Studio Sex (33 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Sí, lo son. Me he borrado.

Patricia recogió la mesa y fregó los platos.

—¿Qué vas a hacer ahora?

Annika titubeó.

—No lo sé —respondió en voz baja—. He renunciado a mi plaza en elKatrineholms-Kurireny he informado al casero de que dejo el piso de Hälleforsnäs. Envié las cartas por la tarde.

Patricia abrió los ojos de par en par.

—Pero ¿de dónde vas a sacar dinero?

Annika se encogió de hombros.

—Tengo un mes de carencia en el paro, pero me queda algo de dinero en el banco.

—¿Dónde vas a vivir?

Annika alargó las manos.

—Aquí, de momento —contestó—. Es un contrato de obra, pero pueden tardar hasta un año. Luego ya veré.

—Siempre necesitamos chicas en el club —dijo Patricia.

Annika se rió agudamente sin alegría.

—Sí, yo cumplo los requisitos para el puesto. Tetas y coño, y además en mi juventud también fui crupier.

Patricia se quedó pasmada.

—¿Sabes de ruleta?

Annika gimió.

—Trabajé algunas noches como crupier en el Stadshotel de Katrineholm durante mis estudios. La puedo hacer girar once vueltas y a veces puedo meter la bola en el treinta y cuatro si la tiro desde el cero.

Rompió a llorar.

—Nosotros necesitamos a alguien en la ruleta —dijo Patricia.

—Voy a irme un tiempo —repuso Annika.

—¿Adónde?

Se encogió de hombros.

—No me acuerdo de cómo se llama. Está en Turquía, en el Mediterráneo.

—Seguro que es muy bonito —dijo Patricia.

Permanecieron sentadas en silencio un buen rato. Annika rasgó un trozo de papel de cocina.

—Deberías averiguar adónde vas a ir —apuntó Patricia.

—Sí, gracias —repuso Annika y se sonó.

—Espera, voy a buscar las cartas —dijo Patricia.

Se levantó de la silla y corrió hasta el cuarto de servicio. Annika oyó cómo abría la cremallera de la bolsa de deportes. Un momento después Patricia ya estaba en la puerta con una caja de madera marrón en las manos.

—¿Qué es esto? —preguntó Annika y apretujó el papel hasta convertirlo en una bolita.

Patricia colocó la caja sobre la mesa de la cocina y la abrió. En su interior había una tela negra, la desplegó lentamente.

—El tarot es un antiguo sistema de conocimiento —informó mientras colocaba las cartas sobre la mesa—. Es una filosofía que se expone en cartas con dibujos esotéricos. Cada imagen posee la energía que indican los símbolos, que son una herramienta para orientarse hacia una conciencia superior.

—Disculpa —replicó Annika—, pero yo no creo en estas cosas.

Patricia se sentó.

—No se trata de creer —repuso ella—. Se trata de escuchar. De estar abierta y poder observar tu propio reino interior.

Annika no pudo contener la risa.

—Ahora suenas corno una verdadera loca.

—No te rías, esto es muy serio —dijo Patricia trascendente—. Mira, setenta y ocho cartas, el Arcano Mayor, el Arcano Menor y las Cartas Reales. Éstas representan diferentes conocimientos y perspectivas.

Annika movió la cabeza y se puso en pie.

—No, siéntate —ordenó Patricia y sujetó a Annika por la muñeca—. ¡Deja que te eche las cartas!

Annika dudó, suspiró y se sentó.

—Vale. ¿Qué tengo que hacer?

—Aquí —dijo Patricia y le entregó el juego de cartas—. Baraja y corta.

Annika mezcló y cortó y le entregó la baraja a Patricia.

—No, tienes que cortar tres veces, y luego mezclar y cortar dos veces más.

Annika la miró escéptica.

—¿Por qué?

—Por las energías. Venga.

Annika suspiró en silencio y mezcló y cortó, mezcló y cortó.

—Bien —apuntó Patricia—. No juntes los montones, elige uno de ellos con la mano izquierda y vuelve a mezclarlo.

Annika arqueó las cejas.

—Muy bien —dijo Patricia—. Ahora tienes que concentrarte en la pregunta para la que deseas respuesta. ¿Te hallas frente a grandes cambios?

—Joder, tú sabes que sí —repuso Annika irritada.

—Bueno, entonces haré la cruz celta...

Patricia extendió las cartas sobre la mesa. Unas las colocó encima de otras, otras al lado y debajo y a continuación en fila.

—Bonitos dibujos —dijo Annika—. Extrañas figuras.

—La baraja está dibujada por Frieda Harris, siguiendo los diseños de Aleister Crowley —informó Patricia—. Le tomó cinco años de trabajo. Los símbolos tienen su raíz en La Orden Hermética del Amanecer Dorado.

—Jesús, José y María —repuso Annika escéptica—. Y ahora muestran mi futuro.

Patricia asintió con seriedad y señaló una carta que estaba debajo de otra.

—Aquí —dijo ella—, ésta es tu carta base. Esta es tu situación hoy en día. La Torre, la decimosexta carta del Arcano Mayor. Como verás, se está derrumbando. Esta es tu vida, Annika. Todo lo que has sentido y tenido como seguro está a punto de desmoronarse, y tú lo sabes.

Annika miró a Patricia inquisidoramente.

—¿Más?

Patricia movió el dedo y señaló la carta que yacía cubriendo la torre.

—El cinco de oros cruza tu situación, la impide o la favorece. Significa Mercurio en Tauro, tormento y miedo.

—¿Y? —preguntó Annika.

Patricia la observó.

—Tienes miedo al cambio, pero no tienes por qué tenerlo.

—Bueno, ¿y luego?

—Tu forma consciente de ver la situación es la que uno se podía esperar, el Eon, la carta vigésima, significa autocrítica y reflexión. Tú misma piensas que has fracasado y te examinas a ti misma. Pero tu interpretación subconsciente es mucho más interesante. Mira, el príncipe de espadas. Es un campeón de las ideas creativas e intenta zafarse de todos los idiotas y simples.

Annika se reclinó en la silla, Patricia prosiguió.

—Vienes del siete de oros, la simpleza y el fracaso, y vas hacia el ocho de espadas, interferencia.

Annika suspiró.

—Parece complicado.

—Esta eres tú, la Luna. Curioso. La última vez que me leí el futuro yo también era la Luna. Sexo femenino, la prueba final. Lo siento, pero las cartas no son buenas.

Annika no respondió. Patricia observó el resto de las cartas en silencio.

—Esto es lo que más miedo te produce —indicó Patricia—. El Colgado. La inmovilización, que tu deseo personal sea destruido.

—Pero ¿cómo acaba? —preguntó Annika, y su voz ya no era igual de arrogante.

Patricia señaló dubitativa la décima carta.

—Éste es el resultado. No te asustes, el símbolo no es literal.

Annika se inclinó hacia delante. La carta estaba decorada con un esqueleto negro con guadaña.

—La Muerte.

—No tiene por qué significar la muerte física, representa más bien un cambio radical. Antiguas relaciones que exigen ser disueltas. ¿Ves que la Muerte tiene dos caras? La una corta y destruye, la otra te libera de las viejas cadenas.

Annika se levantó de golpe.

—Me cago en tus viejas cartas de papel —replicó, se dirigió a su cuarto y cerró la puerta.

TERCERA PARTE

Septiembre

Diecinueve años, dos meses y dieciocho días

Creo que estoy hecha para vivir. Me imagino que mi vida en realidad es clara. Mi aliento muy suave, mis piernas muy ligeras, mi mente muy abierta. Creo que me resulta fácil ser feliz. Creo que amo vivir. Presiento un resplandor que se encuentra en algún lugar justo detrás, muy cerca, intangible.

Todo puede ser tan sencillo. En realidad se necesita muy poco. Sol. Viento. Orientación. Coherencia. Compromiso. Amor. Libertad.

Libertad...

Pero él dice que nunca me dejará marchar.

Lunes, 3 de septiembre

El paisaje se materializó unos minutos después de que el avión aterrizara. Las nubes coronaban las copas de los árboles y esparcían una neblina desmembrada en lluvia.

Espero que el tiempo haya sido igual de jodido durante mi ausencia, pensó Annika. Les estaría bien empleado a todos esos cabrones.

El avión se detuvo junto a un brazo mecánico en la terminal dos de Arlanda, la misma desde la que habían despegado. Annika se había desilusionado profundamente al partir. La terminal dos era sólo un pequeño apéndice junto a la auténtica terminal internacional y apenas tenía tiendas libres de impuestos. Allí sólo se hallaban las pequeñas compañías aéreas, nacionales e internacionales, los vuelos charter y regulares juntos, y nada de glamour.

La terminal tampoco disponía de aduana.

Al menos algo especial, pensó mientras pasaba por la zona verde.

Fue la última en recuperar su equipaje. El autobús del aeropuerto estaba completamente lleno y se vio obligada a viajar de pie todo el trayecto hasta la Cityterminalen. Cuando se apeó en el viaducto de Klaraberg había comenzado a llover con fuerza. Sus bolsas de tela absorbieron la humedad como esponjas y el contenido quedó empapado. Maldijo entre dientes y tomó el 52 en Bolindersplan.

El piso estaba en silencio y blanco, las cortinas descansaban inmóviles a la luz de la mañana. Soltó las bolsas sobre la alfombra del recibidor y se dejó caer en el sofá del salón, muerta de cansancio. El avión tenía que haber despegado del aeropuerto de Antalya a las 16.00 de la tarde de ayer, pero, por razones que nunca fueron realmente aclaradas, permanecieron en el hangar turco ocho horas y, dentro del avión, cinco horas más antes de despegar. Bueno, esto formaba parte de los viajes improvisados. Tampoco ella tenía prisa por llegar a ninguna parte.

Se recostó, cerró los ojos y dejó que los sentimientos se apoderaran de ella. Los había reprimido durante los cálidos días pasados en Turquía, concentrada en absorber el sonido, la luz y los olores asiáticos. Se había hartado de comer ensaladas y kebabs y había bebido vino en el almuerzo. Ahora sintió cómo el estómago se le comprimía y la garganta se le encogía. Al intentar pensar en su futuro no vio nada. En blanco. Vacío, sin contornos.

Tengo que olvidar, pensó. Ahora empieza todo.

Se durmió, medio tumbada, y se despertó a los diez minutos, helada a causa de la ropa mojada. Se desvistió rápidamente y bajó corriendo al cuarto de baño en el edificio exterior.

Al regresar entró en la cocina de puntillas y miró en el cuarto de servicio. La habitación estaba vacía. Se quedó paralizada y sorprendida. Mientras regresaba a Estocolmo había pensado con irritación en la presencia de Patricia, creía que deseaba estar sola, pero estaba equivocada. La ausencia del peluche negro sobre la almohada la llenó de añoranza, no le gustaba esta sensación.

Inquieta, se dio una vuelta por el apartamento, entrando y saliendo de las habitaciones, hizo café pero no pudo bebérselo. Tiró la ropa húmeda formando un montón en el suelo del salón, luego la colgó de las sillas y los pomos de las puertas. La habitación se llenó de un olor a humedad mohosa, abrió una ventana.

¿Y ahora qué?, pensó.

¿De qué voy a vivir?

¿Qué voy a hacer con mi vida?

Se hundió de nuevo en el sofá, el cansancio dio paso a la angustia que se comprimió como en una bola justo debajo del esternón, le resultaba difícil respirar. Las cortinas de la ventana abierta se elevaban dentro de la habitación, ondeaban, respiraban y volvían a hundirse. Annika vio que el suelo frente a la ventana estaba mojado, se levantó para secarlo.

Es sólo una casa que van a remozar, pensó de pronto. No importa. No tiene sentido. A nadie le importa que se estropee el suelo. ¿Para qué molestarse?

Sin pretenderlo, estableció un paralelismo entre el abandono de la casa y su vida que la llenó súbitamente de océanos de autocompasión. Se dejó caer de nuevo en el sofá, puso sobre sus rodillas la barbilla, se acunó y lloró. Los brazos se le anquilosaron al sujetarse las piernas convulsivamente.

Todo se ha terminado, pensó. ¿Adónde puedo ir? ¿Quién me puede ayudar ahora?

La certeza cristalina se apoderó de ella.

La abuela.

Marcó el número, cerró los ojos y rogó para que estuviese en casa y no en Lyckebo.

—Sofia Hällström —contestó la anciana.

—¡Oh, abuela!

Annika lloró.

—Pero, pequeña, ¿qué ha ocurrido?

La mujer se asustó, entonces Annika se obligó a contener el llanto.

—Me siento tan sola y miserable... —repuso.

La abuela suspiró.

—Así es la vida. A veces es una lucha. Lo importante es no abandonar, ¿has oído?

—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó Annika, con las lágrimas colgándole de los labios.

La voz de la anciana sonaba algo cansada.

—La soledad es dura —respondió—. El hombre no puede vivir sin su rebaño. Has sido expulsada del grupo social al que deseabas pertenecer, te parece que pendes de un hilo. No es tan extraño, Annika. Lo raro sería que te sintieras bien. Permítete sentirte mal y cuídate.

Annika se secó la cara con el dorso de la mano.

—Solo deseo morirme —dijo ella.

—Te entiendo —repuso la abuela—, pero no te vas a morir. Tienes que vivir para poder enterrarme cuando me llegue el día.

—¿Qué coño dices? —exclamó Annika en el auricular—. ¿Estás loca? ¡Tú no puedes morirte!

La mujer rió levemente.

—No, no estoy loca, pero todos nos tenemos que morir. Tienes que cuidarte y no hacer nada precipitado, amiguita. Tranquilízate y deja que el dolor se apodere de ti. Puedes escapar de él durante un tiempo pero al final siempre acaba alcanzándote. Deja que te arrope, siéntelo, vive en él. No morirás. Sobrevivirás, y cuando llegues al otro lado serás más fuerte, mayor y más sabia.

Annika esbozó una sonrisa.

—Como tú, abuela.

La mujer rió.

—Tómate una taza de chocolate con leche, Annika. Acurrúcate en una esquina del sofá y mira una de esas series de televisión, yo suelo hacerlo cuando me siento mal. Ponte una manta sobre las piernas, tienes que estar caliente y a gusto. Ya verás como todo se arregla.

—Gracias, abuela —murmuró Annika.

Permanecieron en silencio durante un momento, Annika comprendió lo egoísta que era.

—¿Cómo va todo por tu casita? —preguntó súbitamente.

La abuela suspiró.

—Bien, aquí ha llovido desde que te fuiste, he venido al pueblo a comprar y lavar algo de ropa, me has encontrado de casualidad.

Dios existe, pensó Annika.

—He hablado con Ingegerd, han estado muy ocupados en Harpsund —informó la abuela con un tono de voz chismoso.

Annika sonrió.

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