Sombras de Plata (19 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Apartó de un manotazo la alarma y echó una ojeada a la ventana abierta y a la casi invisible cuerda que pendía en el exterior.

—No hay tiempo para explicaciones —le dijo—. ¡Vete!

Pero Danilo, que también había echado una ojeada a la esfera de cristal, sacudió la cabeza.

—¿Y dejar que te enfrentes tú sola a ellos? Ni hablar.

Arilyn intentó esbozar una sonrisa mientras acariciaba el fajín de color gris que proclamaba su categoría entre los asesinos de Tethyr.

—Soy uno de ellos, ¿recuerdas? Diré que te has ido. Nadie osará desafiarme.

—Claro que lo harán —objetó él, conocedor del modo en que los asesinos de Tethyr subían de categoría. Arilyn era consciente de que su compañero había pagado grandes sumas de dinero para estar al corriente de su negro y solitario camino, y aunque había conseguido evitar que él se enterase de muchas de sus aventuras, Danilo sabía que, en más de una ocasión, había tenido que defender de ambiciosos asesinos un fajín que portaba con reticencia. Allí afuera había tres de ellos, y, si la encontraban sola, sin duda intentarían aprovechar la ocasión para atacarla. Cuál de ellos se quedaría con la eventual posesión del Fajín de Sombra sería un tema que discutirían con posterioridad.

La cuerda que había quedado colgada del exterior de la ventana de Danilo empezó a balancearse cuando alguien empezó a descender por ella.

—Vete —suplicó Arilyn.

—Ven conmigo —exigió él en tono implacable.

La semielfa sacudió la cabeza, maldiciendo la tenacidad de acero que se escondía detrás de la imagen de petimetre de Danilo. Lo conocía bien y sabía que tenía pocas oportunidades de razonar con él una vez que había tomado una decisión.

Como era de prever, el Arpista apartó a un lado sin cuidado ni pensar el laúd de incalculable valor que tenía en las manos y la atrajo hacia sí.

—Si crees que voy a dejarte, estás más loca que yo —murmuró veloz y enojado, con palabras apresuradas por la inminencia del peligro—. Ya sé que es el peor momento que podría elegir para mencionarlo, pero, maldita sea, mujer, te amo.

—Lo sé —respondió Arilyn a su vez, arrimándose a él. Durante un breve e intenso segundo, dejó que sus ojos reflejaran lo que sentía su corazón. Luego, se apartó de él y alzó una mano para acariciarle la mejilla. Era la primera vez que le había respondido y le había ofrecido un gesto de cariño. Sus ojos se oscurecieron y cogió con ambas manos la mano de ella para besarle con fervor los dedos.

Pero al hacerlo dejó al descubierto el estómago.

Arilyn cerró el puño de su mano libre y la proyectó con fuerza contra un punto ligeramente por debajo del costillar de Danilo. Éste se plegó en dos y cayó al suelo como un roble talado.

Mientras el hombre tumbado intentaba recuperar el aliento, la semielfa se agachó e hizo girar en sus dedos el anillo de teletransporte que iba a conducirlo de regreso a la seguridad de Aguas Profundas.

Él alargó los brazos para asirle las muñecas, en un intento evidente de arrastrarla en el mismo viaje, pero Arilyn se había levantado ya. La hoja de luna, cuyo intenso resplandor azulado avisaba del inminente combate, salió con un siseo de su funda en el preciso instante en que Danilo desapareció de la vista, con una mano extendida para alcanzarla y una desnuda mueca de angustia pintada en el rostro.

Aunque no había podido pensar en otro modo para salvar a su futuro amante, el necesario acto de traición de Arilyn la dejó con una sensación de agitación en el cuerpo y extrañamente vacía. Respiró hondo y entrecortadamente antes de volverse para enfrentarse al trío de asesinos tethyrianos, sintiendo un cierto y sombrío bienestar al pensar en el inminente combate.

Esto, al menos, era algo que comprendía.

8

La cuerda de hilo de telaraña se balanceaba a medida que Hurón se acercaba a la ventana abierta del Arpista, maldiciendo en silencio su situación.

La hembra asesina se había topado con muchas frustraciones durante su estancia en Espolón de Zazes, y una de las peores era el hecho de que bajo el reinado del bajá Balik, la predominancia social de los hombres era absoluta. En su opinión, era una locura que sobrepasaba la comprensión. Hurón sólo confiaba en que aquella estupidez no le hiciese perder a su presa... Si hubiese ido ella primero, ya habría llegado y la tarea se habría llevado a cabo. Pero no..., los dos hombres tenían que precederla.

Por un instante acarició la idea de dar una patada en la cabeza al hombre que iba por debajo de ella para hacerle soltar la cuerda. ¡Lo habría hecho de buen grado de no ser por el hecho de que difícilmente el hombre hubiese aceptado caer al vacío en silencio!

En verdad, sólo la necesidad de mantener el sigilo la había frenado para no enfrentarse a los otros dos asesinos que habían confluido con ella en el tejado con tanta velocidad. Los tres se habían dado cuenta de que era una locura enfrentarse entre ellos allí arriba y habían aceptado cooperar para llevar a cabo un trabajo rápido y compartir la recompensa. Sin embargo, en cuanto estuviesen los tres en la alcoba de Danilo Thann, Hurón estaría más que dispuesta a desviar su arma contra ellos para defender al hombre que había venido a matar. Quizás así podría atraer el interés del Arpista y convencerlo de que escuchara su historia y la ayudara.

¡Buscar ayuda de humanos y de Arpistas! No había señal más inequívoca de lo desesperada que estaba.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Sus habilidades eran muchas y notables, pero en Espolón de Zazes ocurrían cosas que ella simplemente no podía comprender. Una balada oída por casualidad en una taberna le había inspirado una idea: ¿quién mejor que un Arpista podía resolver aquel rompecabezas, un miembro de una tribu legendaria de espías, informadores y entrometidos? Era una lástima que se hubiese puesto precio a la cabeza de ese Arpista en particular, porque si Danilo Thann se ajustaba al tipo normal de Arpista, sin duda sería capaz de llegar hasta el origen del problema, y eso es lo que Hurón necesitaba. Sabía lo que tenía que hacerse, ¡pero no sabía
quién
podía hacerlo!

Al final, el primer asesino se coló por la ventana del Arpista. Hurón alcanzó a oír su exclamación de sorpresa y, enseguida, el repiqueteo de acero contra acero. Con la bota, dio un empellón al hombre que tenía por debajo.

—Apresúrate, o Samir lo hará solo y reclamará toda la recompensa para sí —le urgió, usando las palabras que sabía que servirían para acelerar al asesino.

Su razonamiento dio en el blanco. El avaricioso asesino se deslizó por el resto de la cuerda que quedaba y se precipitó en el interior de la estancia.

Con el camino ahora despejado, Hurón soltó la cuerda y se dejó caer los centímetros que quedaban. Al pasar frente a la ventana abierta, se agarró del alféizar y, dándose impulso con todas sus fuerzas, se coló por el hueco con la cabeza gacha, rodó por el suelo y se puso en pie con una daga a punto en la mano. A punto..., para nada, o eso pensó.

La escena que se desarrollaba ante ella le hizo perder el aliento y le dejó los pies inmovilizados sobre la lujosa alfombra.

Una misteriosa luz azulada inundaba la habitación y proyectaba las escurridizas siluetas de tres contendientes en cada una de las paredes de la alcoba. El origen de dicha luz era una hoja de luna viviente que sostenía con dos manos una asesina semielfa.

Como si fuera un héroe de alguna antigua leyenda elfa, Arilyn se enfrentaba con firmeza a sus dos atacantes y contrarrestaba cada asalto y cada embestida de sus perversas cimitarras curvas. Su espada mágica resplandecía y giraba, y dejaba a su paso una vertiginosa estela de luz azul.

«Una hoja de luna —pensó Hurón, aturdida—. ¡Una verdadera hoja de luna viviente!»

Sabía que la semielfa portaba una espada de esas características e incluso presumía de haber adoptado su nombre de ella, pero Hurón había dado por supuesto que el arma llevaría adormecida varios siglos y que Arilyn la habría comprado a algún buhonero ignorante, o que la habría cogido al saquear alguna tumba elfa antigua. Las hojas de luna eran espadas hereditarias que poseían una magia temible y, según la leyenda, no podían empuñarlas más que elfos de pura raza y nobleza de espíritu. Ver un arma tan poderosa en manos de una semielfa, y asesina a sueldo, suscitaba una serie de interrogantes que sobrepasaba la imaginación de Hurón.

En ese preciso instante, los abrasadores ojos de Arilyn se detuvieron en la recién llegada y, por puro instinto, Hurón alzó la daga en posición defensiva.

Justo a tiempo. Con la velocidad de una serpiente en pleno ataque, la semielfa giró delante del hombre más cercano e hizo una finta por lo alto. Mientras él alzaba su hoja, la semielfa trazó un círculo rápido y cerrado y se agazapó para esquivar la postura de su oponente. Luego, se abalanzó hacia la hembra asesina con la resplandeciente espada extendida en gesto ofensivo.

La espada elfa impactó contra la daga de Hurón con tanta fuerza que una punzada de dolor le subió por el brazo a modo de chispas brillantes para explotar en su cabeza como fuegos artificiales. La intención de la semielfa era evidente: en un combate contra un adversario más numeroso, lo mejor era eliminar a los contrincantes más peligrosos lo más rápidamente posible. En un rincón de su mente, se recordó Hurón que una hoja de luna era incapaz de derramar sangre inocente, pero no obstante, no se sintió completamente convencida de su seguridad. El camino que había elegido recorrer era una opción necesaria, pero era posible que hubiese deslustrado su persona para la percepción de la sensible espada.

Por fortuna para ella, los dos hombres se recuperaron de la sorpresa y se abalanzaron sobre la semielfa. Atacaron con las cimitarras en alto, espoleando su ímpetu con alaridos. Sin volverse, Arilyn levantó la hoja de luna por encima de su cabeza y contrarrestó la arremetida de la primera espada, mientras por lo bajo soltaba una patada que pilló a Hurón en el estómago con tanta fuerza que la hizo plegarse en dos y precipitarse de espaldas sobre una mesa. En un abrir y cerrar de ojos, la semielfa giró sobre sí misma y utilizó el empuje de los dos filos entrelazados para embestir contra el segundo atacante. Las tres espadas entrechocaron con estrépito, pero Arilyn se apresuró a liberar la suya y dar un paso atrás. Luego, volvió a concentrar la mirada en la otra hembra.

Hurón vio reflejada su propia muerte en los ojos de la semielfa y supo que tenía que reaccionar de forma brillante o, si no, su vida habría acabado.

La punzada de dolor que todavía sentía en las costillas le proporcionó la inspiración: se mordió el interior de la boca con tanta fuerza que se hizo sangre y, acto seguido, sujetándose las costillas con ambas manos, soltó un gruñido. Al hacerlo, un borbotón de saliva ensangrentada le salpicó los labios. Se limpió la boca con el revés de la mano y, tras contemplar horrorizada la sangre, fijó una mirada cargada de veneno en la semielfa. Luego, con gran lentitud, se dejó caer, rascándose la espalda contra el borde de la mesa, hasta quedar tendida en el suelo, sujetándose el estómago y gimiendo suavemente. Al ver que la hembra estaba fuera de combate, Arilyn se volvió para enfrentarse a los otros asesinos.

A Hurón no le sorprendió ver que la semielfa aceptaba su pantomima como verdadera. Durante sus años de oficio como asesina, Hurón había visto morir a muchos hombres y de formas muy diversas, y sabía con exactitud cómo era todo el proceso. Una patada de esas características podía haber roto una costilla, que a su vez podía haber perforado un pulmón. A resultas de una herida semejante, era inevitable la muerte por asfixia, aunque de forma muy lenta. Pero lo que sí sorprendió a Hurón fue el destello de compasión que vislumbró en los ojos de Arilyn Hojaluna al darse cuenta del tipo de muerte que le había infligido. Por fortuna para Hurón, la semielfa estaba muy ocupada, porque en caso contrario hubiese concedido a su adversaria caída una muerte rápida y compasiva.

«Es mejor una muerte rápida», se reprendió Hurón a sí misma con un toque de humor macabro.

Se quedó allí tendida lo más inmóvil que fue capaz, entrecerró los ojos hasta dejar dos meras rendijas y contempló la batalla desde detrás de la espesa cortina de sus pestañas.

Hurón tenía que admitir que su enemiga semielfa era brillante en la batalla. Jamás había visto a una persona que tuviera semejante control de una espada, y sin embargo parecía actuar por pura intuición. Era como si percibiera cuándo y cómo iba a llegar la siguiente arremetida, y eso le permitía ir siempre un paso por delante de sus dos oponentes.

De hecho, la velocidad y la fuerza de su ataque parecían desproporcionadas en relación con su talla. Sí que era cierto que la semielfa era alta, y que su esbelta figura poseía una sorprendente resistencia y potencia elfa, pero eso no era nada comparado con el poderío de su lucha. Hurón ardía en deseos de saber qué secretos había tras la resplandeciente aura que rodeaba la hoja de luna de la semielfa.

En ese preciso instante, la hoja de Arilyn consiguió sobrepasar la defensa de Samir y se la clavó en la garganta. Con el mismo ímpetu, la hundió todavía más hacia abajo, partiendo en dos huesos y tendones con aterradora facilidad. Hurón reprimió una mueca cuando la hoja elfa se hendió en el cuerpo del hombre desde la garganta hasta la ingle.

El otro hombre, viendo una oportunidad en la muerte de su compañero, esbozó una sonrisa lobuna y alzó la cimitarra por encima de la cabeza para clavar la estocada mortal. Para añadir fuerza al golpe, o tal vez imitando inconscientemente a su contrincante semielfo, agarró la empuñadura con ambas manos e inició la descarga hacia abajo.

No obstante, su presunta víctima tenía otros planes. Arilyn liberó de un estirón la hoja de luna del cadáver del asesino y siguió con el mismo impulso para trazar un barrido circular que iba ganando fuerza a medida que avanzaba hasta que Arilyn se quedó frente al asesino superviviente y atacó.

Las dos espadas produjeron un chirrido metálico al encontrarse. Arilyn se apartó de forma instintiva mientras estallaba en pedazos la cimitarra del asesino.

Con un rugido de rabia, el asesino se abalanzó sobre ella con el mellado filo que todavía le quedaba en las manos, con la pretensión de pillarla cuando todavía no hubiese recuperado el equilibrio.

La semielfa esquivó la embestida con un diestro movimiento y luego, tras girar sobre sí misma en círculo, golpeó con la parte plana de la espada el brazo extendido del hombre, justo por debajo del codo. De inmediato, se arrodilló sobre una rodilla y, utilizando la hoja de luna como palanca, obligó a curvarse hacia abajo el codo mientras el filo estropeado de la cimitarra se giraba hacia arriba. El impulso que llevaba el asesino hizo el resto: se tambaleó hacia adelante mientras la cimitarra rota se le clavaba en su propia garganta.

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