Sombras de Plata (36 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

El elfo bebió un sorbo de cerveza pero, aunque estaba enfrascado en sus recuerdos, no dejaba de estar alerta a los posibles peligros. Por el rabillo del ojo vio que un grupo de hombres se abría paso por el local. Eran cinco, mercenarios todos. Conocía la calaña lo suficiente para reconocerlos al primer vistazo; todos caminaban de un modo tambaleante que implicaba bravuconería, pero que a la vez sugería una cierta falta de propósito o dirección. Eran hombres sin dueño, en su mayoría, que buscaban una razón para luchar y, en consecuencia, para vivir.

Sin embargo, aquellos hombres parecían ser una excepción pues tenían un propósito concreto. Cuatro de ellos se abrieron paso por la multitud, caminando directamente hacia donde estaba sentado Kendel.

El elfo aflojó con cuidado la daga que tenía atada al muslo. Habían pasado muchos años desde la última vez que la había utilizado, pero la memoria elfa era prolongada y, si se lo forzaba a luchar, estaba seguro que podría defenderse.

—Te conozco —anunció uno de los mercenarios en voz alta, señalando con uno de sus rollizos dedos en dirección a Kendel—. Eres uno de esos elfos salvajes que atacaron la plantación de ganja al sur de Piedra Musgosa. Quemaron un granero hasta el suelo, eso hicieron, y asesinaron a la familia entera y a la mayoría de los braceros.

En aquella estancia, súbitamente silenciosa, Kendel se dio la vuelta para enfrentarse a quien lo acusaba.

—No es cierto, señor —repuso, seco—. Si tiene algún asunto pendiente con el pueblo elfo, será con los habitantes del bosque. Ya podrá ver por el tono de mi pelo y de mi piel que yo no soy uno de ellos.

—Bueno, yo no entiendo de eso —intervino otro de los mercenarios—. Vi a un elfo de cabellos rojizos entre los que encabezaban la incursión. Dicen que le esculpió la marca a cuchillo a nuestro capitán en la mejilla. Por lo que sabemos, podrías haber sido tú.

—Eso no es posible. No he salido de Puerto Kir desde hace muchos meses — protestó el elfo—. He estado trabajando en los muelles desde principios de primavera. ¡Muchas de las personas que hay aquí pueden dar fe de ello! —Kendel echó un vistazo a su alrededor, buscando a alguien que lo corroborase.

Pero no hubo respuesta. Incluso varios de los hombres que trabajaban codo con codo a su lado día tras día permanecieron en completo silencio, con los ojos alerta.

Sin embargo, las palabras del elfo provocaron un estallido de estridentes carcajadas entre los mercenarios.

—¿Habéis oído, muchachos? —se mofó uno de ellos—. ¡Trabaja en los muelles, fijaos! Si alguno de vosotros ha visto jamás un peón como él, que lo diga.

A aquellas alturas quedaba claro para Kendel el rumbo que iba a tomar aquella confrontación. Había presenciado la misma escena con anterioridad, aunque hablando de diferentes lugares: una granja, un palacio, una casa de negocios, una taberna..., al final siempre sucedía lo mismo.

La mirada del elfo permaneció tranquila e inalterable pero su puño se cerró en torno a la empuñadura de la daga. Si atacaba el primero, con rapidez y contundencia, tendría una buena oportunidad para abrirse camino hasta la puerta.

Una buena oportunidad..., más de lo que solía tener habitualmente. Escaparía, y luego empezaría de nuevo, como había hecho en tantas y tantas ocasiones.

—Oí decir que había esclavos elfos trabajando en esa granja, en contra de lo que permite la ley en estas tierras —comentó una voz hosca desde detrás del mostrador—. Si fuerais legales, no iríais tan rápidos en luchar para mantenerlos allí.

Los mercenarios intercambiaron miradas de incredulidad. Se oyó el roce de madera contra madera y un enano de barba parda asomó por el mostrador y se quedó mirando a los tipos con gesto acusador. Los mercenarios estallaron en carcajadas.

—¡Un enano! ¡Y yo que pensaba que se trataba de la voz de los dioses! —se burló uno de ellos.

—Es un poco pequeño para ser dios —comentó otro de ellos, y esbozó una ancha sonrisa al ver que su comentario provocaba otra oleada de risas.

—¡Ocúpate de tus asuntos, enano, y deja que nosotros nos ocupemos de los nuestros!

El enano se encogió de hombros y alzó ambas manos en un gesto despreocupado de aceptación; luego bajó de un salto del tonel y desapareció. El mercenario soltó un puntapié que fue a derribar el taburete que sostenía al elfo.

Pero con gran agilidad Kendel se puso de pie de inmediato, con la daga brillante y lista en las manos. Su atacante levantó la mano por encima del hombro, desenvainó una espada de hoja ancha de una funda y se encaró a él.

Afortunadamente para el elfo, la multitud ponía en desventaja a sus atacantes porque quedaba poco espacio para maniobrar con las espadas de hoja ancha y Kendel pudo esquivar las primeras acometidas. Pero eso fue sólo el principio. Con la soltura que proporciona la práctica, los clientes empujaron mesas y sillas contra las paredes para improvisar una palestra. Muchos de ellos, en especial aquellos que todavía lucían las cicatrices de la última bronca, se apresuraron a alcanzar la salida.

Kendel se encontró de repente frente a los cinco hombres en terreno abierto. Tenía la barra a su espalda y los mercenarios lo tenían rodeado en semicírculo. Llevaban las espadas desenvainadas y el rostro contraído en socarronas sonrisas mientras se aproximaban a él.

Un crujido estrepitoso resonó en el inquietante silencio de la taberna. El camarero enano irrumpió a través del muro de madera de debajo de la barra, con la cabeza en posición baja como si fuera un macho cabrío y se le ocurrió a Kendel de repente la procedencia de aquel enorme agujero que había visto con anterioridad en la pared de la bodega.

Al compás de un grito a su dios de la batalla, el enano embistió directamente contra el mercenario más grande. Su cabeza impactó de lleno por debajo del cinturón del rufián.

Los ojos del mercenario estuvieron a punto de salirle de las órbitas y se le escapó la espada de las manos. Abrió la boca, incapaz de pronunciar una palabra, mientras con las manos se sujetaba el destrozado bajo vientre. Tras un momento de silencio, se tambaleó y cayó de bruces como un árbol talado, para soltar desde el suelo un débil y agudo gemido.

Por su parte, el enano pareció no resentirse en lo más mínimo de la embestida. Pocas sustancias en todo Toril podían equipararse en dureza al cráneo de un enano. Dio unos pasos atrás, rebotó contra la barra y cruzó a la carrera la estancia en busca de un arma. Los clientes se apartaban a su paso como cucarachas que huyesen despavoridas ante la súbita luz de una antorcha, y apareció ante la vista la chimenea, frente a la que estaba el aturdido cocinero, sosteniendo con una mano, apoyada en la cadera, una fuente en la que reposaba una pierna de cordero recién asada.

El enano se aproximó con rapidez a la chimenea y, mientras avanzaba, cogió un paño que había dejado sobre la barra y se envolvió la mano, antes de coger la pierna y regresar sosteniendo la improvisada arma al campo de batalla. Utilizando la carne asada como porra, atizó un buen golpe al mercenario que le quedaba más cerca.

El hombre bajó el filo de la espada para contrarrestar la inusual arma, pero la hoja se hundió hasta la empuñadura en la carne tierna sin por ello detener en lo más mínimo la embestida del enano. Subió hacia lo alto la pata de cordero, incrustando la empuñadura de la espada contra el rostro del hombre. Se oyó un crujido de huesos cuando el mango le destrozó la nariz, y luego una salpicadura cuando la carne humeante topó contra el rostro del tipo y le esparció los jugos calientes sobre los ojos. El mercenario se echó hacia atrás, chillando y sujetándose la nariz rota y los ojos cegados.

—Lástima de comida —musitó el enano, pero lanzó la pata de cordero contra el suelo para poder sacar la espada. El arma era demasiado larga para su corta talla, pero a juzgar por lo bien que el elfo se las estaba arreglando con una simple daga, supuso que su nuevo amigo sabría manejarla con soltura.

Mientras esquivaba uno y otro golpe, Kendel miró de reojo la chimenea mientras resonaba en la taberna un nuevo grito de guerra. Su nuevo aliado sostenía una espada ante él como si fuera una lanza, con la empuñadura hacia su estómago, mientras arremetía de nuevo a la carga. La víctima elegida por el enano se volvió al oír el agudo alarido y esquivó la acometida. Aunque el enano no tuvo tiempo de cambiar el rumbo de su objetivo original, la espada se hundió de pleno en la protuberante tripa de otro mercenario.

—¡Hoop! —murmuró el enano, mientras intentaba enmendar su error con rapidez. Se giró contra la espada y empezó a correr en círculos alrededor del hombre empalado, como si fuera un capataz de granja empujando uno de los brazos de un molino. La espada desgarró la carne con repugnante facilidad y los intestinos del hombre se desparramaron por el suelo mientras el tipo caía, muerto, sobre un charco de sangre.

Mientras, el elfo se apresuró a contrarrestar un golpe del primer hombre, un barrido bajo que habría tumbado a todas luces al enano. Pilló la espada del rufián con la guarnición de su daga, pero la fuerza del golpe lo obligó a ponerse de rodillas.

Antes de que el mercenario pudiese destrabar su espada para descargar otro golpe, el enano se abalanzó sobre él y, pasando por encima de las armas entrelazadas, asestó un puñetazo en un punto por debajo de las costillas del hombre. Éste soltó el aire de los pulmones en una sola ráfaga mientras caía de bruces sobre el elfo arrodillado.

El enano agarró al hombre por el pelo y lo obligó a levantar la cabeza.

—Parece que por fin nos vemos cara a cara —se burló, antes de incrustar el puño en el rostro del mercenario. Con una sola vez habría sido suficiente, pero el enano lo repitió por puro placer. Luego, apartó de un empellón al hombre inconsciente con gesto despreocupado y recogió su espada caída.

—Utiliza ésta, elfo —aconsejó a Kendel—. La otra es mejor, pero verás que el mango está un poquitín resbaladizo.

El elfo sopesó la espada que le ofrecían mientras se levantaba. Acto seguido, dio media vuelta para enfrentarse al último adversario y pasó la daga al enano. Pero el mercenario que quedaba en pie no tenía alternativa ante aquel par, así que se apresuró a envainar su propia espada y precipitarse hacia la salida.

—Tras él —bramó el enano, saliendo a la carrera.

Kendel titubeó, pero enseguida se apresuró a seguirlo. Sabía que empuñar acero contra soldados humanos tenía penalizaciones severas, así que, fuese lo que fuera lo que pretendía hacer el enano, sería más seguro para él que Puerto Kir. Y se le ocurrió a Kendel que el viaje podía valer la pena por sí mismo.

Encontró al enano en el patio, botando salvajemente encima del mercenario, que forcejeaba. Kendel se aproximó a grandes zancadas y colocó el filo de la espada en su garganta.

—Cuánto has tardado —gruñó el enano mientras se echaba a un lado—. Éste bota más que un caballo picado por abejas. Ponte de pie —ordenó al hombre—. Echa a andar rumbo al este por la calle. Yo iré tras de ti y, si echas a correr o sueltas un grito para pedir ayuda, te clavaré esta daga en la espalda.

—¿Qué pretendes hacer con él? —preguntó Kendel situándose junto al enano.

Éste se mordió el labio mientras pensaba.

—A decir verdad, me estoy cansando un montón de estos andurriales. Me voy a ir en dirección a las montañas Tierra Rápida, con los míos, pero se me ha ocurrido que antes podríamos devolver a esta basura al lugar de donde ha salido. Me gustaría conversar con el hombre que lo contrató —aseguró con voz amenazadora.

—¿Por qué? —inquirió Kendel, sorprendido.

—He sido esclavo durante diez años. Más, si añades los días que he tenido que trabajar en los bajos fondos de una taberna, y no me ha gustado nada. Tampoco me complace la idea de ver cómo nadie, ni siquiera esos duendes de elfos salvajes, se ven forzados a someterse a la esclavitud. Quiero saber quién lo hizo y por qué. Contratar espadachines no es barato, y convertir a elfos en esclavos sólo puede traer un montón de problemas. Hay métodos más baratos y sencillos de recolectar hojas de ganja. Tiene que haber algo más.

Kendel contempló al enano con renovado respeto. Pocas veces el pueblo enano consideraba el bienestar de otras razas, pero además se sentía un poco avergonzado por la inquietud que demostraba el enano. Hacía ya tiempo que oía rumores sobre los conflictos que atravesaban los elfos del bosque, pero había intentado mantenerse al margen. Para muchos humanos, un elfo era un elfo, y los incidentes como los que acababan de suceder en la taberna eran bastante habituales. Y ahí había, sin embargo, un enano dispuesto a ayudar a los elfos salvajes.

—¿Por eso luchaste en la taberna la primera noche? —preguntó suavemente—. ¿Saliste en defensa de un elfo asediado?

El enano increpó al mercenario y lo empujó con la punta de la daga.

—Insultaron a mi madre y no tenían por qué hacerlo.

—Por supuesto que no —corroboró Kendel—. Hiciste bien en defender su honor.

—Y su nombre —añadió el enano—. Yo hago algo más que compartir su nombre, ya que heredé mi nombre de ella. Lo llevo con orgullo, pero no todo el mundo ve las cosas del mismo modo.

—Ah, me llamo Kendel Hojaenrama —se presentó el elfo, que sentía curiosidad por saber qué nombre tenía el enano y quería acelerar las presentaciones.

—A mí me llaman Jill —respondió su nuevo amigo mientras echaba una ojeada de soslayo al elfo. Su expresión hizo que Kendel se atreviese a hacer un comentario.

—Eso explica mucho —murmuró en tono solemne—. En idioma elfo, la palabra «Jill» significa «guerrero temible» —mintió con rapidez al ver que se arremolinaba una nube de tormenta sobre las cejas del enano.

—Sí, así era ella —repuso Jill, feliz, olvidado ya todo rastro de enojo—. El nombre se usa en el clan tanto para varones como para hembras. Y aunque parezca extraño, parece que todos los enanos varones que lo heredan son cada vez mejores luchadores.

—Quizá porque tenéis más práctica —comentó el elfo; luego parpadeó al pensar cómo podía tomarse aquellas palabras el orgulloso enano.

Pero para su sorpresa, un profundo rumor de risotada se agitó en el vientre del enano y fue subiendo hasta su garganta en oleadas.

—Sí, quizá tengas razón —admitió.

Los nuevos amigos intercambiaron una sonrisa e hicieron avanzar a su rehén a buen paso hacia el este y hacia las respuestas que los esperaban allí.

16

Tras su encuentro con lord Hhune, Bunlap puso rumbo a su fortaleza con un nuevo contingente de mercenarios y el corazón apesadumbrado y desbordado de planes para destruir a los elfos que tanto se habían burlado de él y que tantas veces lo habían eludido desde hacía tanto tiempo. Uno de sus nuevos empleados, un sacerdote de Loviatar cuya fascinación por el sufrimiento rozaba los límites de lo tolerable, había accedido a acompañarlo hacia el este para interrogar a los elfos asesinados que Vhenlar y sus hombres habían recuperado. Con el tiempo, podrían atacar a los elfos en sus hogares más recónditos.

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