Sicario (20 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

El propio Amarales obligó al Presidente del Tribunal, Reyes creo que se llamaba, si una vez más la memoria no me engaña, a que telefoneara al Presidente de la República pidiéndole que se presentara de inmediato para ser sometido a un «Juicio Popular» porque de no hacerlo asesinaría a todos los rehenes empezando por los jueces.

Yo no soy demasiado listo, ni entiendo gran cosa de política, pero sí entiendo que cuando un grupo de secuestradores pide algo tan absurdo está claro que no tiene la menor intención de negociar.

Incluso aunque el presidente Betancur se hubiese entregado —cosa impensable— su siguiente paso hubiera sido reclamar a Reagan, porque lo que resultaba evidente es que Amarales lo que pretendía era cargarse a los jueces.

Y lo hizo; en cuanto las tropas de asalto se aproximaron le pegó un tiro al tal Reyes, si es que así se llamaba, y más tarde asesinó a sangre fría, uno tras otro, a los diez que con más calor defendían la necesidad de un Tratado de Extradición.

¿Usted lo entiende? ¿Acaso podría explicármelo? ¿Por qué quienes se juegan la vida en las montañas en nombre de los más pobres, bajan de pronto a la ciudad a aniquilar a quienes ese mismo pueblo ha elegido para que les defienda de los más poderosos? Yo no quería admitir que fuera cierto. Corrí hasta allí, todo lo cerca que permitían aproximarse, que era hasta la plaza Santander, y no daba crédito a mis oídos cuando escuchaba el tremendo tiroteo, veía salir el humo, y las radios gritaban a pleno pulmón que el «M–19» estaba haciendo una auténtica escabechina con la totalidad del sistema judicial colombiano.

Si no les gustaba, que lo entiendo, no era ése el mejor modo de cambiarlo, ni el momento oportuno.

Máxime cuando resultó evidente que se dedicaban a quemar los expedientes y fichas policiales de los narcotraficantes, cerciorándose con especial esmero de que no quedaba documento alguno que pudiera servir para incriminarles.

¿Es ése el comportamiento lógico de unos guerrilleros que pretenden imponer un nuevo orden basado en la justicia y la libertad, o es más bien el de unos matones a sueldo de los más rastreros criminales de la historia? Usted verá, pero yo, para mí, ya tengo mi respuesta.

El resultado fue un Palacio de Justicia en llamas, más de cien muertos, la mayoría asesinados de un tiro en la nuca, la destrucción casi total de los archivos, y la vergüenza sobre un país sumido ya en la más espantosa de las vergüenzas.

Pero comprenderá que, de todo esto, a mí lo que en verdad me importaba era la desaparición de Abigail Anaya.

Mucha gente desapareció en Bogotá en el transcurso de los días que siguieron, y si bien la mayoría lo hizo por propia voluntad al comprender que la matazón no se iba a parar cuando se apagara el incendio, otros fueron dados de baja por un sinfín de motivos, ya que en mi sufrido país motivos para matar al vecino nunca faltan.

El pánico se apoderó de una ciudad acostumbrada a vivir presa del miedo, y todo el que creyó tener un enemigo dispuesto a acabar con él, eligió entre «madrugarlo» antes de que lo «madrugaran» o sumirse en el anonimato por una larga temporada.

Jamás hubo tal demanda de pasajes a Europa.

O a la China si es que volaban hasta allí los aviones, porque ningún lugar parecía encontrarse lo suficientemente lejos cuando andaba tan desmadrada y fuera de sí «La Inesperada».

El único juez partidario de la Extradición que no se encontraba en el Palacio de Justicia el día del asalto, fue acribillado a balazos en plena calle, y los «narcos» advirtieron con descaro que quienes aspiraran a ocupar las plazas que habían dejado vacantes los difuntos, se lo pensaran muy bien a la hora de tomar decisiones.

Abigail Anaya tenía mucha razón cuando durante aquella última cena en «La Fragata» nos advirtió que Colombia estaba en trance de convertirse en rehén de la «coca».

Seríamos, como él mismo aventuró bromeando, «coca-colombianos», adictos por cojones a una droga de la que tardaríamos años en librarnos si es que alguna vez lo conseguíamos.

Pero Ramiro se negaba a admitir que un puñado de canallas fueran capaces de poner en jaque a una nación.

—Podrán con ellos —fue todo lo que dijo—. Muerto el perro, se acabó la rabia.

—Te equivocas —le respondió Abigail más serio que nunca—. Ésta es una rabia que sobrevivirá a todos los perros, porque el hombre la necesita.

Abigail defendió siempre la teoría de que la drogadicción había recibido tal impulso en el transcurso de los últimos años, que nadie conseguiría frenarla a todo lo largo del próximo siglo, en parte por inercia, y en parte porque el ser humano no alcanzaría a encontrar ningún valor con que sustituirla.

Según él, no cabía la posibilidad del vacío absoluto, y cuando al espíritu se le ha despojado de la fe en un Dios que parece haber desaparecido de la faz de la Tierra, se ve obligado a buscar sucedáneos que llenen ese hueco.

—Hemos perdido el sentido de la comunidad tal como lo concebían nuestros abuelos; de la familia que ya casi no existe, e incluso del amor entre parejas, puesto que la mayoría de la gente se dedica a acostarse con el primero que encuentra y largarse a otra cama. El resultado lógico es una soledad que hay que combatir con drogas.

Me fascinaba escuchar a Abigail, se lo aseguro. Mucho de lo que decía se me escapaba o me costaba harto esfuerzo captarlo, pero a su lado aprendí cosas de las que jamás imaginé siquiera la existencia, e intuía que el suyo era un mundo tan diferente al mío, como pudiera serlo otra galaxia.

A lo largo de dos años había transformado mi vida convirtiéndola en un pálido reflejo de la suya, y aunque jugué a imitarle en muchas cosas, acepto que fue como si al mear hubiese tratado de compararme al Amazonas.

Pero desapareció y por segunda vez nos dejó huérfanos de Abigail ¿Viven sus padres? Lo siento. Supongo que debe ser triste pasar por la experiencia de perder a unos padres a los que quieres y te han querido, pero en cierto modo es una ley natural a la que de una forma casi inconsciente la gente debe estar hecha.

Pero nadie puede hacerse a la idea de perder a alguien como Abigail Anaya.

Nunca lo conoció y no consigue entenderlo porque, con todos los respetos, dudo que por mucho mundo que presuma haber recorrido, tropezase con alguien como él en parte alguna.

Jamás volvimos a tener noticias suyas; jamás en todos estos años.

Es posible, ¡Dios no lo quiera!, que fuera uno de los innumerables «N.N.» que en aquellos terribles días fueron arrojados a las fosas comunes de toda la geografía nacional, pero es posible, también, ¡y con esa esperanza vivo!, que consiguiera escapar a tiempo y esté oculto en cualquier lugar del mundo aguardando la hora de reaparecer en nuestra vida como lo hiciera un día.

¡No se imagina cuántas veces me paré en una esquina confiando en que un carro frenara de improviso y Abigail saltara con los brazos abiertos y gritando mi nombre! ¡No se imagina cuántas mañanas me despierto soñando que entra en mi cuarto para traerme un café humeante y sacarme de la cama! ¡No se imagina cuánto me gustaría pasarme dos horas sentado tras el volante, escuchando la radio, mientras sé que él está lleno de vida tirándose a una catira en el «Tequendama»! ¡No se imagina lo que podría llegar a dar tan sólo por saber que dondequiera que esté aún me recuerda! Ramiro —se hundió, al igual que yo, en un profundo desespero.

Y la «cholita» Herminia que incluso se bañó y dejó de oler a cebolla por tres días.

Y la mayoría de los muchachos, y los maestros, los criados, cinco mujeres y todo el que alguna vez le trató y se negó a creer que le había perdido.

Y Daniela.

Envejeció diez años en diez días, más consumida que «chupa-chups» de niño pobre; incrédula y alelada; ansiosa por volver a compartir alegrías y tristezas, y negándose a aceptar lo inaceptable.

Veo que se está preguntando qué clase de hechizo ejerció sobre cuantos le conocieron aquel hombre tan singular y no puedo aclarárselo.

Lo que sí alcanzo a decirle es que su sombra planeó sobre nosotros a lo largo de los años que siguieron, y que en mi caso aún planea, puesto que todo cuanto hice posteriormente estuvo marcado por el hecho indiscutible de que pudiera gustarle o no en caso de estar presente.

Aun hoy, que tantísimo ha llovido desde entonces, me siento a menudo incapaz de tomar una decisión o dar un paso sin plantearme qué opinaría Abigail si me estuviera viendo, y me falta su crítica o su consejo incluso en problemas tan minúsculos que un hombre de mi experiencia y edad debía saber resolver sin la más mínima ayuda.

Admito que el ron no mejoró las cosas. Busqué consuelo donde nunca ha existido, y por primera vez discutí con Ramiro, al que enfurecía verme de tal guisa, pues opinaba, y con razón, que con emborracharme no conseguiría que Abigail resucitara o decidiese volver si es que aún estaba con vida.

Y en cierto modo lo estaba, pues cada primero de mes, y sin que jamás nos aclararan por qué misteriosa razón, las cantidades prometidas hacían su aparición en la cuenta del Banco, y de ese modo conseguíamos que, a trancas y barrancas, y apretándonos a fondo el cinturón, «El Sótano» siguiera funcionando.

Me enorgullece reconocer que, excepto yo, que le metí de frente al ron, el resto del personal respondió con valentía.

Tres de los profesores se buscaron otro trabajo a medio tiempo, Herminia hizo milagros en la cocina y fregó más suelos que recluta de pueblo, y la mayoría de los muchachos arrimaron el hombro aportando a la comunidad la mayor parte del jornal que conseguían.

Por primera vez tenían algo semejante a una familia y no querían perderlo.

A veces me asalta la impresión de que incluso hasta en eso Abigail supo bien lo que hacía, pues nos dejó lo justo para permitir que nos mantuviéramos a flote, pero nos obligó a nadar por nuestros propios medios.

Ramiro comenzó a dar clases sustituyendo al único profesor que se largó, y entenderá que fuera un día grande para los dos, pues tuvimos la impresión de que por el simple hecho de sentarse tras una mesa, a explicar la lección, rompía por completo con nuestro amargo pasado de «gamines» hambrientos.

Era su fuerza de voluntad y su fe en sí mismo lo que le había llevado hasta aquel humilde pero significativo estrado de un aula repleta de «gamines» iguales a nosotros, y con eso les demostraba a todos y demostraba al mundo que podía hacerse.

Tan sólo eso: podía hacerse.

Y yo tenía parte en ello.

Había mendigado, atracado, acarreado ladrillos e incluso asesinado por conseguirlo, pero allí estaba Ramiro, y aunque su triunfo fuera tan pequeño y tan sin ninguna resonancia, valía la pena y hacía que no tuviera que arrepentirme en absoluto por lo tortuoso del camino que había acabado por conducirnos a tal victoria.

Serapio
el Lápida
se hizo ciclista.

Ciclista. De los que se suben en una bicicleta y se lanzan carretera adelante en compañía de otros doscientos locos. Quedó cuarto en una Vuelta a España, segundo en el Premio de la Montaña del «Tour» de Francia y en Colombia es casi un ídolo.

Aún recuerdo cuando apareció con su primera bicicleta jurando que no la había robado y le creímos. Una hora antes de amanecer se levantaba y no volvía hasta que empezaban las clases, sudando a chorros y hecho un asco. Dos años después ganó sus primeros pesos, y me consta que aún entrega al refugio casi la cuarta parte de todo lo que gana.

Una vez que le entrevistaron declaró que dedicaba su carrera a Abigail Anaya aunque nadie sabía quién era.

Aquí guardo el recorte. Éste es Serapio. ¡Flaco el jodido! Flaco pero más duro que el mármol de sus lápidas.

Cristóbal, el rubio de cara de ángel, se convirtió en macarra.

No se puede ganar siempre.

Llegado a este punto del relato, señor, me agradaría terminarlo.

Sería el momento justo. Le contaría la historia de tantos buenos muchachos como logramos salvar de la miseria y hoy son hombres de bien y quedaría muy lindo.

¡Vaya! Hacía tiempo que no veía asomar esa risita de conejo.

¡Piénselo! Con semejante final, un poco adornado, podría convertirse en un libro de gran venta.

Supongo que, al igual que en el cine, a la gente que lee libros les gustarán los finales felices, y éste sería en cierto modo un final bastante feliz para mi historia.

Lo que viene después ya se complica, usted lo sabe.

Creo que ha cometido un error al volver, señor, se lo aseguro, pero como hace tiempo que dejé de hacerme responsable incluso de mis actos, ningún derecho tengo a opinar sobre los suyos y tan sólo confío, por su bien, que sepa lo que hace.

Ojalá todos supiéramos lo que tenemos que hacer cuando llega el momento.

Cuando miro hacia atrás y analizo todo cuanto ocurrió en mi infancia y mi juventud, justo hasta el día en que Abigail Anaya saltó del coche en el cruce de la Jiménez de Quesada con Caracas, considero, y no sin razón, que la vida me había empujado a hacer cuanto hice, y que a la hora de exigir responsabilidades nadie tenía por qué obligarme a dar explicaciones que nunca quise dar.

Así era el mundo que me rodeaba, y así era yo. Actuaba en consecuencia.

Pero a partir de aquel momento las cosas cambiaron, y no sería honrado por mi parte no aceptar que Abigail me proporcionó la oportunidad de regenerarme y no lo hice.

O lo hice, señor, en verdad, sí que lo hice, pero lo que me faltó fue fuerza de voluntad como para continuar por un enrevesado camino que se me antojaba harto difícil.

Abigail aseguraba que el gran problema del Bien y el Mal es que duermen juntos y hasta revueltos, lo cual con frecuencia confunde a los lerdos y a los débiles.

Y yo, supongo que ya lo habrá advertido, jamás, presumí de ser muy listo, y ahora sé, también, que pese a la fama que han querido otorgarme, en el fondo no soy tampoco un hombre duro.

Para convertirse en asesino no hay que ser duro; hay que ser simplemente asesino.

Yo sé que usted me entiende.

No dice gran cosa, lo cual es muy de agradecer porque ni ganas tengo de oírlas, pero observándole puedo captar cuándo está al tanto de lo que pretendo contarle y cuándo se le va el santo al cielo.

Para matar a alguien no hace falta ser fuerte, basta con tener una pistola y ganas de disparar. La auténtica fortaleza está en no apretar el gatillo en el momento justo, pero ya ve usted que a mí ese minúsculo esfuerzo de no hacer algo tan simple, me costó siempre cantidad de trabajo.

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