Read Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (5 page)

—¿Y quiere que con seis hombres conduzcamos nueve o diez mil animales?

Esley sonrió ante el horror de Bolton.

—Nada de eso. Tú y tus hombres retiraréis ese ganado, ayudados por los vaqueros del rancho. Mientras tanto puedes contratar quince o veinte mejicanos y dejarlos que cuiden de los cornilargos.

—¿Por qué no dejar que ellos se lleven el otro ganado? —preguntó suspicazmente el joven.

—Por una razón muy sencilla. En todo California sólo existe un hombre para quien los cornilargos esos tengan un valor. Para los demás esos bueyes son una plaga, pues cada uno de ellos come lo que bastaría para alimentar a tres bueyes de otra raza; no engordan y apenas si valen lo que los cuernos, huesos y pellejos. Nadie sentirá tentaciones de robar esos animales. En cambio, si encomendara la tarea de conducir a los otros bueyes a gente de poca confianza, podría encontrarme con que me desaparecían casi todos, ¿comprendes?

—Desde luego —asintió Bolton—. ¿Y desde cuándo se dedica usted a ganadero?

Esley sonrió torcidamente.

—Desde que vi que así podría hacerme rico —contestó—. Me he asociado con otras personas y hemos fundado la Astoria Packing Company, o sea la A. P. C. Por cierto, que para los trámites a efectuar tú representarás a la compañía. He extendido ya la documentación y al retirar el ganado del rancho Ortiz firmarás los comprobantes.

Esley notó que Bolton iba a oponer algún reparo y se apresuró a interrumpirle llevando la mano al bolsillo interior de la levita y sacando una cartera repleta de billetes de banco.

—Toma los diez mil dólares que te prometí —dijo—. Con esto podrás pagar a tus hombres y añadir un pico más por el trabajo complementario. Cuando entregues el ganado pasaremos cuentas y te prometo que no te arrepentirás de haber trabajado conmigo. Ten la seguridad de que tú y yo haremos grandes negocios. ¡Quién tenía que imaginar que algún día…! ¡Esta vida nos tiene reservados un sinfín de sorpresas! Ahora emprendamos la marcha hacia Pomona.

Cuando al día siguiente, tras un rápido viaje a caballo, los dos hombres llegaron donde estaba reunido el ganado, Esley examinó, satisfecho, las reses.

—Buen trabajo —declaró—. No se puede decir que sean unos ejemplares maravillosos, desde luego; pero creo que valen los treinta dólares en que fijamos su precio. Creo que podremos empezar a hacer cuentas. Calculamos que el total de cornilargos es de cuatro mil quinientos, o sea que su precio total será de ciento treinta y cinco mil dólares. Te pago las reses a un precio muy elevado y, por lo tanto, no puedo exponerme a pagarte lo que ahora tienes, sino que debo limitarme a pagarte lo que seguramente entregarás. De aquí a San Francisco se perderá más de un animal. Yo te he entregado en dinero efectivo dos mil quinientos dólares en San Juan y diez mil en San Alfonso, o sea doce mil quinientos. Además, te entregué cinco mil en balas de alfalfa. ¿Las utilizaste?

—Todas. Una parte la empleé como alimento y el resto lo vendí para sufragar los gastos de la expedición. Con el dinero que me dio no hubiese tenido bastante.

—No es necesario que des explicaciones. Aquellas balas de alfalfa no las contaremos como entregadas. Serán una especie de bonificación por el mayor recorrido del ganado y por el trabajo del rancho Ortiz. Por consiguiente, de los ciento treinta y cinco mil dólares habrá que descontar los doce mil quinientos. Supongo que te quedarán, por lo menos, unos ciento veinte mil dólares netos, ¿no?

—Algo así —declaró Bolton.

—¿Buen negocio?

—Excelente.

—Haremos otros aún mejores. Ya lo verás.

Durante más de una hora Esley estuvo explicando a Bolton lo que debía hacer. A la mañana siguiente se pondría en marcha y al cabo de cuatro días retiraría las reses del rancho Ortiz, que entregaría en San Luis Obispo, en nombre de la A. P. C, recibiendo una orden de pago sobre San Francisco por un total de trescientos treinta y ocho mil quinientos dólares. A continuación seguiría el viaje a San Francisco con todos los vaqueros y allí encontraría a Esley, que se haría cargo del ganado y de la orden de pago, recibiría los ciento veintidós mil quinientos dólares suyos y aguardaría a recibir las instrucciones de su jefe.

A la mañana siguiente Bolton y Esley se separaron. El juez regresaba a San Alfonso del Río Cristales y el joven emprendía también la marcha hacia allí, aunque a una velocidad más reducida.

Al cabo de cinco días, y con algún retraso sobre lo previsto, Bolton y sus seis vaqueros llegaban al rancho Ortiz. En uno de los enormes cercados aguardaban cuatro mil seiscientos animales marcados con el hierro del rancho, o sea una R y una O. Dejando a sus hombres que se encargaran de ir sacando los magníficos animales, Bolton, atraído por la magnificencia de las tierras aquellas, empezó a pasear por allí y, alejándose poco a poco de los corrales, ascendió por una suave colina y llegó a la vista de la casa principal, rodeada por los magníficos robles. Desmontando siguió adelante llevando de las riendas a su caballo, y al pasar junto a un viejísimo roble, padre de los que rodeaban la casa, se detuvo. El sol caía a plomo sobre la tierra y ninguna sombra se alargaba. Era el mediodía, y tratando, sin duda, de defenderse del sol y del calor, una mujer estaba sentada debajo del majestuoso roble. En sus manos se veía un grueso libro.

—Buenos días, señorita —saludó Bolton, deteniéndose a pocos pasos de la joven.

Aunque le había oído llegar, Dolores hizo como si hasta aquel momento no hubiese advertido su presencia.

—Buenos días —replicó secamente.

Dejando a su caballo suelto, Bolton se, acercó y, apoyándose en el grueso tronco del árbol, preguntó:

—¿No me recuerda usted?

Dolores le miró un momento y, fríamente, replicó:

—No le he visto nunca.

—Perdone que la contradiga, señorita. Nos hemos visto dos veces en muy poco tiempo. La primera vez me llamó usted borracho. Dos horas más tarde ni me reconoció. Fue en San Alfonso, la semana pasada. Yo tropecé…

—¿Era usted aquel… borracho? —preguntó asombrada Dolores.

—Yo mismo; pero no estaba borracho, señorita… Di un traspiés y usted imaginó que me tambaleaba a causa del alcohol que tenia en el cuerpo.

—Olía usted…

—Acababa de beber dos copas de whisky, y no del mejor ciertamente; pero de eso a estar borracho existe un abismo.

—¿Y cuándo nos volvimos a ver? —preguntó Dolores, interesada a su pesar—. No recuerdo…

—Cuando tropecé con usted llegaba yo de un viaje de casi dos meses a través de desiertos y montañas. No había tenido en todo ese tiempo la oportunidad de afeitarme y admito que mi aspecto no era muy recomendable. Cuando se conduce una manada de cinco mil cabezas, toda el agua que se encuentra es poca y no puede malgastarse en mejorar el aspecto físico de uno.

—¡Oh! Entonces… le insulté…

—No, porque usted se limitó a expresar su opinión. Me hubiera insultado si creyéndome sereno me hubiera llamado borracho. Además, se dice con mucha razón que manos blancas no ofenden.

—¿Y qué hace usted aquí?

—He venido a recoger una partida de ganado.

—¿Cuándo nos vimos por segunda vez? Supongo que entonces iría usted afeitado y limpio, ¿no?

—Claro. Fue en la oficina del juez Esley. Yo salía y usted entraba.

Dolores hizo un esfuerzo por recordar.

Al fin movió negativamente la cabeza y, sonriendo con toda su bella dentadura, aclaró:

—Deberá perdonarme, pero no me fijé en usted. Tal vez porque resultaba más curioso tal como iba antes. ¡Sobre todo, las barbas!

—Si supiese que así debía despertar su interés, no me afeitaría en un año —aseguró Ralph.

Otra vez rió Dolores y el libro que tenía entre las manos cayó al suelo. Bolton lo recogió y antes de devolverlo lo examinó.


Ramona
, de Elena Hunt Jackson —dijo—. Es un libro muy interesante para los californianos.

—Desde luego —replicó Dolores—. Mi padre conoció a la señora Jackson. Él le proporcionó gran parte del material utilizado por ella para escribir el libro. Como muestra de agradecimiento le envió este ejemplar dedicado.

Aunque Dolores no le había invitado a hacerlo, Bolton se sentó bajo el árbol frente a ella.

—¿Pertenece al rancho? —preguntó.

Dolores estuvo a punto de contestar la verdad, pero de pronto, obedeciendo a un instinto de picara travesura, respondió:

—Trabajo en él.

—Merecería ser la dueña —declaró Bolton.

—¿Porqué?

—Porque le sobra hermosura para ello.

—No creo que los ranchos se reserven a las mujeres hermosas.

—Porque el mundo es injusto. He oído decir que éste es el rancho mejor de California. Por lo tanto, debiera corresponder a la mujer más bella de esta tierra. A usted.

Dolores se echó a reír.

—¿De dónde viene usted? Parece de nuestra raza.

—Casi lo soy. Vengo de Tejas.

—Entonces no me extraña que lleve dos revólveres. Los tejanos disfrutan de una fama terrible.

—Las famas no se ajustan siempre a la realidad.

—Tejano y camorrista son sinónimos. No he visto a ninguno que vaya sin un par de revólveres, por lo menos.

—La guerra nos ha hecho amar las armas. Después de tantos años de no separarnos de ellas…

—¿Luchó usted por la Confederación? —interrumpió Dolores.

—Sí, señorita. Desde el primer día hasta el último.

—¿Siente la amargura de la derrota?

Bolton se encogió de hombros.

—Creo que merecimos ganar, por lo tanto, la derrota no significa nada. Venció el más rico, no el mejor.

—Su causa no era la mejor. Defendían la esclavitud.

—Tal vez fuera eso lo aparente. Yo no me preocupé demasiado por saber si defendíamos o no la esclavitud. Creo que luchábamos por un concepto distinto de la vida y, desde luego, en nuestras filas los propietarios de esclavos eran los menos. Tal vez había uno por cada mil hombres. Usted debía de ser nordista.

—Tal vez si el Norte hubiera sido derrotado yo fuese admiradora de él; pero las causas perdidas son más románticas, y las mujeres preferimos a los caballeros del Sur. ¿Es usted uno de ellos?

Bolton se echó a reír.

—No —dijo—. Cuando me alisté en la Confederación acababa de salir de la cárcel.

—¿Por culpa de sus revólveres?

—Por culpa de un caballo que, en verdad sea dicho, tomé prestado sin el permiso de su propietario. El juez Esley opinó que había faltado a la ley y me condenó a dos años en un correccional.

—¿El juez Esley?

—Sí. Supongo que lo conoce.

—Claro. Me vio en su despacho. ¿Le odia mucho?

—Un poco. No puedo perdonarle que me condenara; pero, de todas formas, le odio menos de lo que debiera odiarle. Cuando se sale con vida de una guerra como la nuestra se olvidan muchos odios y rencores… ¿Vive aquí feliz?

—Todo lo feliz que se puede vivir estando al servicio de los demás —contestó Dolores.

—Dentro de poco tendré un rancho muy hermoso, aunque no tanto como éste. Si usted quisiera podría ser su dueña.

—¿Me lo quiere regalar? —preguntó Dolores, fingiendo no comprender.

—Sí. El rancho, las tierras y… su dueño.

Clavando la mirada en el libro, Dolores comentó:

—Es usted muy impetuoso, tejano. Creo entender que se me ha declarado.

—Sí. Cuando regrese de entregar el ganado seré hombre rico y libre. Entonces compraré un rancho. Pensaba adquirirlo en Tejas; pero después de verla a usted he decidido comprarlo en California.

—¿A dónde va?

—A San Francisco.

—Tal vez allí encuentre oro; creo que abunda más en la ciudad que en las montañas.

—No estaré apenas en la ciudad. Me correrá prisa volver aquí a preguntarle qué lugar le gusta más para levantar en él mi rancho.

—El sitio que más me gusta es éste —sonrió Dolores—. Y ya tiene dueño. Y ahora, señor… No me ha dicho su nombre.

—Bolton. Ralph Bolton, de Tejas. Y usted no me ha dicho tampoco el suyo.

—Dolores —contestó la joven—. De California. Adiós. Y le aconsejo que regrese a Tejas.

—¿Le gustaría más aquello que esto?

—A usted sí. Adiós, tejano.

La joven alejóse hacia la casa y Bolton, contra su voluntad, que le impulsaba a seguirla, tuvo que reemprender el regreso para unirse con sus hombres.

Cuando hubo firmado como capataz de la Astoria Packing Company la recepción de los animales preguntó a uno de los vaqueros del rancho:

—¿Conoces a una tal Dolores, empleada en el rancho?

El vaquero frunció el ceño.

—Conozco a Dolores, y estoy lo bastante enamorado de ella para echar, si es necesario, mano al revólver en contra del tejano que quiera disputármela.

—No deseo disputar la novia a nadie, amigo; sólo preguntaba por curiosidad; me dijeron hace unos días que en California se podía ser curioso.

—Pues le engañaron —gruñó el vaquero.

Y aquella noche Dolores Segura, la cocinera del rancho, se vio abordada por su furioso novio, que empezó a pedirle explicaciones acerca de su coqueteo con uno de los tejanos que habían ido a comprar ganado.

—No sé de qué me hablas —refunfuñó la cocinera, que a pesar de ser mujer se reconocía totalmente exenta de gracias que no fueran las culinarias.

Pero su novio no quedó convencido, y por su parte, Ralph Bolton, camino ya de San Luis Obispo, preguntábase si realmente la linda Dolores sería la novia de aquel tosco vaquero del rancho Ortiz.

Capítulo V:
El Coyote
avisa

Ezequiel Esley vivía en San Alfonso del Río Cristales. La casa que le servía de oficina era también su alojamiento, y si éste no se podía calificar de lujoso, era, al menos, confortable y seguro. Para completar la seguridad el mismo Esley había adquirido una caja de caudales fabricada en Filadelfia y que, según afirmación de sus constructores, era capaz de desafiar el impacto directo de un cañón de doce libras. Como novísimo detalle figuraba la cerradura a base de letras y números. Bastaba formar una palabra y una cifra para que la puerta se abriera sin necesidad de más llave ni cerrojo. Quien no supiese la combinación no podría jamás, por mucho que lo intentara, abrirla.

Dentro de aquella caja Esley guardaba dinero y documentos muy personales, aunque no los relativos a la Astoria Packing Company, que si no interesaban a los posibles ladrones, en cambio podían interesar mucho a las autoridades, que tal vez podrían desear informarse sobre los negocios de la nueva sociedad ganadera.

Other books

My Very Best Friend by Cathy Lamb
False Alarm by Veronica Heley
Blood Moon by Stephen Wheeler
After Sylvia by Alan Cumyn
Dying in the Wool by Frances Brody
The Deepest Night by Shana Abe