Sicario (18 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Dieciocho; a veces llegaron a ser veinte.

Había más de cinco mil donde escoger, pero Abigail insistió siempre en que masificar «El Sótano» hubiera resultado un error, pues por mucho que nos lo propusiéramos jamás conseguiríamos ayudar a todos los niños miserables de Bogotá, y siempre era preferible hacer las cosas bien con unos pocos, e intentar de ese modo que cundiera el ejemplo.

Aquello costaba una fortuna.

Lo sé porque era Ramiro el encargado de las cuentas y cada día sudaba tinta y se llevaba las manos a la cabeza al repasar las facturas.

Dieciocho chicos comiendo como si nunca hubieran comido, y ciertamente la mayoría apenas lo habían hecho, devoraban como buitres, y a eso había que añadir ropa, zapatos, médicos, medicinas, maestros, personal de limpieza, algún dinero para sus gastos, luz, agua... ¡Una auténtica fortuna! Sin embargo Abigail se sentía más feliz que nunca, porque aunque había pasado años fuera de Bogotá, al parecer jamás se borró de su mente el recuerdo de las miserias que había vivido de niño, y al volver y enfrentarse de nuevo a ellas, debió comprender que le resultaba imposible encontrar la paz si no hacía algo por los que sufrían lo que él había sufrido.

¿Entiende ahora por qué no podía menos que adorarle? Cualquier otro en sus circunstancias se habría limitado a disfrutar de lo mucho que la vida le había proporcionado, dando la espalda a los que habían quedado atrás, pero él no sólo quería ayudarnos a Ramiro y a mí, que habíamos sido sus amigos de la infancia, sino que se sentía obligado hacia todos los que siempre consideró como «su gente».

Tenía dinero, amistades, presencia y preparación suficientes como para codearse con la mejor sociedad y aspirar incluso a una carrera política, ¡ya quisieran la mayoría de los políticos tener sus dotes!, pero se sentía mucho más a gusto jugando al fútbol con un grupo de chicuelos, o explicándoles la diferencia entre un Greco y un Botero, que en un club de golf o en los salones de la élite.

Redujo incluso el círculo de sus amantes hasta dejarlas en dos o tres de lo más escogido, y recuerdo con especial afecto a una de ellas —la llamaré Daniela—, hija de un ex presidente y miembro de una de las familias más influyentes de Colombia, que demostraba, de igual modo, una sincera preocupación por los problemas de su pueblo y los «gamines» Era una muchacha dulce y tímida, de una belleza extraña que en ocasiones superaba todo lo imaginable aunque instantes después pareciera incluso fea, y de la que se diría que libraba una feroz batalla en su interior entre el amor filial y lo decepcionada que se sentía por el hecho de que cuando al fin su padre accedió a la presidencia, olvidó de improviso todos sus ideales, y se dedicó, como la inmensa mayoría, a robar y permitir que los que le rodeaban se corrompieran hasta límites inconcebibles.

Siempre decía que el mundo no podía tener arreglo si aquellos a quienes más amamos y en quienes más confiamos no son capaces de hacer nada por mejorarlo cuando pueden hacerlo, y sentía tal animadversión hacia los políticos, que a menudo incluso ponía en un compromiso a Abigail cuando se veía obligado a tratar con ellos.

Nada hay que moleste y ofenda más a una oligarquía que se considera desde los tiempos de la conquista la «raza» elegida por Dios para conducir los destinos de la patria, que el desprecio y los reproches de un miembro de su casta, y por ello Daniela contaba con el mayor número de selectos enemigos que haya visto nunca.

Necesitaría conocer muy bien Colombia para entender lo que quiero decirle, pues allí la sociedad no forma, como se supone que ocurre en la mayoría de las naciones civilizadas, una especie de pirámide en la que abajo están los pobres y luego se va estrechando para llegar a la cúspide, sino que en mi país se trunca de improviso, con una masa hambrienta que nunca tendrá nada, una débil capa de militares, funcionarios y gentes de clase media, y luego, como si estuvieran flotando en el aire por gracia divina, esa élite formada por medio centenar de familias que se aman o se odian, pero que siempre acaban aliándose por lazos de política o matrimonio.

La entrada en escena del dinero del narcotráfico con su prodigioso potencial no ha cambiado mucho las cosas, y tenga por seguro que cuando la fiebre pase, la «marimba» y la «coca» dejen de rendir beneficios, y los que parecen ser ahora dueños del país caigan bajo las balas, sus fortunas irán a engrosar de un modo u otro las fortunas de siempre, porque desde hace quinientos años conocen los resortes que mueven todos los hilos, y cambiarán incluso la Constitución si es que hace falta, para que ese dinero «sucio» quede en sus manos, y además tengamos que darles las gracias por aceptarlo.

Daniela lo sabía.

Había nacido y se había criado en el podrido corazón de la manzana, y eso le permitió ver y escuchar tantas cosas, que cuando hacía referencia a las conexiones entre el narcotráfico y el poder, la justicia, el Ejército e incluso el clero, no hablaba a tontas y a locas, sino que tenía datos muy concretos que nadie conseguiría nunca rebatirle.

Y es que es así, señor, no debe llamarse a engaño. Yo mismo he visto a un ministro comprar un Modigliani —ese que pintaba a la gente flaca— por la décima parte de su valor, y no obstante Abigail aseguraba que estaba haciendo un magnífico negocio, pues quien en realidad lo había pagado jamás discutía el precio.

También recuerdo que en una ocasión me tuve que plantar en una esquina para que un juez del Supremo pasara por allí y pudiera adquirir como por casualidad un billete completo de lotería.

Lo más curioso del caso estriba en que el billete corresponde al premio gordo del sorteo anterior.

Supongo que se preguntará cómo es posible que un hombre de la talla de Abigail Anaya se prestara a formar parte de ese juego.

Con respecto a la corrupción en mi país la cuestión es muy simple: o corrompes o te corrompen, y Abigail opinaba que ambas cosas venían a ser en el fondo lo mismo, por lo que más valía ser de los primeros ya que siempre es preferible que te deban favores, a deberlos.

Aún ignoro muchas cosas sobre Abigail Anaya, sería estúpido ocultarlo, y reconozco que hay detalles en su comportamiento y pasajes en su vida de los que no tengo la más mínima idea, sospechando como sospecho lo peor, pero admito que jamás me preocupó lo que pudo haber hecho en otro tiempo o cuáles eran sus más secretas relaciones, puesto que lo que importaba de él era su profunda humanidad, lo bien que se portó con Ramiro y conmigo, y lo bien que se portó en realidad con todos cuantos le rodeaban.

Guardaba grandes secretos, eso es muy cierto, y debía existir algo en su pasado que con frecuencia le atormentaba; algo que sin duda se encontraba directamente relacionado con su padre, que, por lo que supe más tarde, había acabado casándose con una aristócrata italiana viuda de banquero neofascista.

Son temas en los que sinceramente prefiero no adentrarme, pues lo poco que sé lo sé de oídas, y no creo que haya venido hasta aquí para escuchar rumores, sino para que le siga contando mi historia y la de los confusos asuntos en que me vi mezclado.

Recuerdo, sin embargo, que en aquel tiempo me consideraba uno de los hombres más felices de la tierra, pues aprendí a conducir un coche, realizar algunas cuentas, distinguir los cuadros buenos de los malos, utilizar como era debido los cubiertos, e incluso me acostumbré a bañarme todos los días y usar desodorante. Tenía que dar ejemplo a los muchachos y le advierto que cuando te habitúas, eso del baño llega a ser incluso agradable.

Si olía mal, Abigail, que en cuestión de higiene era muy suyo, me echaba del coche o me enviaba a comer a la cocina, y eso me molestaba tanto que cada tres o cuatro horas me iba a mi cuarto a cambiarme de camisa y lavarme los sobacos.

Tanto Ramiro como yo teníamos un montón de camisas y tres trajes de lo más elegante, y el día de Navidad Abigail nos regaló un reloj de oro y un alfiler de corbata a cada uno.

Ramiro continuaba estudiando día y noche hasta el punto de que pronto tuvo que usar gafas porque de tantas horas sobre los libros a veces se mareaba.

Siempre tuve la impresión de que Abigail se sentía más orgulloso de él que de mí, aunque también estoy convencido de que por mí sentía más afecto. Al fin y al cabo no era mi culpa si no había nacido con cabeza para los libros, ni ocasión de estudiarlos.

Cada vez pasábamos más tiempo en el «El Sótano» que se estaba convirtiendo en un saco sin fondo, pues a Abigail se le ocurrían cada día nuevas ideas, y al campo de deportes le añadió un gimnasio, luego una biblioteca, más tarde un taller de prácticas para los que no se sentían capaces de estudiar algo con fundamento y preferían especializarse en mecánica, y así mil cosas que sería harto complicado enumerar, pero que hacían que uno tras otro los cuadros que cubrían las paredes de la quinta se fueran descolgando, para ser sustituidos por simples copias u originales carentes de valor.

Ramiro le advertía de que aquello era una locura y al paso que iba quemaría su patrimonio por grande que éste fuera, pero Abigail se reía de sus temores replicando que ningún Degas fue nunca tan bello como el que sirvió para pagar la biblioteca, y que prefería ver cómo los chicos jugaban al baloncesto que sentarse a contemplar un Renoir.

Estaba claro que por cuestión de edad no podía considerarse el padre de los muchachos, pero sí su hermano mayor, y a veces creo que ya desde muy pequeño Abigail debió experimentar esa extraña necesidad de convertirse en hermano mayor de los necesitados, pues ése era en el fondo el papel que había desempeñado con nosotros en aquellos lejanos tiempos de primitivo sótano.

No me lo pregunte. Era su forma de ser y es todo cuanto puedo decirle. Quizás uno de esos siquiatras a los que tan aficionados son los «gringos» sabría aclararle más cosas, pero lo que es yo, me limito a contarle mis impresiones sin tratar de sacar conclusiones aventuradas.

Le querían y respetaban. Salvo algún que otro resabiado y «coño-e-madre» de los que no había forma de sacar partido por mucho que lo intentaras, el resto respondía de maravilla y se esforzaban por aprender con tanta rapidez que con frecuencia me avergonzaban.

A veces me sentaba en el fondo de la clase, sobre todo cuando hablaban de Historia o Geografía, y fue así como aprendí a salto de mata las cosas que sé, aunque debo admitir que salvo un poco sobre la situación de los países y la vida de Colón, Bolívar y Alejandro Magno, el resto se me confunde cantidad.

A veces ocurrían cosas muy curiosas, y recuerdo un día muy especial, a principios de diciembre del segundo año, en que de pronto tres coches se detuvieron en la entrada y un tipo pidió permiso para que su patrón visitara a los muchachos.

A Abigail no le gustó la idea de que nos relacionaran con uno de los «narcos» más brutales del país, pero como su gente parecía muy capaz de abrirse paso a la fuerza, les franqueó la puerta y le enseñó la casa.

Aquel fulano era en verdad, muy bestia. El tipo más animal que jamás me haya echado a la cara, y costaba trabajo aceptar que semejante orangután tartamudo hubiese amasado una fortuna de casi quinientos millones de dólares, pues podría creerse que incluso el hecho de dar los buenos días le costaba tal esfuerzo que le dañaba el cerebro.

Se limitó
a
escuchar atentamente y observarlo todo con sus ojillos de morsa, para volverse por último a su lugarteniente y tartajear roncamente: —Quiero uno, cuatro veces más grande.

Se despidió y se fue, pero a los tres minutos volvió su lugarteniente con una bolsa de papel que le entregó a Ramiro «para la Navidad de los muchachos».

Cien mil dólares.

¡Como lo oye! Aquel animal; aquel asesino con más muertes sobre su cabeza que pelos yo en las piernas, nos regaló cien mil dólares «Para la Navidad de los muchachos», y ordenó que le construyeran en Medellín un refugio mayor que el nuestro.

Por suerte para muchos y por desgracia para unos cuantos, lo mataron antes de que pudiera terminarlo.

Es el tipo de cosas que sólo ocurren en mi país, donde miles de personas se mueren de hambre sin que las autoridades se inmuten, mientras un asesino sin escrúpulos dedica millones a obras de caridad.

Aquel dinero venía muy bien, cubriendo el presupuesto durante unos cuantos meses, pero Abigail insistió en que se utilizara en levantar un ala nueva en la que acoger más chicos, lo cual traía aparejado un lógico y considerable aumento de los gastos.

¿A dónde íbamos a ir a parar con semejante «chorreo» de dinero? A Ramiro se lo llevaban los demonios y casi le pega un tiro al cocinero cuando se enteró que robaba los víveres, por lo que lo echó a patadas y trajo de ayudante de cocina a su «novia», la «cholita» que olía a cebollas y continuaba sin decir media palabra, pero era capaz de aprovechar hasta las mondas de las papas.

¡Mujer aquella para ahorrar un peso, oiga! Ni que le arrancaran las uñas con alicates, y pese a que abultaba menos que un lagarto y tenía cara de ratón, impuso tal disciplina en el refugio que hasta los chicos más rebeldes se acojonaban en cuanto les llegaba tufo a cebollas.

¡Pareja extraña! Ramiro metido siempre en los libros y en las cuentas, queriendo aprenderlo todo como si el mundo se fuera a acabar si él no llegaba a entenderlo, y Herminia tan sólo preocupada por que los suelos brillaran como el sol y no se desperdiciara ni una «arepa» Por la noche se sentaban en silencio en un rincón del cuarto de la televisión, y la mayor parte de las veces se quedaban dormidos por mucho escándalo que armaran los muchachos.

A mí me seguía costando harto esfuerzo entender en qué podía basarse tan desconcertante relación, pero por último llegué a la conclusión de que había demasiadas cosas en la vida que jamás entendería, por lo que una más o menos carecía por completo de importancia.

Al fin y al cabo, la existencia de Herminia no interfería en absoluto mi amistad con Ramiro, pues ella era poco más que su sombra, aunque fuera, eso sí, la primera sombra que he conocido, tan escuchimizada y maloliente.

Por aquel tiempo empezaban a planteárseme además problemas mucho más serios, pues por primera vez desde que nos conocíamos descubrí a Abigail Anaya seriamente preocupado, y no precisamente por cuestión de dinero.

Mediada la primavera lo había acompañado a una inmensa mansión, a unos cien kilómetros de la capital, que debía pertenecer a algún político muy importante o tal vez a un «narco» de primera línea, aunque nunca pude averiguar de quién se trataba, puesto que la media docena de matones que cuidaban la entrada me dejaron fuera y no pronunciaron ni una sola palabra ni para darme lumbre.

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