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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (9 page)

—¿Qué ocurre? —preguntó Dolores.

—No sé —replicó Bolton—; pero casi sospecho que vienen por nosotros. Seguramente por mí. Escape usted hacia el rancho y envíe ayuda en seguida si puede…

Antes de que Dolores pudiera hacer nada, los jinetes se extendieron en semicírculo, cerrando toda posible huida. Dolores dirigió una inquieta mirada a su compañero, que movió negativamente la cabeza, indicando que no comprendía nada de aquello.

Los jinetes, obedeciendo sin duda a un plan perfectamente estudiado, detuviéronse a unos cien metros de la pareja y empuñaron sus rifles. Bolton, comprendiendo las intenciones de los bandidos, maldijo su descuido al no llevar un rifle y conformarse con los revólveres, que de nada servían a tal distancia.

Uno de los recién llegados desmontó y avanzó hacia Bolton y Dolores. Cuando estuvo más cerca los dos jóvenes vieron que llevaba el rostro cubierto por una máscara de calavera.

—Suelte las armas, Bolton, y no haga resistencia —dijo el bandido cuando estuvo a unos cinco metros de la pareja—. Si intenta algo caerá acribillado a balazos y, además, pondrá en peligro la seguridad de esa joven.

Bolton vaciló un momento.

—Si quiere resistir no deje de hacerlo por mi culpa —dijo Dolores.

Bolton negó con un movimiento de cabeza, y desenfundando sus revólveres los tendió al bandido, recomendando:

—No los pierda, pues son recuerdo de la guerra.

Destacáronse del grupo principal cuatro bandidos más, que, colocándose a ambos lados de Bolton y Dolores, los llevaron, del brazo, hacia el que parecía el jefe de la banda.

—Buen trabajo —comentó el enmascarado—. No creí que pudiera coger tan buena presa de un solo golpe, ni que me costara tan poco. Vamos.

Ralph Bolton se dejó conducir. Era inútil ofrecer resistencia a un enemigo tan poderoso. Los jinetes emprendieron un rápido caminar hacia el norte, en dirección a Los Ángeles. Aún pasarían dos o tres horas antes de que en el rancho Ortiz se dieran cuenta de la desaparición de Dolores. Para entonces la banda de la Calavera estaría bien lejos del alcance de sus posibles perseguidores.

****

Tembloroso, pálido, dominado por un nerviosismo que no tenía nada de artificial, el juez Esley dejóse caer en un sillón, frente a don César de Echagüe. Habíase trasladado a Los Ángeles todo lo deprisa que pudo llevarle allí un veloz carruaje cuyos caballos se cambiaban en todas las casas de postas que se encontraban en el camino de San Alfonso a Los Ángeles.

—¿Qué le está ocurriendo, señor Esley? —preguntó César de Echagüe—. Le creía en San Alfonso.

Por toda respuesta, Esley tendió al propietario del rancho de San Antonio una carta, en la cual leyó César:

«Juez Esley: Tenemos a su pupila Dolores Ortiz en nuestro poder. Un millón de dólares es el precio que ponemos a su cabeza. Si acepta diríjase a Los Ángeles y consiga el dinero. En cuanto lo tenga acuda a la posada del Rey Don Carlos y encargue una cena a base de pescado. Entonces se le acercará un agente nuestro y le indicará el sitio donde debe entregarse el rescate».

La firma era una calavera.

—¿Y qué piensa hacer? —preguntó Echagüe al terminar la lectura.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó a su vez Esley.

—Usted es el tutor.

—Pero usted me debe ayudar. A usted también le encargaron que cuidase de la señorita Ortiz.

—No me encargaron que administrara sus bienes; de todas formas, creo que, aun en el caso de que la fortuna de la señorita Ortiz se reduzca a la mitad, siempre será mejor eso que conservarla entera y perder a la pobre muchacha.

—Entonces… Usted opina que debo conseguir el dinero y pagar el rescate, ¿no?

—Creo que de todos los males ése es el menor; aunque tal vez fuera conveniente acudir a Teodomiro Mateos, nuestro jefe de policía.

—Pero si la policía interviene nos exponemos a poner en peligro la vida de Dolores.

—Tal vez. En ese caso absténgase de acudir a ella y vea si alguien le anticipa el dinero, pues supongo que no podrá reunir en seguida todo el millón de dólares.

—Ochocientos mil dólares puedo conseguirlos en seguida. Si usted pudiera prestarme los doscientos mil restantes…

—Tal vez —bostezó César de Echagüe, inclinándose hacia un batintín de cobre y golpeándolo con una maza de corcho.

Antes de que el sonido se apagara Julián Martínez, el mayordomo de Echagüe, entró en el salón.

—Julián —pidió don César—. ¿Sabes si por algún sitio tenemos doscientos mil pesos?

—En casa hay doscientos sesenta mil. Es el producto de la cose…

—No me lo digas, Julián. Estoy seguro de que tienes razón. Trae doscientos mil.

Un momento después, Ezequiel Esley tenía en sus manos un pesado saquito lleno de billetes de banco de distintos valores.

—¿Quiere que le firme un recibo?

—No es necesario —dijo César, que parecía morirse de ganas de ir a dormir la siesta—. Tengo confianza en los jueces de los Estados Unidos.

Al salir del rancho de San Antonio, Esley preguntábase cómo era posible que César de Echagüe no hubiera advertido su acusador estado de nervios. Luego pensó que aun en el caso de que lo hubiera advertido, lo habría sin duda achacado al rapto de Dolores.

Por su parte, en cuanto quedó solo, César de Echagüe olvidó el aparente sueño y cobró una actividad vertiginosa.

—¿Estás seguro de no haberte equivocado al coger el dinero, Julián? —preguntó.

—Completamente seguro, mi amo.

—¿Preparaste también el resto?

—Está preparado.

—¿Ha enviado algún aviso Yesares?

—Aún no.

—Esta noche tendremos que trabajar de nuevo, Julián. ¿Te fijaste bien en el juez Esley?

—Sí.

—¿Y en la ropa que viste?

—Claro.

—Pues haz lo que te dije.

Un momento después don César quedaba solo, entornó los ojos y no tardó en quedar dormido.

Capítulo IX: El desagradable encuentro del juez Esley

Faltaban veinte minutos para que el juez Esley bajara a cenar y sus ánimos no estaban, ciertamente, muy elevados. Una discreta llamada a la puerta le hizo dar un respingo y su temor confírmese al ver entrar a un hombre embozado con una larga capa. Al bajar el embozo el recién llegado dejó al descubierto la característica máscara de la banda de la Calavera.

—¿Qué quiere? —tartamudeó Esley—. Tengo el dinero y se lo hubiera llevado esta noche…

—Ya lo sabemos —replicó el visitante—. Lo que vengo a anunciarle es que, además de entregar el dinero, esta noche ha de asistir a una reunión general de la banda para obligar a Bolton a que nos ceda las tierras que compró.

—¿Y qué he de hacer yo? —tartamudeó Esley.

—Estar presente en la reunión y sacar a relucir el pasado de Bolton. Es preciso asustarle. Cuando entregue el rescate quédese allí y vaya con el rostro cubierto por esta máscara —y el bandido tiró sobre la mesita una máscara igual a la que le cubría el rostro. En seguida, embozándose, se despidió—: Hasta la noche, en la hacienda Rocío.

El juez Esley dirigió una mirada de repugnancia a la máscara y se apresuró a esconderla en un cajón; luego, saliendo del cuarto, bajó al comedor, encargó una comida a base de pescado y, al terminar, subió a su cuarto, cogió la maleta donde guardaba el millón de dólares y se dirigió al punto donde le esperaba un carricoche tirado por dos caballos.

La noche era tormentosa y las copas de los árboles eran azotadas por las intermitentes ráfagas de viento húmedo y salino. Los dos faroles del cochecillo apenas iluminaban los lomos de los caballos. De cuando en cuando caían algunas gotas de lluvia, como si el cielo, viento y noche librasen una enconada lucha que hasta entonces no se había resuelto a favor de nadie.

Hacía rato que las últimas casas de Los Ángeles habían quedado atrás, cuando, de pronto, al borde de la carretera apareció un hombre que empuñaba un largo y pesado revólver. La luz de los faroles reflejóse en su rostro, dejando ver el negro antifaz que lo cubría.

—¿Qué… qué quiere? —tartamudeó Esley, sin atreverse a alcanzar la pistola que tenía junto a los pies.

—Buenas noches, juez Esley —saludó el enmascarado—. Recibió usted mi aviso y ha hecho muy poco caso de él. Cometió un error, pues los avisos del
Coyote
no son nunca amenazas vanas. Continúe adelante y no trate de huir ni de utilizar ningún arma. Sería el último error que cometería en esta vida.

Sintiendo en la espalda como un pinchazo de hielo, Esley hizo seguir adelante a su caballo hasta llegar junto a una casita de ladrillo.

—Deténgase —ordenó
El Coyote
—. Baje del coche y entre en la casa.

Esley obedeció entrando en la casa seguido por
El Coyote
.

Cuando llegaron a una estancia situada al final del estrecho pasillo,
El Coyote
ordenó:

—Desnúdese y entrégueme la ropa que lleva.

Tuvo que repetir la orden antes que Esley se decidiera a obedecerla. Cuando quedó con sólo la ropa interior,
El Coyote
recogió las prendas que Esley se había quitado y salió de la habitación. Poco después Esley oyó el galope de unos caballos y el ludir de unas ruedas.

Sentándose en la única silla que había en la estancia el juez Esley ofrecía un aspecto lamentable. El viento entraba por la enrejada ventana y envolvía al medio desnudo juez con sus helados brazos. A fin, Esley se puso en pie y comenzó a pasear de un lado a otro del cuarto. Un leve golpear de la puerta fue la primera indicación que tuvo de que no estaba encerrado en aquel lugar. Yendo hacia la puerta la abrió de par en par y corrió hacia la salida. Al abrir la puerta que daba al exterior encontróse en medio de una violenta corriente de aire. Cerró en seguida y comenzó a buscar por la casa con la vaga esperanza de encontrar alguna prenda de vestir. En un viejo armario encontró, al fin, un viejo traje mejicano, un sombrero y una apolillada capa. A falta de cosa mejor se puso aquellas prendas y salió de la casa. En la pequeña cuadra adjunta halló un caballo ensillado y, montando en él, partió hacia la vieja hacienda Rocío, que se encontraba unas dos leguas de aquel punto. Como si los elementos se hubieran confabulado contra él, arreció el viento y comenzó llover. Esley calóse más el sombrero y se envolvió más fuertemente en la capa.

Capítulo X: ¡
EI Coyote
ha muerto!

La que había sido sala de recibo del rancho de Rocío estaba ocupada en aquellos momentos por un grupo de enmascarados. Unos cuantos se encontraban sentados ante una larga mesa, como si fuesen un tribunal dispuesto a ejercer sus legales funciones. Frente a la mesa se veían dos sillones. Todos los hombres iban armados y sobre la mesa se veían varios revólveres.

La entrada del juez Esley, a quien era fácil reconocer a pesar de la máscara que le cubría el rostro, ya que era el único que vestía levita, fue acogida con un intercambio de comentarios por los que se encontraban sentados a la mesa.

—Aquí tiene su sitio —dijo uno de ellos, indicando un asiento vacío.

Esley, frotándose nerviosamente las manos, se sentó en un sillón y pareció encogerse aún más. Si en alguien quedaba desplazada la máscara era en él, pues la calavera, que en los demás parecía ser sinónimo de implacable ferocidad, era en él equivalente de timidez y blandura.

—Ya estamos todos reunidos —anunció el que parecía el jefe de la banda—. Que entren Bolton y la muchacha.

Ralph Bolton, con las manos atadas a la espalda, entró entre dos fuertes bandidos. Detrás de él, igualmente custodiada, pero sin atar, entró Dolores Ortiz. Ambos fueron obligados a sentarse en los sillones de frente a la mesa.

Ralph Bolton dirigió una mirada de odio a los hombres que estaban ante él, luego volvió la vista a Dolores y pidió:

—No se asuste, señorita. Todo esto es puro carnaval.

—Un carnaval trágico para usted, Bolton —dijo el que llevaba la voz cantante—. Y es posible que también lo sea para usted, señorita, si su compañero de cautiverio no se aviene a razones.

El jefe inclinóse un momento hacia el enmascarado juez y preguntó en voz baja:

—¿Trajo el dinero?

—Está abajo —replicó con un susurro Esley—. Y, por favor, no me haga hablar, pues la muchacha podría reconocerme.

—No tema. ¿Ha dejado el dinero en el cochecillo en que ha venido?

—Sí.

—Perfectamente.

Volviéndose de nuevo hacia Bolton, el enmascarado anunció:

—Ralph Bolton, sabemos toda la verdad acerca de usted. Sabemos que trabaja para
El Coyote
, o sea para un gran enemigo nuestro; pero lo que nos importa ahora, sobre todo, es la posesión de Sierra de Pecadores. Ya sabemos que no está dispuesto a cederla a nadie, pues sabe que en sus entrañas se encuentra el más fabuloso yacimiento de oro de toda California. Si alguien no le hubiera aconsejado extender testamento a nombre de una persona a quien a su muerte debe ir a parar la sierra, le habríamos matado.

—Muchas gracias —sonrió Bolton.

—No crea que ha sido sumamente listo, Bolton. Es cierto que si le matamos no conseguimos nada; pero existe un remedio muy eficaz para los que se empeñan en no prestar voluntariamente su ayuda… Ese remedio se llama tormento. Existe una gran variedad de tormentos capaces de doblegar la voluntad del más fuerte. Este rancho está ocupado sólo por el ganado, pues los vaqueros están lejos y aunque oyeran chillar no podrían acudir.

—Mi voluntad no se doblega —replicó Bolton—. Y si lo que quieren es el tesoro de Sierra de Pecadores, les aseguro que no lo conseguirán… aunque me maten.

Se hizo un prolongado silencio, durante el cual el bandido que había hablado pareció estudiar atentamente a su prisionero.

—Creo que tiene razón, Bolton —dijo al fin—. Usted es hombre de carne fuerte. Es enérgico y capaz de resistir muchos martirios; pero hasta los hombres más enérgicos tienen sus debilidades. Veremos si usted es también humano.

Volviéndose hacia la chimenea donde ardía un alegre fuego, el bandido hizo una seña.

Dos de los hombres que se sentaban junto a las llamas se pusieron en pie y uno de ellos retiró del fuego un hierro cuya extremidad inferior aparecía casi al rojo blanco. Bolton sonrió despectivo; pero cuando cuatro bandidos agarraron a Dolores y la inmovilizaron con sus fuertes manos, el joven palideció intensamente. Luego, al ver que uno de los dos que se habían levantado de junto al fuego acercaba la mano de Dolores al hierro candente, Bolton no se pudo contener y gritó:

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