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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Sombras de Plata (11 page)

Korrigash se limitó a soltar un resoplido, pero su hermano, un joven imberbe conocido con el nombre de Tamsin, tenía muchas cosas que decir sobre el tema.

—¿Cómo puede haber verdad donde no hay honor? —rezongó—. ¡Los humanos no conocen ni una cosa ni otra! Y si por asomo el Pueblo ha estado empujando a los humanos para que se retiren, ¿qué hay de malo en eso? Si de mí dependiera, todos los humanos que osaran adentrarse en el bosque de Tethir serían recibidos con una flecha en el corazón, ¡y ojalá que las sombras de plata les royesen los huesos!

—Veo que hablas con tu habitual comedimiento —le respondió Foxfire alegremente, pero por instinto alargó una mano para formar la señal tradicional de paz de los elfos. Uno nunca sabía si las sombras de plata podían estar observándolos y sólo un elfo muy impetuoso se atrevería a hablar a la ligera de esos seres misteriosos ni se arriesgaría a incurrir en su cólera, rara pero mortífera.

Los elmaneses y los Suldusk no eran los únicos elfos del bosque. Entre aquellos árboles había miembros del Pueblo más reservados y sigilosos. Los lytharis, criaturas de formas cambiantes que tenían más de lobo que de elfo, se habían instalado en Tethir cuando los antepasados de Foxfire todavía se paseaban por las copas de los árboles en Cormanthor. Aunque hacía siglos que nadie de la tribu Árboles Altos había visto a un lythari en forma elfa, de vez en cuando captaban por el rabillo del ojo una sombra peluda y plateada u oían los aullidos obsesivos que los lytharis emitían hacia lo alto en busca de la luna invisible.

—Estás entre amigos, Tamsin, pero yo iría con cuidado antes de emitir esos juicios al aire —prosiguió Foxfire—. ¡Piensa en lo que sucedería si esas ideas cundieran entre nosotros y el Pueblo viera a todos los humanos como enemigos!

El joven elfo se encogió de hombros y se apartó, pero no antes de que Foxfire percibiese el fuego latente que brillaba en sus ojos. De repente, comprendió la verdadera naturaleza del hermano de su amigo. Lo que Foxfire había interpretado como un arrebato adecuado a su juventud impulsiva era algo mucho más mortal: odio ciego, sin razón e implacable.

Por un instante, el líder elfo se sorprendió por la punzante fuerza que traducían las emociones de Tamsin. No se atrevía a pensar qué sucedería si el corazón de muchos de los jóvenes del Pueblo optara por seguir aquel estrecho camino.

—Menos hablar y más andar —comentó Korrigash con severidad—. La noche no tardará en llegar.

Era una constatación de un hecho. A pesar de que los tres elfos podían ver tanto en la oscuridad como a plena luz del día, era conveniente que llegaran al Claro del Consejo antes de que cayera la noche. El bosque estaba lleno de criaturas peligrosas: ogros, arañas gigantes, lobos, estirges, wyverns e incluso un dragón o dos. A la mayoría los acuciaba el hambre con la llegada de la oscuridad y existía la posibilidad de que los elfos, de por sí cazadores, se convirtieran en presas.

—Por las estrellas y los espíritus —maldijo Tamsin con voz entrecortada.

El joven elfo echó a correr entre los helechos y las enredaderas sin prestar atención al estrépito que hacía y al rastro que dejaba.

La reprimenda de Foxfire quedó ahogada en sus labios al ver que en las manos de Tamsin aparecía de repente una daga. La juventud a menudo percibía peligros que los elfos de mayor edad y más experimentados no detectaban y, aunque era un elfo impulsivo, no entraba en combate a la ligera. Foxfire y Korrigash intercambiaron una rápida mirada de consternación y desenvainaron sus propias armas.

Los elfos salieron a la carrera por el sendero pisoteado y se detuvieron ante la cortina tronchada de enredaderas que les había mantenido oculto a la vista el Claro del Consejo. Ante ellos se encontraba Tamsin, con el cobrizo rostro extrañamente ceniciento, y detrás se vislumbraba una escena de total devastación.

Lo que en su día había constituido un calvero lleno de vida se asemejaba ahora a los restos de un campamento de mercenarios descuidados. Un amplio círculo de tierra se veía ennegrecido y estéril, salpicado de leños chamuscados. Los puentes colgantes, antaño vías de comunicación que unían los árboles y los hogares y aposentos que se ocultaban detrás, pendían ahora inertes contra los árboles negros. Los hogares elfos habían desaparecido, al igual que sus habitantes. Foxfire sintió un nudo en la garganta al vislumbrar restos de huesos quemados entre los despojos de árboles.

El hogar del Consejo Elfo había sido destruido, y con él se había esfumado la única esperanza de restablecer la unidad del Pueblo asediado.

Una ligera palmada en el hombro sacó a Foxfire de sus funestos pensamientos. Al volverse, vio que el cazador le tendía una flecha ennegrecida.

—La cogí de entre dos costillas desnudas. Mira la marca.

El elfo echó un vistazo a la saeta. La marca que en ella había le resultaba familiar: tres líneas curvas combinadas para formar la figura estilizada de una flor de alcornoque. No cabía duda de que la flecha era suya, pero ¿cómo la había perdido? ¡No había errado un blanco desde que era niño!

Miró con incredulidad el rostro de su amigo.

—¿Cómo?

—Los humanos. —Korrigash señaló la saeta—. Fíjate en la longitud.

Foxfire asintió, pues lo había comprendido de inmediato. La flecha era tal vez unos dos dedos más corta de lo que debería haber sido. Había sido partida, se había redondeado el extremo astillado y se había fijado una nueva punta de flecha. Como los elfos del bosque localizaban y reutilizaban todas las flechas usadas para cazar, ésta sólo podía proceder del cuerpo de un enemigo. Era posible que la saeta hubiese quedado insertada en algún ogro o monstruo similar que hubiese sido herido, pero esas criaturas carecían de la inteligencia suficiente para dejarla allí a fin de que los demás la encontraran. Esto era obra de los enemigos de los elfos: los humanos.

—Enfrentar a las tribus —comentó, triste, el cazador.

Una vez más volvió a asentir Foxfire. Las marcas de los mejores cazadores y los mejores guerreros eran muy conocidas en el bosque y no todos los que se topasen con el devastado asentamiento elfo desentrañarían la estratagema. Pero aunque era posible que alguien intentase enfrentar entre sí a las tribus, el propósito oculto tras un acto tan sombrío era algo que Foxfire no alcanzaba a comprender.

Sin embargo, había un humano que tal vez conociera las respuestas. Foxfire recordaba su conversación con Bunlap y de improviso supo dónde podría encontrar al humano.

Se acercó a Tamsin y apoyó una mano en el hombro del elfo. Una punzada de culpabilidad asaltó a Foxfire al advertir la expresión obsesiva en el rostro del luchador. Tamsin era vidente, a pesar de ser un elfo verde. Era como si el joven estuviese contemplando delante de él la carnicería tal y como había sucedido. Ese don era a la vez un tormento y una bendición, pero en aquel momento necesitaba la ayuda del elfo porque al ser gemelo tenía un lazo de unión con su hermana que les permitía conversar telepáticamente.

—Tienes que avisar a Árboles Altos de inmediato —le dijo Foxfire—. La tribu tiene que enviar un destacamento a la frontera del bosque por la parte sur de Piedra Musgosa. Treinta elfos armados con flechas verdes sin marca.

Esta última orden no tenía precedentes porque las flechas elfas conocidas como «relámpagos negros» se forjaban mediante un proceso largo y místico. Las flechas verdes eran bastas y estaban inacabadas según los esquemas elfos; resultaban mortíferas si se disparaban con arcos elfos pero carecían de los ritos que imbuían las armas con magia del bosque y que unían a los guerreros y a los cazadores con su hogar de un modo que ningún humano, y pocos elfos, comprendían por completo. Sin embargo, Foxfire sabía que su petición sería cumplida, y comprendía que eso era la medida del alto respeto que la tribu profesaba a su liderazgo y su juicio. Sólo confiaba en que aquella decisión no traicionase la confianza de su gente.

—Si hasta ahora no ha habido incursiones elfas en territorio humano, las habrá a partir de ahora —añadió en voz baja—. Atacaremos la granja donde mantienen prisioneros como esclavos a los elfos.

Al oír aquellas palabras, la expresión atribulada desapareció de los ojos de Tamsin, como se esfuma la niebla matutina, cuando salió el primer rayo de sol de su odio.

—En ese caso, transmitiré tus palabras a Tamara con sumo placer. ¡Y le diré que inste a los guerreros a apresurarse!

—¿Cómo va la granja? —preguntó Arilyn en tono despreocupado.

Sus palabras parecieron irritar a su joven huésped, como pretendía. El príncipe Hasheth le dedicó una mirada funesta, pero enseguida recompuso su expresión de rapiña con una máscara de arrogancia tan estudiada que Arilyn se convenció de que la había ensayado delante del espejo.

Parecía que Hasheth, hijo menor del bajá reinante, atravesaba grandes dificultades para encontrar una vereda adecuada a sus ambiciones y a su exagerado apego por su persona. Arilyn se había encontrado con el joven varios meses atrás, cuando había intentado ganar fama y riqueza como asesino. Le habían encargado matar a otro asesino, llamado Arilyn, pero con ayuda de Danilo ella había conseguido no sin esfuerzo convencer al orgulloso joven de que el encargo era en verdad una sentencia de muerte orquestada por los jefes de cofradía que deseaban sacar al hijo de Balik de la Cofradía de Asesinos. Desde aquel momento, Hasheth se había convertido en un aliado, había contribuido a promocionar a Arilyn en el seno de la cofradía y había introducido a Danilo en la vida social del palacio. Al hacerlo, había encontrado finalmente la actividad que mejor se ajustaba a su carácter. El papel de confidente de los Arpistas atraía al joven, porque la intriga era una habilidad muy apreciada en Tethyr. Sin embargo, sus actividades de Arpista no le habían proporcionado la riqueza y el estatus que ansiaba. Desde que había salido de la Cofradía de Asesinos, había probado una docena de ocupaciones y la última, en apariencia, le complacía tan poco como cualquiera de sus opciones anteriores.

—Me he limpiado el barro y el estiércol de las botas, y he dejado la finca en manos de un administrador —anunció Hasheth con desdén—. La vida como noble del campo es mortalmente aburrida. ¿Qué necesidad tengo yo de tierras o de títulos, yo, que soy hijo del bajá?

Arilyn pensaba que, en realidad, las tierras y los títulos serían una gran mejora en el lote que poseía en la actualidad Hasheth. Como hijo menor de un harén, su estatus era a grandes trazos el correspondiente a un hábil hombre de negocios, y sus perspectivas eran mucho menos prometedoras. Según el último recuento, Balik tenía siete hijos de sus esposas legales y su harén había producido trece o catorce más. Hasheth tenía como mínimo una docena de hermanos mayores que él y, aunque hubiese llegado a perfeccionar su habilidad como asesino, le habría costado varios años abrirse camino hasta el primer puesto de la fila.

La semielfa hizo un gesto de asentimiento, comprensiva.

—La tierra es importante, pero la riqueza de Espolón de Zazes procede sin duda del comercio. ¿Has pensado en convertirte en mercader?

El príncipe soltó un bufido.

—¿Un verdulero? ¿Un vendedor de camellos? No, creo que no.

—¿Y qué te parecería ser aprendiz de la Cofradía Marítima, junto a un hombre que se sienta en el Consejo de Nobles? —contraatacó la Arpista—. El comercio y la política van de la mano como la daga y la espada, y en ningún otro lugar es más evidente que en Espolón de Zazes. Podrías aprender mucho y reunir los instrumentos necesarios para labrarte tu propio futuro. Aquellos que controlan el comercio tienen siempre gran influencia sobre los dirigentes. E Inselm Hhune es un hombre ambicioso; harías bien en unirte a su flota.

Hasheth asintió, mientras la contemplaba con ojos meditabundos.

—¿Y los Arpistas... apoyan a ese lord Hhune?

Su tono era despreocupado, pero Arilyn pudo casi oír los engranajes del dios Gond girando en su mente. Era evidente que pensaba que ella tenía algún otro propósito en la cabeza, aparte de la prosperidad de su carrera. La Arpista ocultó una triste sonrisa. Hasheth era bueno y mejoraba día a día.

—No, por supuesto que no —respondió, brusca—. Como te he dicho, Hhune es ambicioso y sería conveniente para los Arpistas mantener la vigilancia sobre un hombre como ése. Pero no hay razón que te impida hacernos ese favor y a la vez prosperar en tu carrera.

La idea pareció complacer al joven, que alargó un brazo para coger una botella con incrustaciones de piedras preciosas y añadir un poco más de vino a la copa de Arilyn. Ella la vació, complaciente, de un trago, sin dejar de detectar el brillo que centelleó en los ojos de Hasheth. Era un truco muy habitual, uno que había usado él en multitud de ocasiones con la esperanza de que una cantidad importante de vino calishita pudiese derribar las sólidas defensas de la semielfa y la condujese hasta su cama. Arilyn era consciente, aunque sin vanidad, de que la consideraban hermosa, y estaba acostumbrada a recibir atenciones por parte de los hombres. Hasheth la divertía y la exasperaba a la vez, porque el joven siempre expresaba su admiración de un modo que sugería que le estaba otorgando un gran honor. Arilyn era experta en decir que no: tenía un repertorio amplio que incluía desde una amable excusa fingida a un contundente revés de esgrima, pero cada vez le resultaba más difícil frenar las insinuaciones de Hasheth con el rostro impasible.

Afortunadamente para Arilyn, el joven parecía más interesado en sus futuras posibilidades que en sus más inmediatos impulsos libidinosos.

—Pediré a mi padre que me coloque al servicio de lord Hhune.

—Hazlo, pero antes deberías saber que Hhune estuvo probablemente envuelto en el complot contra tu padre —le advirtió—. Es incluso posible que tenga algo que ver con el intento de las cofradías para asesinarte. Deberías vigilar tu espalda.

Hasheth se encogió de hombros como si esas ofensas pasadas no fuesen dignas de tener en consideración.

—Si lord Hhune es de verdad un hombre ambicioso, optará por el camino que más le convenga —comentó, y a Arilyn le pareció oír también la frase no formulada: «Igual que yo».

La actitud del joven no tranquilizó en lo más mínimo a Arilyn. Hasheth era ante todo pragmático y haría todo lo necesario para avanzar en sus ambiciones. Mientras sus intereses corriesen parejos a los de los Arpistas, todo iría bien, pero no estaba segura de que siempre fuera a ser así. De todas formas, el honor la obligaba a hacerle una última advertencia.

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