluciones: metí el bacalao en el horno, me puse a cortar y freír patatas, corté cebolla, abrí el horno, se la puse al pescado, corté pimientos de todos los colores y como no sabía si echarlos al bacalao o a las patatas, hice reparticiones y la mitad para cada uno. Busqué ajos y perejil por toda la cocina para machacarlos y echarlos por doquier al animal porque se lo he visto hacer a Arguiñano y eso siempre queda bien.
Volví a abrir la puerta del horno y aquello parecía Mordor… Me vino una bocanada de aire caliente que hasta me mareé, y me pareció ver a Frodo trepando por el bacalao. Cerré aquel infierno y recordé a mi madre echando vino blanco a todo lo que estuviese contenido en un recipiente en el horno.
Añadí sal, hinojo, ralladura de limón… de todo. Maratón culinaria que acabaría en menos de veinte minutos con mi aspecto de «estoy aquí, tranquilita cocinando con tacones vestida de Chanel y peinada a lo Grace Kelly». Efectivamente, mi aspecto era el de Charlize Theron pero en la película Monster.
Olía a una mezcla extraña entre ajo, pimiento, cebolla… a lonja, refrito… a todo eso a lo que no queremos oler las mujeres a menos que quieras quitarte de encima a un tío, y no era el caso. Inmediatamente después de mi prueba de olfato, me metí otra vez en la ducha sin pensarlo y volví a repetir la operación «belleza y desintoxicación», pero la versión exprés, porque ya no había tiempo más que de «desintoxicación».
Durante la ducha se me ocurrió algo que en ese momento me pareció brillante, ya que todo lo que había «cocinado» resultaba potencialmente letal para el consumo humano. Cuando terminé de arreglarme por segunda vez, bajé al garaje, arranqué el coche y me fui al restaurante japonés más cercano.
Compré niguiris, makis, temakis y sushi, y le pedí al señor japonés que si me podía poner también un par de esterillas de las que usan ellos para enrollar el sushi, una ración bien grande de arroz, el vinagre especial dulce y hojas de algas sueltas.
Llegué a casa y lo preparé todo en la mejor vajilla que tengo. Saqué cacerolas, instrumental de cocina que no sabía ni que tenía, esparcí el arroz por toda la cocina y rompí trozos de las algas, que antes de ser convertidas en rollitos son una especie de cartulina tiesa.
Manché trapos de cocina y las esterillas con ese vinagre especial que solo ellos saben usar y metí el contenido del arroz que no había esparcido por toda la cocina en una olla.
La escena del crimen era perfecta.
Llegué a la siguiente conclusión: si no quería contratar a una cocinera, ni recurrir a mi madre para que me llenase la nevera de tuppers, y mucho menos invertir el poco tiempo libre que tengo en clases de cocina, tenía que buscar un novio que no solo supiera cocinar sino que, además, le gustase. De esos que, cuando tú estás en una reunión a las ocho de la tarde, sabes que al llegar a casa te esperan con un plato calentito de algo muy sano y rico y que, además, va a estar todo limpio (los mejores cocineros son los que menos ensucian: van limpiando mientras cocinan y cuando acaban parece que ahí no ha sucedido nada…).
¿Quién dijo que los hombres no podían hacer dos cosas a la vez?
Os puedo asegurar que hasta tres… ¡Pero eso será en el próximo capítulo!
Y, de repente,
despiertas. ÉL sigue ahí… hemos llegado a la MAÑANA SIGUIENTE.
Antes de nada, te recomiendo que pases clandestinamente por «chapa y pintura». De forma ligera… pero no dejes de hacerlo.
Da igual que todo haya ido bien, regular… o incluso que haya sido un desastre: tu aspecto ha de seguir siendo el mejor de los posibles. Escápate al baño mientras él sigue inconsciente, lávate los dientes, ponte un poco de colorete (nada de rímel, pintalabios, base de maquillaje, quitaojeras o laca), quítate las legañas, hazte una coleta, ponte un poco de perfume… y deslízate de nuevo entre las sábanas. Ahora sí, ya puedes dar por inaugurada La Mañana Siguiente. Como nueva.
En este punto, son
tres las posibilidades
a considerar:
OPCIÓN 1
Te gusta, todo ha ido incluso mejor de lo que esperabas… pero… él se marcha de tu casa con la excusa de que tiene un partido de futbito de solteros contra casados en su urbanización a primera hora, o que han recibido en el hospital el riñón que esperaba y ha de acudir urgentemente allí para ser trasplantado.
Sí, puede que esté escapando, asúmelo. En el caso de la excusa del riñón, asúmelo y apláudele el ingenio. Aprovecha que puedes dormir a pierna suelta cargada de endorfinas, y bien entrada la mañana prepárate un desayuno reponedor para ti sola,
SÍ, TÚ SOLA.
Relájate y disfruta. No le llames, no le envíes mensajes preguntándole qué tal el partido, o si el riñón era de su talla. Espera. Quizá
ÉL
pase a ser… simplemente él.
Si todo va bien y no hay rechazo (en el caso del riñón, espera veinticuatro horas), en poco tiempo habrá dado señales de vida.
Desayuno 1
Desayuno «continental» reponedor: tostadas con aceite, tomate y jabugo, zumo de naranja, fruta fresca, café con leche y una detallada y pausada lectura del periódico. Todo esto, si tienes opción, hazlo al solecito del balcón o la terraza… Tienes todo el tiempo del mundo para ti… y nadie te va a robar el autodefinido del domingo. Disfruta.
OPCIÓN 2
Te gusta y… se queda… Y el desayuno pasa a ser preámbulo de algo más. La mañana siguiente, por obra y gracia de un oportuno y sugerente «¿te apetece un café…?», se convierte en vuestra primera mañana juntos… y quizá vuestro primer mediodía juntos… vuestra primera tarde juntos…
A más de uno que yo conozco le gustaría desayunar al lado de
Raquel Sánchez Silva,
aunque no conozco a tantos que podrían estar a la altura de hacerlo. Raquel es poderosa, una de esas mujeres que hacen temblar la acera a su paso, pero es tierna y frágil y dulce, supongo que en eso consiste su poder. Porque cuando ella entra, nadie quiere salir… ¿Un café?
Desayuno 2 (a dos)
Receta
de Raquel Sánchez
Silva
La compra de la mañana después:
—huevos (media docena) —jamón ibérico extremeño de bellota (150 g) —café, té y tila —leche desnatada y entera (dos botellas) —dos tomates maduros —naranjas de zumo —fresas (¼ de kg) —mangos (dos) —yogures griegos (dos) —queso fresco —queso de oveja curado —miel —membrillo —un limón —azúcar |
Con estos ingredientes tienes tres opciones de cocina matinal, las mismas que pueden hacer de ese desayuno un desayuno inolvidable en las tres situaciones que ahora describiré. Sé que parece complicado en principio (no en la elaboración sino en la descripción de los supuestos). Pero tranquilas. Lo que quiero decir es que un desayuno puede ser inolvidable por muchas razones, tantas como una noche. Inolvidable porque no lo quieras olvidar. Inolvidable porque lo quieras olvidar y no puedas. Inolvidable porque los traumas son así, inolvidables.
Estos son nuestros tres supuestos:
1. |
Has pasado una noche magnífica, agotadora, sexual y romántica. Una noche diez. Quieres que no termine. Que no se haga de día. Que no haya despedidas sino «hasta luegos» y breves en el tiempo. Sí, te ha gustado. Y mucho. ¿Qué haces cuando sale el sol? Probablemente hayas dormido apenas tres horas rota de cansancio. La habitación te huele a flores aunque no haya flores. Las sábanas parecen sedosas aunque estén enredadas y manchadas de ti y de él. Y las horas de sueño son minutos desperdiciados. Es probable que te hayas despertado con una sonrisa tonta y que él duerma a tu lado tranquilo. Minutos mirando y pensando: «Por favor, que no se acabe». Esa fuerza de la naturaleza, que eres tú, hará que, con mimo y extremo cuidado, salgas de la cama sin hacer ruido. Cerrarás la puerta a cámara lenta no sin antes echar un último vistazo a tu cama y a esas cuatro paredes que parecen más luminosas que nunca. La cocina te espera. Harás sigilosa café. Calentarás leche entera y sacarás el azúcar y una cuchara con ánimo de una nueva dulzura. Otra más. Prepararás un plato con jamón ibérico y seleccionarás con cuidado qué tomate vas a cortar en rodajas y cuál utilizarás para untar el pan. Un buen aceite de oliva y sal. Tostarás el pan sin dejar de mirar el dorado perfecto mientras bates los huevos para el revuelto. Como padeces del estómago, aunque hace horas que no te duele, sacarás un exprimidor de naranjas manual y con aplomo y fuerza prepararás un zumo fresco. Una generosa pieza de queso fresco con la miel a mano y el membrillo en tiras. Batirás el mango con el yogur y probarás cada añadido de azúcar y ralladura de limón. Un lassi indio de postre. El exotismo que quieres prolongar porque te lo llevarías a la India tres meses a ver caer decenas de soles. Pondrás la mesa. Sacarás todos los cubiertos. Buscarás servilletas de tela bien planchadas. Cuando suba el café, calentarás la leche en un cazo. Entera para reponer fuerzas. La sartén no demasiado caliente para hacer del huevo batido el revuelto más jugoso de la semana. Revuelto. Revueltos. Con todo listo, irás a la habitación y le despertará un beso en la boca y otro en el ombligo. Desayunaréis felices y hambrientos. Le dirás «quédate» en cada tostada. Crujirá el pan. Enfriará el zumo. Recalentará el café. Ese jamón pedirá nueva carne. Y el postre cremoso exigirá otro beso, y otro, y otra sábana, y otra noche. Te gusta. Y se lo has dicho sin decirlo. Solo desayunando.
2.º supuesto |
En nuestro segundo supuesto, la noche ha sido un gran error. Te has aburrido. Has fingido de nuevo para no tener que discutir. Y has deseado que llegara la mañana siguiente para no tener que soportarle ni un minuto más. Estarás dormida pero inquieta. Ansiosa por limpiar las pruebas de lo que ojalá no hubiera ocurrido. Y ahora, como buena anfitriona, y por encima de todo, una señora, llega el momento de la despedida. Si no te sientes con fuerzas de inventarte en domingo que tienes trabajo y que un coche te espera en la puerta para llevarte al otro lado del país, tendrás que hacer cierto desayuno. Y digo cierto porque puedes ser más o menos generosa dependiendo de lo estúpida que seas. Y aunque todas somos estúpidas a veces, vamos a suponer que ese día no estás para estupideces. Entonces, te levantas como siempre, haces el ruido que te toca, te lavas los dientes sin reparar en tus ruidos bucales, sales de la habitación sin mirar atrás y sin cerrar la puerta. Calientas café de ayer en el microondas, que pita cuando termina. Pita al minuto y dejas que pite veinte segundos más. Calientas la leche en el microondas y dejas que pite cuando termina, pasado el minuto, cuarenta segundos más. Has pensado en regalarle las naranjas a tu vecina porque tienes el estómago hecho unos zorros porque sí, nena, había que tener estómago y tú no lo tienes ya. Pregúntale a tu úlcera, que no te perdona excesos emocionales y bajos perfiles sexuales. Tu úlcera es como tú, exquisita. Entonces, si no te gusta la fritanga, ¿para qué te comes un empanadillo de media noche? ¡Sabes que te sienta mal! Sabías que te sentaría mal pero dale que dale, bueno que bueno, y ahora estás aquí. Y quieres que se vaya. El jamón ibérico para cenar sola. Los tomates y los huevos para comer sola. El pan para las palomas si hace falta. Todo menos darle alas. Regresas a la habitación y abres la persiana sin piedad. «Buenos días. Me voy a correr. ¿Quieres un café? Está todo en el microondas. Yo me voy a duchar. Perdona la prisa, pero soy una mujer de costumbres (alguna buena, piensas). Tus zapatillas están en el salón. No te preocupes por la cama (sabes que no tenía intención de hacerla pero no te ahorres la puñaladita que te la puedes cobrar por la pérdida de tiempo).» Deja atrás la habitación, camina resuelta por el pasillo y dúchate tranquila. Tarda en salir. Hazte una mascarilla de pelo, otra facial y depílate si hace falta. «¿Dónde está el azúcar?», oirás al otro lado de la puerta. «Creo que no queda», responde. Sal de la ducha y enciérrate en tu habitación. Ponte ropa de deporte. Enfila el pasillo. «¿Qué tal? ¿Ya te has tomado el café?» «Es que sin azúcar…» «Ya, yo tomo infusiones sin nada más. Así, a palo, amargas. Bueno, la cafetería de enfrente estará abierta. Perdona que no haya podido preparar más pero tengo prisa (la misma que tenías tú anoche). Corro. Por las mañanas.» Avanza hacia la puerta. Sonríe. «Bueno, Damián, perdón, Manuel, ya nos veremos.» Dos besos desganados y un adiós. No llores. Llama inmediatamente a una amiga para reírte de ti misma. Saca el azúcar del cajón de las sartenes, prepárate un bocata de jamón ibérico calentito y trocea un mango jugoso. Después, vuelve a la cama. Tu cama. Después del desayuno. Tu desayuno.
3.º supuesto |
En nuestro tercer supuesto, tú ya te has levantado y estás en el minuto veinticinco de los preparativos del primer supuesto. Entregada a la conquista preparas la primera receta con dulzura y esperanza. Pero antes de que termines de preparar el lassi, oyes la ducha. Se ha levantado. Piensas, bien, es de los míos. Le gusto. Tiene hambre. Quiere verme. Prefi ere disfrutar de nuestros minutos de día juntos a dormir. Voy a hacerle el amor de nuevo en la segunda tostada, entre el zumo de naranja y el lassi, entre el queso curado y la miel, con el queso fresco en la boca y, si hace falta, una fina lámina de membrillo en la frente. No estoy loca, pero soy exótica. El amor es lo que tiene. Esperas que venga a darte los buenos días en toalla pero llega vestido a la cocina.