Sherlock Holmes y los zombis de Camford (2 page)

Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online

Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

—Basta, Mercer —dijo Sherlock Holmes—. Tenemos trabajo que hacer. Nuestro común amigo Barker se ha encontrado con una pequeña dificultad, y quizá nuestra colaboración pueda serle útil.

—¿Qué tengo que hacer?

—Por el momento, me temo que tendrá que preparar usted la maleta, pues nos marchamos de viaje.

—¿Adonde?

—¿Recuerda usted el encarguito que le hice hace cosa de un mes? Ese asuntillo de
Commercial Road
y la agencia de envíos de un caballero de Bohemia… ¿cómo se llamaba?

—Dorak —respondí—. Es un viejo honrado. ¿No lo juzgué bien?

—Seguro que sí —dijo Sherlock Holmes—, pero el problema es que el asunto llegaba al continente, hasta Praga en concreto, y parece que hay algún cabo suelto que, curiosamente, ha caído en manos del amigo Barker. De modo que vaya a recoger lo imprescindible para salir de Londres, pues esta misma tarde nos vamos a Camford. El mismo señor Barker le explicará los detalles cuando salgan de
Baker Street
.

Lo malo de andar rebuscando en la basura es que uno acaba ensuciándose. Eso nos sucede a todos los sabuesos —y ahí no puedo librar ni al señor Holmes—, y era lo que le había sucedido a Anton Dorak, un anciano extranjero afincado en Londres, que tenía una agencia de envíos internacionales más o menos «especiales».

No es que fuera un contrabandista, pero lo cierto es que sus clientes eran de los que rehuían las vías convencionales para recibir sus diversos géneros de fuera de Inglaterra. Por ejemplo, Dorak recibía un medicamento especial realizado en Praga para reenviarlo a un profesor de Camford. La sustancia en cuestión era un milagroso «elixir de la juventud" cuyos efectos secundarios no estaban del todo estudiados… El doctor Watson publicó hace poco una crónica acerca del caso (el único en el que aparezco mencionado, por cierto) del profesor Presbury, que era una eminencia en el campo de la fisiología, un científico reconocido en toda Europa… y también era un viejo verde que estaba en tratos casamenteros con una jovencita, Alice, hija de su compañero de cátedra, el profesor Morphy. El pobre hombre se vio en la tesitura de recurrir a un oscuro y proscrito médico llamado Lowenstein, que le aseguró que podría restituir algo del antiguo "vigor juvenil» que el profesor necesitaba para impresionar a la muchacha… y para poder cumplir con sus obligaciones maritales. Como el suero de Lowenstein estaba fabricado con las glándulas de no sé qué mono asiático, Presbury comenzó a sufrir una especie de metamorfosis que le proporcionó una gran fuerza y agilidad, así como cierto instinto malévolo y salvaje, completamente irracional. Según el doctor Watson, ni siquiera su perro era capaz de reconocerlo, y el animal acabó por rebanarle la garganta de un mordisco. Y ese fue el punto final del caso.

Evidentemente, Dorak no sabía nada de todo esto, pues era solo un intermediario, y tal y como indiqué en su momento al señor Holmes, no era más que un buen hombre, honrado hasta donde podía serlo… aunque eso no fue óbice para que se convirtiera en un eslabón más en la cadena del asunto que Watson tituló
La aventura del hombre que reptaba
.

En octubre de 1903, la historia de Presbury solo era un rumor en los clubes de Londres, en los círculos universitarios, y en algunos sectores de la clase alta… Y precisamente por esta vía llegó el asunto a oídos de Bernard Barker.

Al salir de
Baker Street
, el bigotudo detective me invitó a tomar un trago en una taberna de la
City
, y me explicó el caso.

—Sinceramente, Otis, toda esa historia me habría parecido una superchería de principio a fin, de no haber estado de por medio mi antiguo rival, el venerable Sherlock Holmes. Cuando el viejo Lord Billington, que es un camarada de mi Orden, vino a verme para que averiguara lo que pudiera sobre el dichoso «suero de la juventud», estuve a punto de proponerle que se olvidara de semejante tontería y tomara jalea real o algún remedio casero… Pero ya sabes que en mi hermandad debemos guardar las formas y tomar en serio a nuestros compañeros.

—Así que decidió usted venir a
Baker Street…

—No, no; esto sucedió la semana pasada. Me limité a enviarle una nota a Holmes solicitando información que pudiera serme útil, y me facilitó el nombre de Dorak, a quien ya conoces.

—Un viejo amable y simpático —dije—. No me hizo falta apretarle las clavijas.

—Bien, pues Holmes también me indicó que el tipo austríaco que fabricaba el elixir tenía otro cliente en Inglaterra, de modo que me marché a
Commercial Road
para hablar con el viejo Dorak.

Aquello me pareció muy interesante, pues en esos momentos yo no conocía más detalles del caso de Presbury que los que el señor Holmes había tenido a bien contarme… y por supuesto, no eran demasiados.

—¿Y quién era ese otro cliente? —pregunté.

—Dorak no fue tan amable conmigo como contigo.

—No creo que usted fuera amable con él, Barker.

—Me aseguró que no conocía el nombre de esa persona, solo unas iniciales: A.M. Pero lógicamente, tenía sus señas. Camford, de nuevo.

—¿En serio?

Barker asintió.

—De modo que me desplacé hasta allí. Y resulta que la dirección que me había dado Dorak era un solar vacío, en un lamino a la salida de la ciudad. No había más que hierbajos y charcos.

Me eché a reír.

—El viejo Dorak le tomó el pelo, ¿eh, señor Barker? ¿Qué había hecho usted, ordenarle que le entregara su libro de clientes? ¿Le había dado un sopapo, quizá? ¿Le había retorcido un brazo a ese poco fornido anciano?

—No, nada de eso —dijo Barker, haciéndose el ofendido—. Yo no lo había maltratado. Pero en efecto, pensé que me había engañado. De todas formas, decidí que ya que estaba en Camford, podía hacer una visita al profesor Presbury… aunque admito que Holmes me había sugerido con cierta vehemencia que dejara tranquila a esa gente. En cualquier caso, tomé un coche y me dirigí a casa del profesor, donde me recibió en la puerta un individuo corpulento y malencarado que se identificó como Macphail. Alegó ser el cochero de la familia, que en esos momentos estaban pasando por unos momentos muy delicados, y que volviera otro día… o mejor, nunca. Cuando insistí, Macphail me empujó y me echó de allí poco menos que a patadas.

—Tiene usted un problema de carácter, Barker —dije sonriendo.

—No, no es eso, Otis. Allí sucede algo. Y no es solo que el profesor Presbury esté en cama, curándose la mordedura de un perro. Hablé con los vecinos, que tampoco fueron muy comunicativos conmigo, y me aseguraron que desde hacía cosa de un mes, habían empezado a escuchar… gemidos.

—¿Gritos?

—No, gemidos. Esa es la expresión que utilizaron. Y… bueno, luego está el perro.

—¿El perro de Presbury?

—Sí. Lord Billington me había hablado del perro, que actuó de un modo extraño con el profesor.

—Había dejado de reconocerlo como su amo cuando Presbury empezó a tomar el suero. Eso me contó Sherlock Holmes.

—Así es. Lo habían encerrado en las caballerizas. Y allí seguía. Esa noche, me introduje en la propiedad subrepticiamente y eché un vistazo al animal por una de las ventanas. Le sucedía algo.

—¿Qué quiere decir, Barker?

—Se lo he explicado a Holmes, y creo que este detalle es el que le ha hecho decidirse a ir a Camford, aunque con él nunca se sabe… Otis, el perro no se movía. Estaba atado con una gruesa cadena, tumbado, y no se movía. Ni siquiera respiraba.

—Estaba muerto.

—No. No tenía un cuenco con agua, ni comida, ni nada. No se movía. Pero cuando me vio manipulando la ventana para entrar y echar un vistazo de cerca, se incorporó. Muy, muy lentamente.

—Como si fuera a atacar, ¿verdad?

—Exacto. Pero no lo hizo. Se limitó a mirarme mientras yo me deslizaba hasta el suelo. Entonces avanzó en mi dirección hasta que la cadena lo detuvo. Y entonces… gimió.

—¿A qué se refiere?

—No ladró. No aulló. Eso fue… una especie de gemido grave y triste. Creo que eso es lo que habían oído los vecinos. Fue muy desagradable, Otis. Y lo peor de todo, ¿sabes?, era el olor a putrefacción. A corrupción. A carne podrida.

Barker hizo una pausa para beber un largo trago de cerveza y continuó.

—Me aproximé un poco para verlo y olerlo más de cerca. Y entonces me percaté del agujero que tenía en la cabeza.

—¿Un agujero?

—Mi puño habría cabido ahí dentro. Es un perro lobo enorme. Y el agujero estaba allí, justo donde debería haber estado el cerebro. No me extraña que gimiera. Y no entiendo por qué diablos esa gente no ha rematado al animal.

—¿Lo tocó usted?

—¿Estás loco? No me gustó nada su aspecto. Di media vuelta y volví por donde había venido. Te diré algo, Otis: Estoy seguro de que si me hubiera acercado un poco más, esa cosa me habría arrancado el brazo. A ese animal le pasa algo muy raro.

La verdad es que nunca había visto a Bernard Barker así. Sé que es un hombre difícil, orgulloso, y no demasiado agradable. No siento mucha simpatía por él, pero jamás lo había creído un cobarde. Por eso me resultó tan sorprendente verlo asustado.

—¿Y Dorak? —pregunté, intentando cambiar de tema, pues Barker parecía ensimismado, con esa expresión en su rostro, una que yo nunca antes había visto.

—Fui a verlo ayer. No me había engañado.

—¿Cómo lo averiguó?

—Le aticé. No sabe quién diablos es A.M., ni sabía que estaba enviando las ampollas de suero en mitad de la nada. También dice que nunca ha tenido queja alguna de su misterioso cliente. Cree que soy yo el que está equivocado.

Apuré mi cerveza de un trago.

—¿Y entonces?

—Entonces —dijo, y se metió la mano en el bolsillo de su abrigo—, he decidido hacer la siguiente entrega en persona.

Y me mostró un frasquito en cuyo interior había un líquido de intenso color rosado, casi púrpura.

—Es el suero del mono —dije.

—Sí. Le he consultado a Holmes, pues pensaba que estaría interesado en tener noticias acerca del caso Presbury, y lógicamente, no le ha gustado que desoyera sus consejos, ni que tenga en mis manos una ampolla de este «peligroso veneno», como lo ha llamado él. También se ha sorprendido ante el hecho de que fuera el cochero, que según Holmes, vive en una habitación de las caballerizas, quien me abriera la puerta en la casa de Presbury. De ahí que nos vayamos todos a Camford.

—¿Y por qué no le ha entregado usted la botella a su cliente, el lord? Se ahorraría un montón de problemas, Barker.

El detective de Surrey se puso en pie, dispuesto a marcharse.

—Por dos motivos, Otis: Porque al contrario que tú, no soy ningún ladrón de baja estofa, sino un detective. Y también, porque quiero saber quién demonios es el tipo que deja como dirección de contacto una sección de un camino en mitad de ninguna parte.

Y dicho esto, salió por la puerta del local, y me dejó a mí pensando en la eterna juventud y en perros muertos.

II

E
L HOMBRE DE LA PIEDRA MÁGICA

Myrtelle me dio unas libras —hablo de mis propias libras, es decir, las que ella me guardaba; nunca he sido la clase de hombre que vive del dinero que traen a casa una o varias mujeres— para el viaje a Camford, y se despidió de mí con un beso. Y me pidió, cosa insólita, que tuviera cuidado. Eran las cinco de la tarde, pero pude ver que la botella de ginebra ya estaba casi vacía… El alcohol hacía que mi amiga se pusiera cariñosa. Como todo hijo de vecino, vamos.

Paré por un bar para comprar unos emparedados, y cuando llegué a la estación de
Charing Cross
, Sherlock Holmes estaba hablando con uno de sus pilluelos en el vestíbulo, concretamente con un pequeño vendedor de periódicos. Vi cómo le entregó una nota y unas monedas, y el chico salía volando de la estación, cargado con sus ejemplares del
Times
o del
Star
, correteando peligrosamente por entre las vías, y envuelto en el vapor de una de las locomotoras.

—Llega usted puntual, Mercer —me dijo—. Aunque me temo que no puedo decir lo mismo del amigo Barker. Por cierto, veo que sigue alojado en el local de la señorita Dunbar. No habrá dejado de saludarla de mi parte, ¿verdad?

Me limpié el carmín de la mejilla con el pañuelo, y lamenté no haber llevado en la maleta agua de colonia con la que disimular el olor de la ginebra barata. Es lo que pasaba cuando uno andaba por ahí con Sherlock Holmes: no había secretos para él. Por ejemplo, me enteré por el señor Holmes de que Myrtelle «la Gorda» se llamaba en realidad Martha Dunbar. No es que yo le encargara que lo investigase para mí (¡jamás se me habría ocurrido cometer semejante ordinariez, como si yo fuera un vulgar marido!), pero el Maestro —pues había mucho que aprender de él— tenía incluso más contactos que yo en el bajo mundo.

—Nos espera un viaje interesante —dijo.

—El señor Barker me ha puesto al día.

—Me refiero al resto de viajeros. Allí tiene a un caballero del Servicio Secreto de Su Majestad, ¿lo ve? Ese hombre de cabello castaño, que camina con aire marcial, por supuesto, el del abrigo rojo, maletín verde y un estoque camuflado como bastón. Y también tenemos a una damisela en apuros por culpa de sus infidelidades, ¿eh, Mercer? Allí, subiendo al vagón en estos momentos, la muchacha rubia del sombrerito rojo, adquirido a última hora en la boutique que está aquí mismo, en el
Grad Hotel
, a la vuelta de la esquina… Y lo mismo vale para su vestido, que aún lleva colgando la etiqueta con el precio y el nombre del establecimiento… ¡Qué descuidada…! Pobrecita, me temo que la cazarán. Y por supuesto… ¡Ah, sí!, también tenemos a un intrépido aventurero que acaba de regresar de Sudamérica como heredero de una importante fortuna y… ¡Hola!, ¿qué es esto? Vaya, vaya… Sí, una fortuna en oro, y algo más, sí, algo incluso más valioso… Quizá deberíamos acercarnos a él, ¿no cree, amigo mío?

No tenía ni idea de quiénes eran esas personas, y no logré identificar a ninguno de ellos. El andén estaba atestado de gente de todo tipo, hasta el punto de que un joven rubio y elegante acababa de ser atropellado por un carro de maletas. Pero por suerte no parecía haber sufrido daño, pues ni tan siquiera dejó de leer el periódico que sostenía. Lo cierto es que, de entre la multitud, solo pude deducir que un viejo escocés bigotudo tenía intención de ir a pescar porque llevaba encima los aparejos, y que nuestro futuro inmediato se iba a convertir en un infierno si compartíamos asientos con la señorita del perro faldero que no dejaba de lanzar sus estridentes ladridos. Lo que me llevó a pensar en otra cosa:

Other books

The Society of Thirteen by Gareth P. Jones
Wish Me Luck by Margaret Dickinson
Blood Work by L.J. Hayward
The Official Patient's Sourcebook on Lupus by James N. Parker, MD, Philip M. Parker, PH.D
Trusting Love by Dixie Lynn Dwyer
Fall On Me by Chloe Walsh
Murder on Olympus by Robert B Warren