Sombras de Plata (35 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

—Pero Foxfire es amigo mío, y eso que hace lo pone en peligro a él mismo.

—¿Por qué? —replicó Hurón, cortante. Durante muchos días se había mantenido ojo avizor con la semielfa. Según todas las apariencias, las acciones de Arilyn seguían el curso que ella misma pregonaba, pero no podía librarse por completo del temor de que Arilyn cayese de nuevo en el papel que había representado con tanta destreza entre los humanos y le parecía posible que, una vez a solas, la hoja de la asesina se hundiese en el corazón de Foxfire.

No obstante, Korrigash no compartía aquella preocupación.

—Para bien o para mal, se forman lazos entre un varón y una hembra, y eso es más cierto que nunca en mitad del verano. El Pueblo sigue ahora a Foxfire, pero tal vez deje de hacerlo si se compromete estrechamente con una elfa de la luna.

—Y si dejan de seguir a Foxfire, tú estarás al mando —corroboró Hurón con calma, reconfortada por las palabras del cazador—. Dejemos que las cosas sigan su curso. Pero ahora ven —añadió, en un brusco cambio de humor—. La noche es breve.

—Pero tú estás comprometida con Foxfire —protestó Korrigash. Se notaba a las claras que se sentía a la vez turbado e intrigado por su sugerencia.

—Él está de todas formas comprometido —señaló la hembra—. Considera que estás haciendo prácticas, en caso de que tengas que suplantarlo en algún otro asunto.

El cazador hizo asomo de protestar, pero las palabras le salieron vacilantes y, al final, cesó de hablar. La magia del solsticio de verano se había apoderado ya de él.

Foxfire alzó la vista para contemplar la espesa bóveda de vegetación del bosque y la luna del solsticio que se hundía en el cielo. Su luz pálida parecía suspendida en los miembros largos y blancos que todavía se entrelazaban con los suyos. Depositó un beso, suave como el ala de una mariposa, en los párpados cerrados de la semielfa dormida y se preguntó qué hacer a continuación.

Había tenido dudas con anterioridad, pero ahora tenía la certeza; tuviera lo que tuviera en su corazón y en su alma, la sangre de Arilyn era medio humana. Ningún elfo dormía como ella lo hacía.

Como jefe de guerra, Foxfire estaba comprometido a seguir las indicaciones de Rhothomir. Podía discutir con el Portavoz, y de hecho lo hacía más a menudo que cualquier otro elfo de la tribu, pero respetaba a aquel elfo de mayor edad pues le debía a él todo su conocimiento. Según las costumbres de la gente elfa, estaba obligado a contarle a él lo que sabía de la recién llegada, pero ¿cómo podía hacerlo, conociendo como conocía a Rhothomir? Para el Portavoz, todos los humanos eran enemigos, y los semielfos eran una obscenidad, una abominación. Probablemente ordenaría el sacrificio de Arilyn aunque no presentase una amenaza para la tribu. Y en esos momentos de trifulcas, ni la influencia de Foxfire ni las discusiones podrían salvarla.

¿Y la propia Arilyn? ¿Cómo reaccionaría si supiese que su secreto había sido desvelado? En este caso, tampoco le quedaban a Foxfire demasiadas dudas del resultado. Huiría del bosque, y eso no podría soportarlo. No, no tenía que enterarse de que la había pillado dormida.

Pero ¿cómo podía hacerlo? Foxfire no sabía lo que era el sueño..., tal vez un estado parecido al ensueño, un estado en el que se entraba con lentitud y que tenía varias fases. Había caído en él apenas unos minutos antes. Tal vez podría ayudarla a despertar y utilizar su propia y sorprendente inocencia como un aliado. Ella no estaba familiarizada con sus propias respuestas y, aunque Foxfire se maravillase de que pudiese ser cierto, era posible que ella llegase a confundir un momento de sueño con la neblina lánguida y maravillosa que sucedía a su celebración en privado.

Con gran suavidad pero gesto firme, empezó a llevarla de regreso a la consciencia con mimo. Sus ojos del color del cielo se abrieron y lo observaron con cautela.

Foxfire sonrió.

—Acepto que los designios del Seldarine son un misterio, pero nunca entendí por qué la diosa del amor y de la belleza pertenece a los elfos de la luna. Ahora lo entiendo, porque en ti he visto su rostro.

No había falsedad alguna en sus palabras; de hecho lo sentía tal como lo había dicho, pero había un segundo mensaje entre líneas, y vio por el brillo de los ojos de Arilyn que lo había captado. La diosa Hanali Celanil era el compendio y la esencia de la hembra elfa. No habría podido expresar con mejores palabras cuán grande era su respeto por Arilyn como amante, o la aceptación de su persona como una elfa. Esperó fervientemente que ella oyera sólo el halago de sus palabras, y no la mentira.

Y así fue. Sus brazos blancos le rodearon el cuello y la magia del solsticio de verano empezó de nuevo para ellos.

15

Kendel Hojaenrama se coló en la taberna del muelle conocida como La Garganta Polvorienta y se abrió paso entre la multitud de clientes sedientos y sudorosos en dirección a un lugar libre que quedaba en el extremo más alejado de la barra. No es que a él le agradase aquella ruda multitud, ni la cerveza amarga, pero se encontraba sediento y cansado tras un día de duro trabajo en el muelle de Puerto Kir.

La Garganta Polvorienta era famosa por el carácter irreverente de sus camareras y las increíbles reyertas que estallaban casi todas las noches. Además, la taberna había estado cerrada durante casi una decena de días por una reyerta espectacular, y aquella noche era la primera después de la reapertura. A pesar del peligro que suponía frecuentarla, aquella taberna en particular era la favorita de muchos de los compañeros de Kendel, así que se sentía allí más a salvo que en ningún otro lugar.

El reciente tumulto había dejado una serie de marcas nuevas en el maltrecho local. Dos de las vigas que servían de soportes habían sido horadadas profunda y repetidamente a una altura de unos noventa centímetros del suelo. Según Kendel, las vigas parecían troncos parcialmente talados, ya fuera por obra de un castor de grandes proporciones o un leñador de baja estatura. Había un agujero de bordes astillados en uno de los muros de madera, aproximadamente a la misma altura y de una anchura de unos treinta centímetros, que permitía a los clientes echar un vistazo a la bodega de vinos y, a la inversa, dejaba que las ratas residentes contemplasen a voluntad a los clientes. Un tramo bastante grande de la barra había sido sustituido y su tono de madera clara contrastaba con el resto del mostrador, viejo y manchado de cerveza. Era evidente que había varias sillas nuevas y los travesaños rotos de muchas de las viejas habían sido atados con cuerdas en un intento de repararlas. Ni siquiera el hogar de piedra descomunal que adornaba la pared occidental de la taberna había conseguido salir ileso de las peleas y las piedras se veían desportilladas en muchos puntos, y su tono contrastaba con la chimenea ennegrecida por el humo.

Tampoco los empleados de la taberna habían salido ilesos. El fornido cocinero estaba de pie junto al hogar, increpando a un ayudante halfling que sudaba haciendo girar el asador, mientras él iba untando un cordero con una mano. El otro brazo lo llevaba vendado y en cabestrillo con una cinta con lamparones. El aspecto del horrible semiorco que se encargaba de las tareas difíciles y levantaba pesos pesados era todavía más espantoso que de costumbre. Le habían aplastado el hocico y tenía la mandíbula muy hinchada y salpicada de manchas de color púrpura y de aquel feo color verde amarillento propio de los cardenales a medio curar. Se las veía y se las deseaba para respirar a través de la boca hinchada y, con cada inhalación, dejaba al descubierto dientes rotos. De hecho, le faltaba uno de los colmillos inferiores, cosa que le daba un aspecto desequilibrado y grotesco. Incluso varias de las camareras lucían en sus rostros marcas de la batalla: ojos amoratados, nudillos rotos y sonrisas triunfantes.

Aquélla había sido la bronca que más daños había producido a la taberna según la memoria de Kendel, que era longeva. Se fijó en todas aquellas cosas de una simple ojeada. Puerto Kir era un lugar peligroso, y aquellos que deseaban sobrevivir en aquella ciudad aprendían a aguzar sus sentidos y mantenerse alerta ante cualquier señal de peligro.

Kendel también se dio cuenta de inmediato de que él llamaba la atención incluso en aquella abigarrada barra. La mayoría de los tethyrianos nativos tenían la piel aceitunada, los ojos negros y un tono de cabello que abarcaba desde los castaños a los negros. La mayoría de los marineros y braceros que atestaban la taberna eran muy musculosos gracias a su trabajo. En contraste con ellos, Kendel tenía un cabello rubio rojizo, ojos del color del cielo y una piel tan pálida que ningún rayo de sol era capaz de broncear. Aunque fuerte, su constitución era ligera y apenas sobrepasaba el metro y medio. Era, en definitiva, un elfo.

—¿Qué deseas? —preguntó una voz ronca y profunda que parecía emerger desde algún punto indeterminado de detrás de la barra.

Perplejo, el elfo se inclinó hacia adelante y vio que lo contemplaba el rostro de un enano joven con una barba corta y parda y un rostro tan taciturno como una mañana lluviosa.

—¡Un elfo! Ah, entonces no tienes que decírmelo —prosiguió el enano en tono áspero—. La cerveza que sirven aquí es demasiado fuerte para los gustos de los de tu raza, así que seguro que me pides un vaso de agua con gas o quizás un poco de leche caliente.

—O tal vez elverquisst —sugirió Kendel con frialdad. El aspecto delicado de la raza elfa a menudo provocaba que los miembros de otras razas sacaran aquel tipo de conclusiones, cuando en realidad los vinos y licores elfos se encontraban entre los más potentes de todo Faerun.

—Oh, elverquisst, ¿no? Sí, seguro que este lugar está lleno de barriles de vinos elfos —replicó el enano con tono sarcástico—. Y los retretes de ahí afuera están llenos de piedras preciosas, no sé si me entiendes.

Una sonrisa involuntaria asomó a los labios de Kendel. Compartía la recelosa opinión del nuevo camarero sobre la bodega de vinos de La Garganta Polvorienta y, aunque probablemente él no habría formulado su crítica de la misma forma, tenía que admitir que la comparación del enano era acertada.

—A decir verdad, yo mismo me tomaría a gusto una jarra de ese elverquisst — prosiguió el enano en un tono melancólico—. ¡Es una bebida capaz de arrancar pintura y fundir pedazos de metal!

—Nunca había oído describir al elverquisst en esos términos —repuso Kendel, apacible—. Veo que tienes problemas que necesitan ser ahogados en bebida, ¿no?

—Exacto.

Con retraso, el camarero enano pareció recordar tanto sus obligaciones como la reputación circunspecta de su gente así que cerró la boca con un «clic» casi audible y, tras coger un trapo que había sobre un barrilete rechoncho que reposaba a su espalda, empezó a sacar brillo a la barra, dando saltitos para alcanzar la superficie.

El elfo reprimió una sonrisa.

—Si acercas el barrilete a la barra, tal vez te facilites el trabajo, y también podrás ver a los clientes —propuso.

—Aquí no hay nadie que merezca la pena ver —gruñó el enano, pero se apresuró a hacer lo que Kendel le sugería. Al cabo de un momento, se subió al barril y colocó ante el elfo una jarra coronada de espuma—. Cerveza. No es buena, pero sí la mejor que puedas encontrar en este antro. Yo creo que la cerveza sabe mejor sin el agua marina que le añaden para alargarla.

Kendel aceptó la bebida con un ademán y bebió un sorbo. Era sin duda mejor de lo que jamás había probado en la taberna. A cambio, deslizó una pequeña moneda de plata que se sacó del bolsillo sobre la barra, en dirección al camarero. El enano se la embolsó con un diestro y despreocupado movimiento del trapo.

—No puedo dejar que lo vean o me lo quitarán más rápido que un halfling borracho una doncella servicial. El tipo que dirige este antro es rápido cogiendo monedas que no son suyas.

—¿Te han robado? —preguntó Kendel con cautela. No era muy inteligente intervenir en conflictos de los demás, pero se sentía inexplicablemente atraído por el camarero y encantado por sus comentarios. Aquel tono amistoso era raro en Tethyr, en especial con un elfo.

—¿Robado? Podría decirse así —replicó el enano—. Yo vine aquí, como tú, a mojarme el gaznate después de un largo día. —Una sonrisa fugaz iluminó su rostro con una inesperada nota de nostalgia—. A decir verdad, no había sido un día duro. Las Arenas Espumosas..., ¿has oído hablar de ese lugar?

El elfo asintió, porque la reputación de aquella casa de baños y de placer era conocida en la ciudad. Aun así, no creía que el enano dijese del todo la verdad, porque Las Arenas Espumosas era un establecimiento fuera de las posibilidades de los trabajadores del muelle y los camareros.

—Tenía los bolsillos repletos de oro y un puñado de plata —prosiguió el enano, en tono triste—. El oro lo había ganado tras diez años de trabajo duro y la plata era un regalo, legalmente mío. Gasté la plata en Las Arenas..., fue una ganga. Y luego vine aquí, pero antes de haber acabado una cerveza empezó la bronca. Por suerte, me sentía inusualmente tranquilo, porque si no habría podido hacer mucho daño.

—Según todos los indicios, no lo hiciste del todo mal —musitó Kendel—. Supongo que se quedaron el oro para las reparaciones.

—¡Con lo que me quitaron podrían haber reformado el antro entero desde la bodega hasta la chimenea, y todavía les habría sobrado para contratar a la mitad de las chicas que trabajan en Las Arenas Espumosas para que atendieran las mesas! — exclamó el enano—. Luego dijeron que no había bastante, y por supuesto les respaldaban las leyes locales..., así que aquí estoy, trabajando para pagar el resto. He estado trabajando unos días, y parece que todavía me queda. Por lo que se ve, he cambiado un tipo de esclavitud por otro —concluyó, taciturno.

Kendel escuchaba en silencio porque no habría sido muy inteligente proclamar a voces que aquello era una atrocidad. La esclavitud no era desconocida en Tethyr, pero el hecho de que aquel enano extraño y encantador estuviera sometido a ella resultaba especialmente mortificante para el elfo. Los tiempos resultaban difíciles en Tethyr, sobre todo para aquellos individuos que no tenían sangre humana en las venas.

En opinión de Kendel, si existía alguna ventaja de tener una vida longeva era la posibilidad de ver cómo la rueda de los acontecimientos daba vueltas completas, una y otra vez. Pero también era, en muchos aspectos, una maldición, y en Tethyr quizás era doblemente cierto.

Kendel había llegado a Tethyr antes de que los abuelos de cualquiera de los humanos presentes allí hubiese nacido. Había formado un hogar y una familia, pero al cabo del tiempo vio cómo le arrebataban sus propiedades cuando los humanos en el poder decidieron que ningún elfo podía poseer tierras. Gracias a su habilidad con la espada y su resistencia, se había forjado otra vida, y su fortuna había prosperado pareja a la de la facción de la realeza para los que luchaba. Pero luego, el humor de los reyes tethyrianos varió y se sucedió una persecución atroz que diezmó al pueblo elfo incluso más leal. Kendel había podido sobrevivir, pero no así la familia real. Durante años se había apoderado de la tierra un fervor igualitario que se había extendido incluso a miembros de otras razas. Una vez más Kendel había prosperado, sólo hasta presenciar una vez más cómo el ciclo de la opinión ciudadana volvía a replegarse hasta los niveles más bajos. Tres años atrás, había sido mercader. Ahora, el mejor trabajo que podía conseguir era de bracero en los muelles.

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