Sombras de Plata (13 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

¿O quizá no?

Hhune a menudo se había preguntado por qué había fracasado el plan de las cofradías de deponer al bajá Balik. Se había preparado con gran meticulosidad y se había ejecutado de forma intachable, pero sin embargo los conspiradores principales habían sido asesinados y el propio bajá había propuesto leyes para limitar en gran medida los poderes de las cofradías. Era evidente que le había llegado información de la intriga, pero, por más que lo habían intentado, no habían podido saber quién había sido el traidor.

Hhune se recostó en la silla y contempló, pensativo, a la rapsoda semielfa. ¡Arpistas trabajando en Espolón de Zazes! Se estremeció al pensar en la posibilidad de que se añadiera aquella astuta sociedad en la lista siempre creciente de aquellos que pretendían hacerse con el poder o influir en los acontecimientos en Tethyr. Aquel agente tenía que ser descubierto de inmediato, antes de que los planes de Hhune, cuidadosamente elaborados, fueran descubiertos y desbaratados.

Cuando las últimas notas plateadas de la lira dieron paso al silencio, el noble sonrió a la juglar.

—Gracias por la canción, mi querida dama. Mi mayordomo os recompensará por la actuación y por las molestias del viaje, pero, primero, ¿podríais decirme dónde oísteis por vez primera esta interesante historia?

—En una taberna, milord, como su joven aprendiz —respondió la semielfa—. Está muy difundida, pero cuentan que la balada se introdujo en Tethyr de la mano del mismo bardo Arpista que la escribió.

—¿Conocéis el nombre de dicho juglar?

—No, mi señor, pero dicen que en la canción se menciona a sí mismo.

La certidumbre golpeó a Hhune como la punzada de una daga porque al escuchar la balada, la identidad de ese «juglar» le pareció dolorosamente clara. Lo más probable era que el compositor y el héroe fueran una misma persona..., ¡no podía ser de otro modo porque la balada rebosaba de autocomplacencia! Y la descripción del héroe concordaba con alguien a quien Hhune conocía, no demasiado bien, pero sí demasiado para su gusto.

No obstante, el noble procuró ocultar la respuesta. Una vez más, llamó a su atento criado y, tras dejar a la semielfa a su cuidado, le dio instrucciones de tratar a su invitada con toda cortesía y escoltarla de regreso a la ciudad.

Una vez hecho eso, Hhune cerró la puerta y se sentó a una silla situada frente a su atento aprendiz. El noble sabía, por supuesto, quién era el agente Arpista; era alguien cuya identidad había sido patente durante todo el tiempo, un recién llegado del norte, un joven acomodado nacido en uno de los clanes de mercaderes más poderosos de Aguas Profundas..., todas esas cosas eran motivos más que evidentes para despertar sospechas. Y sin embargo, con una audacia propia de los grandes maestros ladrones de guante blanco, los Arpistas habían sabido ocultar a su agente a plena luz del día. ¿Quién iba a sospechar que el joven frívolo que había compuesto aquella balada, según todos los indicios un petimetre y un tonto, era en realidad una víbora disfrazada de bufón?

En definitiva, ¿quién iba a sospechar de Danilo Thann?

Lo que ahora deseaba saber Hhune era cómo había llegado aquella revelación a Hasheth.

—El bajá estará encantado de saber que esa entrometida gente del norte trabaja en su reino —empezó Hhune, para avanzar paso a paso.

—Ya lo sabe —repuso el joven con voz fría—. Ese bardo se dedica a cantarle las baladas directamente al oído a mi padre. Me lo han contado, aunque yo no lo apruebo.

—Y sin embargo, los hombres sabios aceptan siempre los regalos, aunque procedan de un enemigo —comentó el noble con cautela. No podía confesar que compartía los crueles sentimientos de Hasheth, porque por lo que él sabía, aquello podía ser una trampa y no deseaba que el joven saliera corriendo a contarle a su padre que Hhune lo desaprobaba.

—El regalo está hecho. Ese hombre no nos sirve para nada más —continuó Hasheth.


¿Nos?

Hhune dejó la pregunta pendiente en el aire y observó con detenimiento a su aprendiz a medida que el joven formulaba una respuesta. Los ojos de aquel joven le resultaban muy interesantes a Hhune. Fuera cual fuese el talento que pudiera tener Hasheth, el príncipe no había aprendido todavía a ocultar sus emociones. Existía un asunto personal entre él y ese Arpista, de eso estaba seguro.

—Ahora estoy a vuestro servicio —repuso Hasheth, con énfasis controlado—. Me da la impresión de que no os proporcionaría un buen servicio si dejara que se quedase un Arpista en las cofradías.

«Bueno, eso da respuesta a muchas preguntas», pensó Hhune, irónico. En palacio se conocía la confabulación contra Balik. Era incluso posible que el joven Hasheth hubiese sido situado, al servicio de Hhune para actuar como informador, tal vez incluso por los propios Arpistas..., lo cual sería hasta ventajoso porque permitiría que el flujo de información corriera en ambos sentidos.

Hhune se recostó en su asiento.

—Me considero juez imparcial de los hombres y sé que no sólo conoces a ese Arpista, sino que tienes algo contra él, algo de tipo personal.

Una imagen de Danilo Thann relumbró un instante en la mente del noble: un joven rubio y atractivo que bailaba recientemente en una fiesta, rodeado de mujeres de la corte.

—¿Una mujer, quizás? —aventuró Hhune en tono malicioso, y se vio recompensado con una expresión de patente resentimiento en los ojos del príncipe—. Ya veo, una mujer. Y deseas que sea eliminado un rival del objetivo de tus afectos.

—El asunto no es tan sencillo, y, aunque lo fuese, como aprendiz que soy no actuaría sin vuestro consentimiento —replicó Hasheth.

—Bueno, supongamos que ya lo has obtenido. ¿Qué harías entonces?

—Contrataría a todos los asesinos de la cofradía para que lo cazaran con la máxima rapidez —repuso el joven con voz gélida—. Esto es más que un asunto personal. ¡Todo el oro que se gaste en conseguir la muerte de este traidor en particular será bien empleado!

Pero Hhune sacudió la cabeza.

—Espera tres días. Ese joven alocado tiene amigos poderosos en Aguas Profundas y habría repercusiones graves si aquí, en Tethyr, actuáramos contra él de forma precipitada. Deja que la balada cumpla su función antes de que demos el golpe. ¡Los Arpistas no podrán vengar a un agente que se traicionó a sí mismo con una canción!

—Esa balada...

—Será cantada en todas las tabernas de Espolón de Zazes —concluyó Hhune, firme—. Créeme si te lo digo. —Tras esas palabras, cogió una moneda de oro de grandes proporciones de su bolsillo y se la lanzó a su aprendiz.

El joven captó con destreza la moneda y la estudió. El gesto arrogante y altivo de sus hombros se esfumó al instante y se quedó mirando a Hhune con una expresión de éxtasis, e incluso de verdadero respeto, en los ojos.

—Veo que conoces las marcas de esa moneda —repuso el noble, tajante—. Y me alegra que sea así, porque los Caballeros del Escudo son en gran parte responsables de la llegada al poder de tu padre. Si se supone que tienes que quedarte a mi servicio, debes comprender mi posición con ese poderoso grupo, y lo que significa para mí. Esa moneda puede señalarme como agente de los Caballeros, pero la
información
es la moneda que vale, con ella un hombre ambicioso puede comprar poder. ¿Me comprendes?

—Sí, milord —convino Hasheth, anhelante.

—Bien. También debes comprender que poco sucede en estas tierras del sur que los Caballeros no hayan planeado, y que de todo obtienen provecho. En el norte, no sucede lo mismo. Eso podría cambiar si tuviésemos agentes que pudiesen infiltrarse en las filas de los Arpistas y facilitarnos información recogida a través de esos intermediarios. ¿Crees que podría hacerse una cosa así?

—Podría hacerse, milord.

Hhune percibió el tono de confianza que traducía la voz del príncipe, y el gesto altivo de la barbilla. Así pues, había otro Arpista junto a ese molesto Thann, y uno que Hasheth conocía. Tal vez fuese la mujer por cuyas atenciones estaba dispuesto Hasheth a traicionar a un antiguo aliado.

—¿Es hermosa esa Arpista? —preguntó en tono despreocupado.

—Una diosa, milord —farfulló el príncipe, y acto seguido se mordió los labios al darse cuenta de lo que acababa de confesar.

El noble chasqueó la lengua.

—No me importa cómo te diviertas, ni deseo saber el nombre de esa otra Arpista..., al menos, de momento. Haz todo lo que esté en tu mano para ganarte su confianza y demuestra que eres un informador competente. Si lo haces, me servirás bien.

—Como deseéis, lord Hhune.

Hhune, que de hecho era un hombre que juzgaba con bastante astucia a los demás, no dudaba de que las cosas se harían como había acordado. Sabía reconocer el fuego de la ambición, y pocas veces lo había visto arder con tanto ímpetu como en los ojos negros de Hasheth. Aquel joven haría todo lo que pudiese por su causa.

El noble se puso de pie, gesto que significaba que la entrevista tocaba a su fin.

—Regresarás de inmediato a la ciudad. He dado instrucciones a mi escriba Achnib para que te instruya sobre mis asuntos marítimos. Aprende bien y hablaremos más detenidamente a mi regreso.

—¿Regreso, milord?

—Cada año viajo a Aguas Profundas para asistir a la Feria del Solsticio de Verano y recibir el informe de nuestro agente allí, una mujer de provincias llamada Lucía Thione que ostenta una posición alta tanto en asuntos de negocios como sociales.

El joven parecía impresionado, como Hhune pretendía. La familia Thione estaba emparentada con la casa real de Tethyr. Pocos miembros habían escapado a la ejecución tras la caída de la familia real, y el hecho de que uno de los supervivientes fuera aliado de los Caballeros del Escudo otorgaba un lustre especial a la sociedad secreta.

Todas las cosas, incluida la lealtad, tenían un precio. Cuando Hhune despidió al joven, no le quedaba duda de que era ahora el orgulloso propietario de un príncipe..., un príncipe que daba la casualidad de que era un aliado de confianza de los Arpistas. A su modo de ver, era un pacto provechoso.

La noche transcurría lenta para Arilyn, porque por más que lo intentaba no lograba apartar de su mente la imagen de la guerrera elfa que había visto en la cámara del tesoro de Assante. Cuando por fin consiguió conciliar el sueño, su descanso se vio alterado por el rostro de su desconocida antepasada y por un coro de voces elfas que le exigían que redimiera el deshonor causado a la espadachina. Arilyn se despertó antes del alba, con las voces todavía resonando en sus oídos y la convicción de que las visiones de aquella noche tenían algún significado especial. El sueño tenía una intensidad muy misteriosa que le recordaba a los que había experimentado hacía más de dos años.

Sus ojos se desviaron instintivamente a la hoja de luna, que yacía desnuda y presta en la mesilla de noche, al alcance de la mano. Arilyn alargó, vacilante, los dedos para rozar la hoja y, tal como esperaba, una corriente de magia le recorrió el cuerpo.

La Arpista retiró la mano en la que sentía el cosquilleo y, con un suspiro, cogió el arma por la empuñadura y la colocó en su antigua funda. De un puntapié, apartó las sábanas y se levantó mientras se ceñía el cinturón con dedos expertos.

Con los pies descalzos y vestida únicamente con polainas y ropa interior, aparte de la hoja de luna, por supuesto, Arilyn se acercó a la ventana. La ciudad yacía dormida a sus pies, y sólo la poblaban aquellos que, como ella, trabajaban mejor al amparo de la noche.

Durante largo rato permaneció Arilyn en la atalaya que le proporcionaba la ventana, contemplando los tejados de Espolón de Zazes con ojos que nada veían, mientras se negaba a aceptar lo que sabía que era cierto. Tras un silencio de más de dos años, la sombra elfa, el alma de la hoja de luna, se revolvía inquieta. Una vez más, el espíritu de la espada mágica exigía algo de la semielfa que la portaba.

La última vez que había sucedido aquello, más de veinte Arpistas tuvieron que morir antes de que Arilyn reconociera finalmente la voz de la espada. Conocía el coste de no prestar atención a las advertencias de la hoja de luna, pero aun así los colores del amanecer se difuminaron en el cielo antes de que fuera capaz de decidir un rumbo de acción, y hasta el final de la mañana no se sintió lista para proceder.

La semielfa no se consideraba cobarde. Desde temprana edad había aprendido a pelear con hombres armados, luchar contra monstruos indescriptibles y enfrentarse a la horda de Tuigan en el horror perpetuo de la guerra, pero sólo había una cosa bajo la capa de las estrellas que Arilyn Hojaluna verdaderamente temía: los poderes ocultos en la antigua espada que llevaba atada al cinto.

Arilyn comprendía y era capaz de manejar con destreza varios aspectos de la magia de la hoja: la avisaba del peligro, le proporcionaba una velocidad y poder sobrenaturales, le permitía utilizar todo tipo de disfraces y le otorgaba una resistencia al fuego que en más de una ocasión le había salvado la vida. Pero lo que más temía Arilyn era la sombra elfa, su propio reflejo en el espejo, pero ¿qué podía hacer sino invocarla y aprender de ella lo que pudiese?

La Arpista agarró la empuñadura de la hoja de luna e inhaló profundamente para calmarse. La hoja elfa salió con un siseo de la funda y se quedó resplandeciente a la luz de la mañana mientras Arilyn la sostenía en alto con ambas manos.

—Acude a mí —musitó, suave.

Como respuesta, una neblina azulada emergió de la espada y se arremolinó en el aire hasta formar una silueta que le era familiar, aunque espectral. La Arpista bajó los brazos hasta apoyar la punta de la espada en el suelo de madera, pero apenas se dio cuenta del gesto porque tenía la vista fija en la forma que se estaba moldeando delante de ella.

Por un momento, le dio la sensación de que contemplaba su propio reflejo en las aguas de un estanque iluminado por la luna, pero luego la sombra elfa salió de la neblina y se plantó ante ella, y vio que era una figura tan sólida y mortal como la suya propia. A diferencia de la Arpista, la sombra elfa iba ataviada con ropa de viaje, unas botas gastadas pero cómodas y los pantalones de montar que siempre que podía elegía Arilyn.

Durante largo rato, la semielfa y la sombra elfa se contemplaron con expresión cautelosa. Arilyn sintió un súbito impulso, la urgencia de rascarse la nariz para ver si su sombra hacía lo propio, y la ingenuidad de aquel pensamiento le hizo sonreír brevemente.

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