Studio Sex (31 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

No tienen vergüenza, pensó Annika.

—¿Y ella está segura del día y la hora en la que se encontró con el ministro?

—Sí, segurísima.

—¿Cómo puede estar tan segura?

—¿Puedo contárselo? —preguntó Daniella a su vecina.

Murmullos y susurros. De vuelta al auricular dijo:

—No, no puedo decirte por qué, pero está segura. ¡Ahora pasa algo ahí fuera! Espera, voy a ver...

Soltó el auricular, Annika oyó sus pasos. Seguramente fue a mirar a través de la mirilla. Los pasos regresaron.

—Ha llegado la policía, están limpiando la escalera. Muchísimas gracias por tu ayuda.

—De nada...

Annika colgó el teléfono, la cabeza le daba vueltas. «Escalofríos» volvió a sonar.

—Contesta tú —le dijo Annika a Anne Snapphane, se levantó y se dirigió a la cafetería. Compró una Ramlösa, se sentó junto a la ventana y vio llover. La noche era gris, oscura y pesada. Ni siquiera las farolas de la embajada rusa conseguían romper la oscuridad.

Me pregunto cuándo enterrarán a Josefin, pensó. Probablemente se demore un tiempo. Los forenses y la policía querrán tener la oportunidad de cortarla en pedacitos para no tener que desenterrarla de nuevo.

Pensó en el ministro, se preguntó detrás de qué ventana estaría mirando.

Tenía la mierda hasta el cuello, pensó. ¿Cómo puede ser alguien tan jodidamente estúpido para entregar una factura de un puticlub a AA. EE.?

Es un tacaño, claro.

Bebió su refresco, los pensamientos retornaron a Josefin. La muchacha muerta había sido totalmente olvidada. Desde el momento en que se destapó que era una bailarina destripteasese convirtió en un simple pedazo de carne, el juguete de los poderosos. Annika pensó en sus padres.

Me pregunto cómo habría reaccionado mamá si fuera yo, pensó. ¿Habría llorado a la prensa local?

Seguramente no, a su madre no le agradaban los periodistas. Uno debía ocuparse de sus cosas y pasar de los demás, ése era su lema. Nunca lo había exteriorizado, pero no estaba especialmente contenta con la elección laboral de Annika. También coincidía con Sven, al que tampoco le había agradado que Annika aceptase la beca.

—Es un trabajo durísimo —había dicho Sven—. A ti no te va en absoluto abordar a la gente y asediarla. Tú que eres tan buena...

Se levantó irritada y regresó a su mesa.

—Paso de todo esto —le dijo a Anne Snapphane, cogió su bolso y se marchó.

Patricia se sobresaltó cuando se abrió la puerta de la calle. Annika se dibujaba como una silueta negra contra la afilada luz de la escalera.

—¿Estabas durmiendo? —preguntó Annika y encendió la luz.

Patricia parpadeó.

—Dejaba que las energías fluyeran —respondió.

—¿Y te he fastidiado? —dijo Annika y sonrió cansada.

—Siempre están aquí.

Annika colgó sus cosas en el recibidor, su chaqueta clara estaba mojada. Patricia se sentó en el sofá.

—Josefin tenía una chaqueta de verano como ésta —dijo asombrada—. Exactamente igual.

Annika la miró asombrada.

—Tiene unos cuantos años, es de Hennes, me parece.

Patricia asintió.

—También la de Jossie. Aún cuelga en el recibidor de Dalagatan. «Siempre llevaré esta chaqueta», solía decir. Decía cosas así con frecuencia, exageraciones: «siempre», «nunca jamás», «ésta es la más grande de todas», «tú eres la mejor, la mejor amiga que nunca he tenido», «le odio hasta la muerte». Hasta la muerte...

Patricia rompió a llorar, Annika se sentó a su lado en el sofá.

—¿Has escuchadoStudio sex?

Patricia asintió.

—¿Qué piensas? ¿Fue el ministro?

Patricia entre lágrimas bajó la mirada a sus manos.

—Pudo ser uno de los peces gordos, los que se marcharon justo después de Jossie. Tenían buenas tarjetas de crédito, tarjetas del gobierno. Y los alemanes. Ya se sabe cómo son. Se escondieron en Asunción después de la guerra. Papá solía hablar de ellos con frecuencia.

Annika permaneció sentada en silencio, Patricia lloraba.

—Todas las personas a las que quiero se mueren —gimoteó.

—Pero qué dices —repuso Annika.

—Primero papá, luego Jossie...

—Venga, ¿no pueden ser «todas»? ¿Dónde está tu madre?

Patricia cogió un pañuelo y se sonó.

—Ha cortado conmigo, me llama puta. Ha puesto a toda la familia de su parte.

Annika se levantó y se fue a la cocina a buscar dos vasos de agua. Le dio uno a Patricia.

—¿Por qué trabajas ahí, entonces?

—Joachim piensa que trabajo bien en el bar —contestó insolente—. Y gano mucho dinero, ahorro diez mil coronas al mes. Cuando tenga suficiente abriré un negocio. Ya sé cómo se llamará: El Cristal. He aprendido de Joachim y lo he comprobado. Este nombre está libre. Venderé cartas de tarot y adivinaré en las estrellas, ayudaré a la gente a encontrar su camino...

—Tú has visto la foto del ministro, ¿estaba entre los viejos del club? —interrumpió Annika.

Patricia se encogió de hombros.

—Todos son iguales, es como si fueran una masa.

Annika reconoció la respuesta, la había oído en alguna parte con anterioridad. Analizó a la joven del sofá. Probablemente evitaba mirar a los hombres.

—¿Te ha preguntado la policía sobre esto?

—¡Claro! Me han preguntado todo ocho millones de veces.

—¿Qué, por ejemplo?

Patricia se levantó irritada.

—Todo, miles de cosas. Estoy cansada. Buenas noches.

Cerró cuidadosamente la puerta del cuarto de servicio tras de sí.

Dieciocho años, once meses y cinco días

No sabemos adonde nos dirigimos. Esa verdad que se encontraba tras la nube ha volado al espacio. Ya no la veo más, ni siquiera puedo presentir su presencia.

Él llora por el vacío. Mi sentimiento es apagado y frío. No me dejo afectar: embotada, estéril.

La congoja es vecina del fracaso. El deseo o es demasiado fuerte o demasiado débil, el amor o es demasiado exigente o demasiado apagado.

Ahora no puedo retroceder.

A pesar de todo, en el mundo no hay nada más importante que nuestra relación.

Martes, 7 de agosto

—Tiene que desaparecer —dijo el primero.

—¿Cómo nos la quitamos de encima? —preguntó el segundo.

—¿Le disparamos? —inquirió el tercero.

Los hombres deStudio sexestaban sentados alrededor de la mesa de la cocina y discutían. Ella no podía continuar en el periódico, eso estaba claro.

—No me habéis preguntado a mí —gritó Annika.

Los hombres continuaron murmurando alrededor de la mesa, Annika ya no podía distinguir las palabras.

—Oíd —les gritó—. ¡Quizá no desee seguiros! ¡No quiero ir a Harpsund!

—¿Quieres desayunar?

Annika abrió los ojos y miró fijamente a Patricia.

—¿Qué?

Patricia se llevó las manos a la boca.

—¡Oh! Lo siento, estabas durmiendo. Creí... hablabas. Debías de estar soñando.

Annika cerró los ojos y se alisó el cabello.

—Desconcertante —dijo.

—¿Sobre Harpsund?

Annika se levantó, se puso la bata y bajó al retrete. Regresó en el mismo momento en que Patricia servía el café.

—¿Sueles tener pesadillas? —preguntó Patricia.

Annika se sentó y suspiró.

—Hoy se decide —respondió ella.

—Creo que podrás continuar —dijo Patricia y esbozó una sonrisa.

Annika reflexionó.

—Existe una oportunidad. Soy miembro del sindicato de prensa, así que los tendré de mi parte. Aun cuando la dirección esté afectada por lo deStudio sexel sindicato de periodistas me respaldará.

Le dio un bocado al pan, la expresión de su rostro se iluminó.

—Eso es lo que va ocurrir. Posiblemente los jefes me quieran echar, porque se ha perdido el control. Pero el sindicato tiene una visión más humana del periodismo, lucharan por mí.

—¿Lo ves? —dijo Patricia, y esta vez Annika le devolvió la sonrisa.

La lluvia había cesado. Sin embargo, el primer aliento llenó sus pulmones de humedad. La niebla era tan espesa que apenas podía vislumbrar su coche alquilado.

Saltó a la crujiente gravilla y dejó que la puerta golpeara al cerrarse. El sonido quedó envuelto como entre algodones, pasó la mano como para apartar la niebla.

Bordeó la casa y llegó a la parte trasera, nadie podía imaginar que el lago con sus populares barcas reposaba a unos cientos de metros. Había intuido que la niebla se suavizaría hacia el mediodía, si quería tomar el aire debía ser ahora.

Un coche pasó por la carretera, no pudo verlo.

Es el escondite perfecto, pensó.

Se sentó en un banco, la humedad traspasó inmediatamente sus pantalones. No se preocupó.

Al tomar un aliento profundo y turbio, una sensación de fracaso quemó sus pulmones. La vista sobre el lago era tan poco nítida como su futuro. El primer ministro no había estado abierto a ninguna discusión sobre cuál sería su nueva ocupación. Ahora mismo toda su energía se dirigía a salvar la campaña electoral. Nada podía ponerla en peligro. El primer ministro se desharía hoy de él, lo ejecutaría en público, encontraría algún pretexto para su renuncia y se arrastraría delante de los periodistas. Las amebas, como él los llamaba, tenían poder sobre la campaña electoral, y ésta hoy por hoy era lo más importante.

Además de la verdad, pensó.

Aquella certidumbre sobre su futuro tuvo el mismo efecto como si el sol, de pronto, traspasara las nubes y la niebla desapareciera inmediatamente.

¡Tan sencillo!

De pronto rió en alto.

Joder, podría elegir lo que quisiera.

Si nadie los descubría.

La risa paró de golpe, tragada y ahogada por la niebla.

—Ha dimitido —gritó Anne Snapphane—. Acabamos de recibirel flashpor TT.

Annika dejó caer el bolso en el suelo.

—«El primer ministro ha anunciado la dimisión del ministro de Comercio Exterior en una rueda de prensa celebrada en Rosenbad —leyó en la pantalla—. El primer ministro lamenta la decisión de Christer Lundgren, pero comprende sus motivos».

—¿Y éstos eran? —preguntó Annika y encendió su ordenador.

—Razones familiares —contestó Anne Snapphane.

—Esto huele mal —repuso Annika.

—¡Venga ya! —exclamó Anne—. Ves fantasmas a plena luz del día.

—¿Y cuál es la alternativa? ¿Que sea el asesino?

—Ahora mismo casi todo apunta en esa dirección —dijo Anne Snapphane.

Annika no contestó. Hojeó los teletipos de TT. Ya estaban en «dimisión ministro 5». No se le había podido encontrar a Christer Lundgren para un comentario. El primer ministro volvió a recalcar que Lundgren no era sospechoso de ningún tipo de acto criminal, que el interrogatorio policial era rutinario.

—Entonces, ¿por qué dimitió? —murmuró Annika.

La factura del club Studio Sex estaba siendo investigada por una comisión interna de la presidencia del Gobierno.

Soltó el ratón, se recostó y miró hacia la redacción.

—¿Dónde están losführers?—preguntó.

—Reunión de incorporaciones —respondió Anne.

El estómago le dio un vuelco.

—Voy a por café —dijo rápidamente y se levantó.

Coño, qué nerviosa estoy, pensó.

Cogió un periódico, lo abrió por las páginas seis y siete y se echó a reír.

El gato era diminuto y estaba sentado sobre un colchón de plástico verde oscuro en la celda de los borrachos. Tenía los ojos muy grandes y parecía algo aturdido, quizá a causa del flash anterior. La punta de su cola estaba cuidadosamente colocada sobre sus patas.

«Morrito de nieveen el corredor de la muerte», decía el titular presidiendo la página siete.

—Es una suerte que los medios, por lo menos alguna vez, traten realmente de cosas esenciales —dijo Annika cuando se recompuso.

—Tenemos muchísimas llamadas de los lectores —informó Anne—. Mi trabajo de hoy es elegir un nuevo hogar paraMorrito de nieve.

Agitó un montón de números de teléfono.

—La centralita eliminará todas las llamadas que no sean de Östergötland. ¿Qué te parece Arkösund? ¿Crees queMorritotiene pinta de gato de archipiélago?

Anne Snapphane se inclinó hacia delante, estudió la fotografía durante algunos segundos y respondió ella misma.

—No. No creo que sea amante de los arenques. Me parece que le gustan los pájaros y los ratones. Haversby suena como una auténtica ratonera. ¿Lo mandamos allí?

Annika se levantó de nuevo, inquieta.

¿Por qué Christer Lundgren no participaba en su propia rueda de prensa? ¿Cómo era posible que fuera el primer ministro quien anunciara la noticia y no él mismo? ¿No deseaba dimitir? ¿O creían los estrategas electorales que no aguantaría la presión?

Quizá ambas cosas, pensó Annika. De cualquier manera todo indicaba que ocultaban algo.

Se dirigió al tablón de anuncios, la reunión de incorporaciones comenzaba a las diez. Y no tardaría mucho en acabar. Sintió que necesitaba ir al servicio, de nuevo.

Al salir vio a Bertil Strand hablando con Foto-Pelle junto a la mesa de fotografía. Ella sabía que el fotógrafo era representante sindical y participaba en las discusiones sobre las nuevas incorporaciones. Sin darse cuenta corrió hacia él.

—¿Qué habéis decidido? —preguntó ella jadeando.

Bertil Strand se volvió lentamente.

—El sindicato está totalmente de acuerdo —dijo neutralmente—. Pensamos que deberías irte hoy mismo. Tu falta de tacto al aproximarte a la gente ha hundido la credibilidad de todo el periódico.

Annika no comprendió.

—Pero ¿puedo seguir?

La mirada de él se empequeñeció, la voz adquirió un matiz helado.

—Creemos que te deberían echar de aquí, ahora mismo.

La sala le dio vueltas, la sangre desapareció de su rostro, se sujetó a la mesa de fotografía.

—¿Echarme? —repuso ella.

Bertil Strand se volvió, ella soltó la mesa, ¡oh Dios mío! ¡Joder! ¿Dónde está la salida? Tengo que vomitar. La redacción subía y bajaba, las paredes se movían en oleadas.

Brotó la rabia, roja y afilada.

Joder, esto es demasiado, pensó. Ya vale. No soy yo quien se ha comportado de una manera asquerosa. No es mi culpa que el periódico se esté yendo a la mierda. ¡Que mis propios representantes sindicales puedan decir una cosa así!

—¿Cómo coño te atreves? —le gritó a Bertil Strand.

La espalda del hombre se petrificó.

—Yo soy una de las que paga tus comidas de representante sindical —dijo ella—. Tú estás aquí para ayudarme. ¿Cómo coño me puedes quemar de esa manera?

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