Sombras de Plata (32 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

—No asumiremos más riesgos. Clausura la explotación forestal de inmediato.

—¿Y los elfos?

Hhune se encogió de hombros.

—Siempre ha habido elfos y siempre los habrá. Dejemos que regresen a sus sombras. He conseguido comprar un poco más de tiempo de manos del Consejo de Señores. Antes de que acabe ese plazo, cesarán los conflictos y la atención de la gente se concentrará en otros asuntos. ¿Queda claro?

—Ah, ahí tenemos un problema —replicó Bunlap en tono de suficiencia—. Hay ciertas cosas que, una vez puestas en marcha, son difíciles de detener. Los granjeros del norte de Puerto Kir viven asustados por temor a un ataque de los elfos. Los negocios en Piedra Húmeda también han decaído, excepto el de alquiler de vigilancia de mercenarios. No creo que consiga satisfacer toda la demanda que hay con mis hombres. Y, además, veo que emprendéis viaje hacia el norte con más personal que vuestra guardia habitual —añadió Bunlap.

—Tengo por costumbre visitar las ferias estivales de Aguas Profundas —repuso Hhune con frialdad—. Tengo que atender mis responsabilidades con la Cofradía Marítima.

—Ah, sí, el comercio. ¿Y cómo va el comercio por tierra estos días?

El maestro de cofradía se quedó mirando al hombre.

—No demasiado bien —admitió.

Bunlap chasqueó la lengua.

—Una lástima. Odiaría ver cómo perdéis vuestra posición en la Cofradía Marítima, eso sin contar con el impacto negativo que tendría sobre vuestras futuras perspectivas si corriese la voz de que esos ataques elfos son una venganza por las atrocidades que se han cometido contra ellos, atrocidades en las que habéis tenido un papel destacado.

—No intentes chantajearme —le advirtió Hhune con tono seco—. Tú estás tan implicado como yo. ¡No puedes echar pullas a los demás sin que te salpique!

—En ese caso, no veo razón para que no podamos seguir aprovechándonos — replicó el mercenario—. Cerraremos la explotación, enviaremos los leñadores de regreso a Vilhon Reach, y construiremos en el campamento una segunda base de operaciones. Mis hombres atacarán a los elfos y los expulsarán. Una vez hecho esto, se habrá solucionado vuestro problema. Vuestras apreciadas rutas comerciales se verán asaltadas por los habituales bandidos y bandoleros, y las aldeas y las granjas se quedarán con los nobles de poca monta para que los atormenten. En breve, la vida en Tethyr volverá a la normalidad. Yo ganaré una segunda fortaleza y arreglaré unos cuantos asuntos personales. Y vos, amigo mío, ganaréis el crédito que os convenga de la súbita calma que se sucederá y que tan adecuada será para vuestros propósitos..., y podréis dar la explicación que más os convenga.

—Si pretendes derrotar a los elfos en su propio bosque, estás completamente loco —bufó Hhune—. Ya se intentó una vez y lo único que consiguió el ejército fue sumergirlos en las profundidades de su selva.

—Es evidente que la destrucción total de los elfos es poco más que una quimera agradable, pero voy a hacer mi pequeña contribución. Francamente, ¿quién notará la diferencia, salvo vos y yo, y los pocos elfos que sobrevivan?

Hhune meditó sobre aquella posibilidad. No era una situación ideal, pero sí un compromiso funcional. No sería la primera vez que se apoyaba en aliados de pasado turbio o que se veía forzado a trabajar fuera de los límites de la ley, y tampoco iba a ser la última.

Tras la finalización de la guerra civil de Tethyr, se habían promulgado leyes en Espolón de Zazes, y en otras ciudades, que limitaban estrictamente el número de armas y fuerzas que cada ciudadano, cofradía o grupo privado podía mantener en activo. Eso había provocado que fuera ilegal el hecho de que Hhune tuviese en propiedad aquel tipo de veleros rápidos, manejables y fuertemente armados que protegían sus barcos mercantes de los piratas. Como Hhune había considerado que esas leyes estaban fuera de toda razón, había encontrado el modo de eludirlas. No obstante, en el interior de la misma cofradía que intentaba proteger había individuos que de buen grado estaban dispuestos a delatar esas actividades con la esperanza de subir en el escalafón de poder. El dinero en la cofradía se llevaba muy controlado y era impensable malversar fondos. Aunque él era un hombre de considerable riqueza, no estaba en sus posibilidades financiar el tipo de flota que necesitaba, así que se le había ocurrido un modo de conseguir los recursos que precisaba y que además tenía al alcance de la mano: los árboles milenarios del bosque elfo.

La explotación forestal en el bosque de Tethir estaba prohibida desde más allá de lo que alcanzaba la memoria humana. Quizá porque esa limitación estaba profundamente arraigada, Hhune descubrió que era más sencillo de lo que había supuesto instalar una base de operaciones. Primero había establecido una cadena de mercaderes, mensajeros y compañías para conseguir la contratación de leñadores en puntos lejanos de Vilhon hacia el este. Todo había ido bien, hasta que los ataques de las tribus orientales de elfos habían paralizado la tala.

En ese momento, Hhune decidió contratar a Bunlap, y el hombre había demostrado su valía en más de una docena de ocasiones. El capitán de los mercenarios tenía a su disposición un auténtico ejército, así como una red de información tan eficiente como cualquier afiliado a los Caballeros del Escudo. El conocimiento que tenía el capitán del tráfico fluvial era tal que los leñadores podían encontrar breves períodos en los que podían hacerse descender río abajo los troncos. En un punto situado al sur de las montañas Espiral de las Estrellas, por debajo de la bifurcación del río en la orilla meridional, se recogían los troncos, se cargaban en carretas y empezaban su viaje por tierra hasta toparse con la ruta comercial que pasaba al oeste de Ithmong y al este de las ruinas del castillo de Tethyr. Una documentación falsa testificaba que los leños procedían del sur. Hhune «pagaba» por los troncos y hacía un buen negocio revendiendo la madera a un astillero de Puerto Kir. Luego utilizaba esos fondos, camuflados en varias compañías tapadera, para pagar su flota de barcos ilegales.

Era un buen plan, y hasta el momento había funcionado bien. Pero mantener la información lejos de su propia cofradía, de los Caballeros del Escudo y de las autoridades de Espolón de Zazes se estaba convirtiendo en un acto de equilibrio cada vez más complejo; acto que, según temía Hhune, Bunlap podía decidir explotar. Era mejor proporcionarle una participación en todo aquel asunto.

—Haz lo que quieras con los elfos del bosque —repuso Hhune con frialdad—. Como tú mismo has dicho, no me preocupa lo más mínimo lo que les suceda. Haz lo que sea necesario para que los conflictos cesen pronto, pero actúa con rapidez y con sigilo.

—De acuerdo —convino Bunlap y, acto seguido, se levantó para marcharse. Al capitán de los mercenarios le daba la impresión que había sido una promesa formulada a la ligera. Además, la tarea iba a resultar más fácil de lo que aquel tonto mercader suponía. En el clima alborotado de Tethyr, un puñado de rumores puestos en circulación podía llegar a sembrar el pánico. Si dejaba que surgiera una nueva fuente de disturbios distinta, la «amenaza elfa» se desvanecería con rapidez, en especial teniendo en cuenta que Bunlap y sus hombres eran los causantes de la mayoría de aquellos disturbios.

Además, era sumamente fácil crear conflicto entre los elfos. Se sentían protectores de los suyos y de sus bosques. Bastaba con amenazar a una de las dos cosas, y esos idiotas de orejas puntiagudas salían a la carrera.

Bunlap estaba impaciente por oír el informe de Vhenlar. Si todo iba como él había planeado, se sentiría lo suficientemente satisfecho como para justificar el oro que le estaba costando el hechicero de Halruaa.

Mientras caminaba a grandes zancadas hacia el caballo que esperaba, Bunlap se acarició con gesto distraído la cicatriz que le cruzaba la mejilla, un ademán que empezaba ya a convertirse en un hábito. Ninguna cantidad de dinero iba a poder compensar esa deuda en particular. Había ciertos asuntos que sólo podían pagarse con sangre.

Y sangre iba a derramar un montón. Cuando acabara con la tribu de Suldusk, todos los elfos de Tethir acudirían en masa a su nueva fortaleza en busca de venganza.

Y él los estaría esperando.

Los días transcurrían con rapidez en el bosque porque había muchas cosas que hacer. Arilyn había descubierto que, aunque los elfos eran muy buenos arqueros, tenían escaso conocimiento de los diversos estilos de esgrima utilizados por los humanos. Eran veloces, ágiles y audaces en la batalla, pero esas cosas no podían reemplazar el conocimiento.

Se pasó mucho rato instruyendo a aquellos que poseían espadas, y estimulando la producción de otras armas. Los habitantes del bosque la observaban horrorizados por encima de sus arcos, pero ella insistía para que los artesanos del poblado hicieran tantas copias como pudieran de su espada. A medida que pasaban los días, Árboles Altos empezó a adquirir un arsenal considerable: lanzas, jabalinas, dagas de hueso y cuchillos..., aparte de todos los objetos que pudiesen ser utilizados como armas.

Todo aquel proceso preocupaba en gran medida a Rhothomir, pues veía que el fin inevitable de todos aquellos preparativos era una guerra de grandes proporciones que su gente no podía ganar.

—No es nuestro estilo atacar a los humanos a lo grande. ¿Por qué tenemos que hacerlo? Es una locura enfrentarse a un ejército tan numeroso.

—No sabemos con cuántos tendremos que enfrentarnos —razonaba Foxfire—. ¡Hablas como si los humanos tuviesen una sola mente y un único objetivo! Podría ser que superásemos en número a nuestros enemigos, y, si no, al menos conseguiremos mantenerlos alejados del bosque.

Y así seguía todo, sin descanso. Arilyn procuraba mantenerse al margen de las discusiones y dejaba que el líder de guerra hablara en su nombre, pues ya tenía bastantes problemas para ocupar su tiempo discutiendo con el Portavoz, tan apegado a las tradiciones.

Lo que resultaba extraño era que lo que más preocupaba a Arilyn eran sus más fervientes seguidores, que se contaban entre los elfos de menor edad: Ala de Halcón y Tamsin eran sus cabecillas, lo cual preocupaba más que tranquilizaba a Arilyn. La transparencia del odio que todos esos elfos sentían por las cosas humanas no era en absoluto conveniente, ni para su propia seguridad ni para la de ellos. El bosque de Tethir era un territorio extenso y profundo, pero era evidente que sus límites, poblados de granjas humanas, carreteras y ciudades, se estaban encogiendo. Esto tenía que ser una batalla, no una cruzada. El mayor objetivo que podía esperar Arilyn era ganar tiempo para los habitantes del bosque, tiempo para que disfrutaran de la paz y de la belleza de las costumbres antiguas, tiempo para que pudiesen aprender nuevos usos y tal vez conseguir algún tipo de acuerdo con sus vecinos humanos. En ese aspecto, Khelben Arunsun y los Arpistas estaban en lo correcto: no había modo de hacer retroceder a los humanos a menos que se pudiese atrasar el tiempo.

Así que no era de extrañar que se sintiera inquieta al ver a Tamsin y a sus seguidores hablando en un corrillo, llenos de una impaciencia que tenía casi atisbos de fiebre. Se introdujo en el grupo y respiró honda y profundamente, con cierto alivio. Los exploradores acababan de regresar.

—Ve a buscar a Foxfire y al Portavoz —ordenó Arilyn a uno de los chiquillos, que echó a correr y regresó al cabo de un instante con los dos elfos mayores.

—Seguimos a los humanos, como dijisteis —informó Faunalin, una joven hembra llamada así por sus ojos de cierva y su piel leonada, presa de la excitación—. Viajaron rumbo al sur, más allá del manantial y fuera del bosque. Continuamos siguiéndolos — añadió con un tono de voz que aún llevaba impreso el recuerdo de las maravillas que había vislumbrado en el mundo exterior—. Hay una vivienda muy grande de madera y piedra. Entraron dentro.

—¿Una fortaleza? —preguntó Arilyn, escueta—. Situada en una colina, desde donde se domina el río...

La mujer elfa asintió, y luego reculó espantada cuando la elfa de la luna soltó una brusca y grosera maldición.

—¿Conoces ese lugar? —inquirió Foxfire, mientras la cogía del codo y la apartaba un poco del grupo.

—He pasado por allí, pero apenas lo conozco. Su dueño es un mercenario conocido con el nombre de Bunlap. Un tipo nauseabundo.

Foxfire se la quedó mirando.

—¿Estás segura?

—Oh, sí —repuso Arilyn, escueta—. Gasté una pequeña fortuna estudiando la fortaleza y sus defensas. Por supuesto, en aquel momento pretendía
pasar
por ella, no averiguar cuál era el mejor modo de atacarla.

—Atacarla —repitió él, sacudiendo la cabeza en un intento de digerir todo aquello—. ¿Podemos hacer una cosa así?

La Arpista suspiró y se pasó una mano por los cabellos.

—Dame unos minutos para pensar en ello, ¿vale? No tengo un plan en mente en este momento.

—Si pretendes meditar sobre este asunto, deberías saber una serie de cosas — repuso Foxfire en tono taciturno—. Yo conozco a ese Bunlap. Asegura que busca justicia por los desperfectos causados por los elfos, pero por lo que yo sé insiste en empañar el buen nombre del Pueblo. El porqué no alcanzo a adivinarlo, pero tiene motivos para odiarme..., lleva mi marca grabada en su mejilla.

Cogió una flecha negra de la aljaba y mostró a Arilyn la marca que había en ella..., la estilizada silueta de una flor de la cual tomaba él su nombre.

—Le grabé esto en la cara.

Arilyn observó detenidamente al elfo.

—¿No podías habérmelo dicho antes?

Foxfire se encogió de hombros, pero en su rostro lucía una expresión compungida.

—En cuanto los humanos abandonan el bosque, nosotros les perdemos la pista. No se me ocurrió que fueses capaz de seguir a ese hombre hasta su guarida.

—Mmmm..., ¿sabes algo más que pueda sernos de utilidad?

Titubeó un instante antes de responder.

—Quizá deberías hablar con Hurón. Ha convivido con los humanos en un intento de obtener respuestas, como hacemos nosotros ahora. No se ha divulgado demasiado adónde fue, ni cómo ha vivido estos últimos meses, pero confía en mí cuando digo que es mejor dejar las cosas tal como están. Hay algunos entre nosotros que no aprobarían sus métodos, y sin embargo otros que estarían dispuestos a imitarla con demasiada rapidez.

Arilyn hizo un gesto de asentimiento, porque comprendía el asunto más de lo que él habría podido suponer.

—Lo haré. ¿Qué más?

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