Sicario (19 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Allí no es de extrañar esta falta de hospitalidad y ese comportamiento hostil sobre todo con tipos que, como yo, no ofrecen al primer golpe de vista garantías de honorabilidad, y como en realidad toda mi vida me la he pasado del lado de fuera de las puertas, tampoco le di mayor importancia.

Me inquietaba tan sólo que al igual que había ocurrido con
el Lindo Galindo,
me ordenaran volverme a casa, pero no fue así, y tres horas más tarde Abigail hizo su aparición pálido y meditabundo.

Permitió que condujera yo, lo cual, además de una increíble muestra de confianza, era casi un milagro, y ese simple hecho, al parecer sin importancia, vino a demostrarme hasta qué punto le había afectado la entrevista.

Tardó casi veinte kilómetros en pronunciar una sola palabra, pero al cabo de ese tiempo admitió que las cosas se estaban poniendo feas.

—El mundo está cada vez más loco —dijo—. Y ésa es una enfermedad que no tiene remedio... —Guardó silencio un instante y, por último, añadió—: Y yo no quiero contagiarme.

Cuando le señalé que la mejor manera de no agarrar una enfermedad era mantenerse lejos de los contaminados, admitió que tenía toda la razón, pero que existía una cierta clase de individuos de los que resultaba imposible apartarte cuando te convenía.

Ya le he dicho, señor, y se lo repetiré hasta la saciedad, por mucho que le hayan contado lo contrario y se resista a creerme, que pese al tiempo que trabajé para Abigail Anaya y fui su amigo, chófer y en cierto modo confidente, jamás supe con exactitud cuál era la auténtica naturaleza de sus negocios, y, sobre todo, quién o quiénes se mantenían en la sombra de sus espaldas.

Se ha hablado con frecuencia de Pablo Escobar, el difunto Rodríguez Gacha, los Ochoa o Carlos Lehder, pero si quiere que le diga la verdad, yo más bien soy de la opinión de que había alguien más; alguien de otra clase social o de otra esfera, y que fue con ese «alguien» con quien mantuvo aquel día tan larga e inquietante entrevista.

Abigail era de la opinión de que quienes más interés demostraban en hacer creer que libraban una guerra a muerte con el «narcotráfico», eran quienes menos interés tenían en que ese «narcotráfico» desapareciese, puesto que se había entretejido tal tela de araña entre droga y política, que no existía ya fuerza humana capaz de deshacerla.

Y por lo que pude colegir de su forma de expresarse, no se trataba de un simple problema de corrupción en el que hubiera unos traficantes a los que sobraba el dinero, y unos jueces y políticos dispuestos a cerrar los ojos a cambio de parte de ese dinero, sino que el tema tenía raíces muchísimo más profundas y complejas.

El negocio de la cocaína colombiana se calcula en unos sesenta mil millones de dólares, y convendrá conmigo en que ésa es una barbaridad de plata.

Durante miles de años los pueblos andinos supieron convivir con la «coca» obteniendo únicamente lo mejor que ofrecía, pero bastó una sola generación para que otros pueblos mucho menos «civilizados» la convirtieran en un arma terrible y un veneno que amenaza al conjunto de la Humanidad.

Abigail, que no había dudado a la hora de beneficiarse marginalmente de los caudales del narcotráfico, debió darse cuenta en aquellos días de que la situación comenzaba a escapar al control de quienes hasta ese momento parecían tenerla dominada, y temió sin duda que el terrorífico cataclismo que intuía pudiera arrastrarle a un abismo sin fondo.

—El peor pecado de los narcotraficantes —solía decir—, es que su ansia de dinero y poder no conoce límite, y cuando ese tipo de ambición se descontrola acaba por convertirse en una bomba retardada.

No sé qué pasos dio, ni qué trabajo le costó darlos pero lo que sí sé es que hizo un rápido viaje a Italia, a mantener una larga entrevista con su padre, y al volver se encerró una vez más con su tropa de abogados, que en mi opinión eran todos una partida de buitres más falsos que Judas.

Buscó también el consejo de Daniela, y eso me tranquilizó en parte, pues creo haberle dicho ya que me pareció siempre una muchacha harto sensata y la mujer más cabal que había conocido hasta el momento.

A Ramiro y a mí nos mantuvo siempre al margen de sus problemas, y creo entender que no lo hizo por falta de confianza, sino porque opinaba que cuanto menos supiéramos de tanto enredo mejor nos iría en la vida, ya que Colombia es un país en el que si el saber es con frecuencia un mérito, el ignorar es indudablemente una virtud inestimable.

Existen mil métodos de obligarte a «cantar» cuanto has oído, pero hasta ahora nadie ha inventado un sistema por el que te puedan arrancar secretos que desconoces.

Y en eso Abigail tenía las cosas muy claras.

A finales de aquel verano del ochenta y cinco, incluso los más lerdos, y entre ellos me incluyo, olfateábamos ya que algo muy gordo flotaba en el ambiente, y es que desde la destrucción de la base de los Ochoa en «Tranquilandia» y el posterior asesinato del ministro de Justicia, Lara Bonilla, la guerra sucia entre una parte del Gobierno y algunos de los «narcos» estaba alcanzando proporciones a mi modo de ver escalofriantes.

¿«Tranquilandia»? Como diría el moro Hussein, «La Madre de todos los Laboratorios de Coca».

Creo que ya le he contado en otro momento, que uno de los elementos clave para la conversión de las hojas de coca en cocaína es el éter, y Colombia no es un país que lo produzca, entre otras cosas porque de esa forma se supone que se controla su importación y posterior distribución interior.

Lo «narcos» se enfrentaban por tanto a un grave problema, hasta el punto de que un tambor de éter, que cuesta normalmente unos trescientos dólares, se vende en mi país a cinco mil, y además no se consigue. Debido a ello, el «Hombre del Cártel de Medellín» en Miami, un tal Francisco Torres, se puso en contacto con una fábrica norteamericana para que le proporcionase dos mil de esos tambores, ofreciendo pagarles el doble y en dinero contante y sonante.

Quien intervino fue «La Agencia Antinarcóticos» americana, que mandó a sus agentes ofreciéndole a Torres todo el éter que pudiera necesitar.

Lo que no le dijeron, es que en un doble fondo de los bidones habían escondido balizas de señales que se controlaban a través de un satélite artificial.

¿Astuto, no le parece? No cabe duda que se tomaban la guerra en serio y utilizaban todas las armas a su alcance.

Siguiendo desde arriba el rastro de las balizas, localizaron la base de «Tranquilandia» allá por el Caquetá, en el Oriente colombiano, apoco más de quinientos kilómetros al nordeste de donde yo había estado durante mi desgraciada aventura en la selva.

Cuando el Ejército, apoyado por agentes y helicópteros «gringos» invadieron «Tranquilandia», aquello debió convertirse en «Loquilandia», pues se organizó un auténtico «zaperoco» y aunque los verdaderos jefes del tinglado lograron escapar a través de la selva, se incautaron más de quince mil kilos de cocaína pura o «pasta base», toneladas de hojas de coca, un auténtico arsenal de armas, y un sinfín de vehículos, helicópteros y avionetas.

Fue un golpe brutal a los Ochoa y a todo el «Cártel» en general, pero nada de lo que no fuera
capaz
de recuperarse en quince días, provocando al propio tiempo que se unieran aún más, y que decidieran lanzar una contraofensiva que dejó las calles sembradas de muertos, entre ellos el del mismísimo ministro de Justicia.

¿Qué le parece, señor? ¿Qué opina de quienes responden al desmantelamiento de sus instalaciones delictivas asesinando en público a un ministro, y poco después al coronel jefe de la Policía de Narcóticos, aquel Jaime Ramírez que tenía más cojones que un toro de lidia? ¡País! ¡País de locos! ¡País de locos y asesinos! ¡País de locos, asesinos y justicia corrompida, pues cada vez que la Policía conseguía atrapar a uno de los Ochoa, o cualquier otro traficante de altura, un juez se las arreglaba para ponerlo de nuevo en libertad! Fue entonces cuando se empezó a hablar seriamente de la extradición, ya que si bien estaba claro que ningún «narcotraficante» pasaría nunca más de un año en una cárcel colombiana, si se conseguía enviarlos a los Estados Unidos se pudrirían entre rejas hasta el fin de sus días, como le está ocurriendo a Griselda Blanco, Carlos Lehder y tantos otros.

¡Y ésa sí que era «La Madre de Todas la Guerras»! Y ésa era la que Abigail Anaya debió comprender que se estaba fraguando, y en la que no quería tomar parte bajo ninguna circunstancia.

Hasta aquellos días de que le hablo, final del verano del ochenta y cinco, la pelota aún estaba en el tejado, puesto que la mayor parte de los veinticuatro jueces de la Corte Suprema de Justicia se habían mostrado reticentes a firmar un Tratado de Extradición que permitiera enviar de inmediato a los «narcos» a los Estados Unidos, alegando que eso era algo anticonstitucional, y que atentaba contra la propia soberanía de la nación.

No obstante, el reguero de sangre que anegaba al país, y en especial la sangre de un ministro tan respetado como Lara Bonilla, parecía haber colmado el vaso de la paciencia, y es que hay que ver qué paciencia, por no decir qué «cojones», tenían aquellos señores de la Corte Suprema, muchos de los cuales figuraban en la larga nómina de aquellos mismos traficantes que todo lo compraban.

El tema estaba degenerando ya en escándalo internacional de proporciones gigantescas, y el propio presidente Reagan tomó cartas en el asunto, amenazando veladamente al Gobierno colombiano con hacerle la vida imposible y boicotear nuestras exportaciones si no se ponía límite a tanta corrupción.

La oligarquía cafetera, tradicional dueña del país, esa de la que le decía que acaba siempre arramblando con todo, comprendió también que se estaba llegando demasiado lejos, y que una docena escasa de facinerosos no podían hipotecar el presente y el futuro de una nación, por mucho dinero que estuviesen dispuestos a repartir.

Incluso los esmeralderos, esa pandilla de salvajes sin escrúpulos que tan sólo se preocupan de sus piedras, dieron discretos toques de aviso puntualizando que estaban dispuestos a tomar serias medidas porque se les empezaba a «poner verde» el negocio.

Todo lo que sonaba a Colombia, sonaba a lepra.

Incluso los jueces más comprometidos se sentían entre la espada y la pared, ya que por un lado no se atrevían a traicionar a quienes les habían estado pagando durante años, y por el otro comprendían que insistir en su intransigencia podía costarles el cargo, acarreándoles además un descrédito que arruinaría por completo su futuro.

La papa estaba caliente y cada día la calentaban más.

Y no sólo con palabras, sino con hechos, porque la sola idea de poner el pie en la calle acojonaba, pues nunca sabías dónde carajo iba a explotar la bomba siguiente.

Qué papel jugaba Abigail Anaya en todo esto es algo que aún ignoro.

Incluso ignoro si estaba incluido en el juego o se limitaba a ser un simple espectador privilegiado, pero lo que sí puedo decirle es que en menos de un mes todos los cuadros, estatuas, tapices y muebles de valor desaparecieron como si les hubiera tragado la tierra, y tanto en la quinta como en la «galería» no quedaron más que piezas de tercera categoría por las que ni un ignorante como yo hubiese dado mil pesos.

Un día de otoño, lo recuerdo muy bien; el once de octubre, para ser más exactos, Abigail nos invitó a Ramiro y a mí a aquel mismo restaurante «La Fragata», al que nos llevó la primera vez, y tras mostrarse tan cariñoso y divertido como siempre, nos comunicó que por si algo grave le ocurría, había dejado una cuenta abierta en el Banco de la República, en la que cada mes se ingresaría una cantidad que bastaría para nuestras necesidades más perentorias. Había otra cuenta a nombre de «El Sótano», ya que haciendo ciertas economías y contando con una buena administración, el refugio podría mantenerse siempre que se redujese el cupo a unos quince muchachos.

Nos recomendó, sobre todo, que nos esforzásemos al límite por mantenerlo abierto, pues aquello era lo único digno que había hecho en su vida, y siempre constituiría un ejemplo para quienes alegaban que el problema de los «gamines» no ofrecía solución posible.

Se me hizo un nudo en la garganta porque hablaba como si temiese morir o que algo terrible fuera a sucederle, pero por más que le suplicamos que nos aclarase a qué diablos venía todo aquello no soltó prenda y nos pidió a su vez que no insistiéramos.

Éramos sus únicos amigos, nos quería y nos recordaría, pasase lo que pasase y estuviese dondequiera que estuviese, pero a causa de esa misma amistad prefería no cargar con la culpa de que algo malo pudiese sucedemos.

Me entraron ganas de llorar, señor.

Yo, que jamás lloré de niño, ni aun de muchacho, experimenté por primera vez un desagradable cosquilleo en las narices, y le juro que si no llega a ser por un camarero con cara de pingüino amaestrado que no me quitaba ojo, hubiera acabado por sonarme los mocos.

Llegaron en un autobús como si vinieran de excursión o se tratara de un grupo de turistas en una ciudad de la que los turistas huyeron hace años, y penetraron con autobús y todo hasta el corazón mismo del Palacio de Justicia, sin que ni un soldado, ni un policía, ni tan siquiera un simple vigilante de aparcamiento les impidiera el paso.

Tan sencillo como eso.

Cuando se encontraban ya en el interior del garaje, sacaron sus armas de debajo de los asientos y en menos de lo que tardo yo en contárselo dominaron a los guardias de la primera planta y cerraron a cal y canto todas las puertas.

Se lo imagina, ¿verdad? Le estoy hablando del asalto al Palacio de Justicia.

Fue el seis de noviembre. El mismo día en que vi por última vez a Abigail Anaya.

Eran unos cuarenta; todos guerrilleros del «M–19», y en menos de diez minutos habían conquistado las cuatro plantas del edificio y se habían apoderado de casi trescientos rehenes, entre ellos la mayoría de los jueces de la Corte Suprema, que se habían reunido para discutir sobre la aprobación de un Tratado de Extradición a favor del cual parecían ya estar de acuerdo.

El «M–19», señor; el más antiguo y quizá más respetado y temido de los grupos guerrilleros colombianos; el brazo armado de esa izquierda que se supone que debería odiar a un «narcotráfico» al que se supone aliado a la ultraderecha a la que paga.

¡Un galimatías, señor! ¡Algo que ni Dios entiende ni aun tratándose de Colombia.

Pero que eran ellos, eran ellos, pues los comandaba uno de sus más conspicuos fundadores: el mismísimo Andrés Amarales que había jurado desterrar para siempre la corrupción de nuestra patria.

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