Studio Sex (43 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

No obstante, el frío ha construido un gran nido en mi pecho.

Pues él dice

que nunca

me dejará marchar.

Sábado, 8 de septiembre

Le resulta extraño subir de nuevo en el ascensor. Recordó la última vez que había estado allí, entonces pensó que sería la última.

Nada es para siempre, pensó. Todo es un eterno retorno.

La redacción estaba iluminada, en silencio y casi vacía, justo como a ella le gustaba. Ingvar Johansson estaba sentado de espaldas y hablaba por teléfono. No la vio.

Anders Schyman estaba sentado detrás de su mesa en la pecera.

—Pasa —dijo y señaló un sofá de cuero rojo burdeos que había reemplazado al otro apestoso. Annika cerró la puerta tras de sí, miró hacia la redacción a través de las cortinas gastadas. Le resultaba extraño que todo continuara exactamente igual que cuando se marchó, como si ella nunca hubiera existido.

—Tienes buena cara —dijo.

Joder, qué lata, pensó Annika.

—Antes no estaba tan demacrada —repuso y se sentó en el sofa. El relleno era duro, el cuero frío.

—¿Qué tal por el Cáucaso? —preguntó él.

Annika no le comprendió, se mordió los labios.

—Ibas a ir allí —aclaró Schyman.

—No había billetes —informó Annika—. En cambio, fui a Turquía.

El director del periódico esbozó una sonrisa.

—¡Qué suerte! —dijo—. Allí abajo se está armando una guerra. Al parecer, el ejército se ha movilizado.

Annika asintió.

—Las tropas gubernamentales han conseguido armas.

Permanecieron sentados un momento en silencio.

—¿Qué te traes entre manos? —preguntó Schyman.

Annika tomó aliento.

—Aún no lo he escrito, porque no tengo ordenador. Pensaba contártelo para que me dieras tu parecer.

—Adelante —dijo el director.

Annika sacó sus fotocopias del bolso.

—Es sobre el asesinato de Josefin Liljeberg y el ministro sospechoso —indicó ella.

Anders Schyman esperó en silencio.

—El ministro es inocente del asesinato —relató ella—. La policía lo considera policialmente resuelto. Fue el novio, Joachim, el dueño del puticlub. No lo pueden detener, ya que tiene seis testigos que corroboran su coartada. No se les puede acusar o juzgar a todos por falso testimonio, pero la policía está segura de que mienten.

Annika calló y hojeó sus papeles.

—¿Entonces nadie será condenado por el asesinato? —preguntó Schyman lentamente.

—No —repuso Annika—. Continuará sin resolver a no ser que los que confirman la coartada se desmoronen. El delito prescribe dentro de veinticinco años.

Ella se puso de pie y colocó dos facturas sobre la mesa del director del periódico.

—Mira —indicó ella—. Esta es la factura de Studio Sex de la noche del 27 al 28 de julio. Siete personas pagaron 55.600 coronas por entretenimiento y refrescos. Josefin cobró la cuenta, se puede ver en este código, y se pagó con una tarjeta del Diners Club a nombre de Christer Lundgren. Mira la firma.

Anders Schyman cogió la fotocopia y la estudió.

—Es ilegible —dijo él.

—Sí —repuso Annika—. Mira esta otra.

Annika le alargó la factura del viaje a Tallin.

—Christer Lundgren —leyó Schyman y levantó la vista hacia Annika—. ¡Son firmas de dos personas distintas!

Annika asintió y se lamió los labios. Tenía la boca seca y echó de menos un vaso de agua.

—El ministro de Comercio Exterior nunca estuvo en el puticlub —anunció ella—. Creo que la factura de Studio Sex la firmó el secretario de Estado del ministro.

Anders Schyman cogió la primera factura y la colocó cerca de sus gafas.

—Sí —replicó él—. Es posible.

—Christer Lundgren estuvo esa noche en Tallin —señaló Annika—. Voló con Estonian Air a las 20.00 la noche del 27 de julio, se puede comprobar en esta factura. Allí se reunió con una o varias personas y regresó en un vuelo privado esa misma madrugada.

El director del periódico cambió de papel.

—¡Hay que ver! —exclamó sorprendido—. ¿Y qué hizo allí?

Annika tomó un ligero aliento.

—La reunión era muy secreta —respondió Annika—. Estaba relacionada con la exportación de armamento. No quiso entregar los recibos en su propio ministerio para que no los localizaran. Los envió a la Inspección de Productos Estratégicos.

Anders Schyman levantó la vista y la observó.

—¿La autoridad que controla la exportación de armamento sueco?

Annika asintió.

—¿Estás segura?

Ella señaló en silencio el comprobante.

—Vaya. —El director dio un respingo—. ¿Por qué?

—Sólo se me ocurre una razón —repuso Annika—. La exportación no estaba en regla.

Anders Schyman frunció el entrecejo.

—Suena descabellado. ¿Por qué realizaría el Gobierno un negocio de armas dudoso?

Annika se enderezó y tragó saliva.

—Creo que no tuvieron más remedio —dijo ella en silencio.

Schyman se recostó en su silla.

—Ahora la historia flojea por alguna parte —replicó él.

—Lo sé —contestó Annika obstinada—, pero los hechos se sostienen. Christer Lundgren fue a Tallin esa noche e hizo algo tan controvertido que prefirió pasar por sospechoso de asesinato y dimitir que contar lo que pasó. Así están las cosas. Es un hecho. ¿Y qué podría ser más jodido que eso?

Ella se levantó gesticulando. Anders Schyman la observó interesado.

—Me parece que tienes una teoría —apuntó divertido.

—IB —indicó Annika—. Una copia del archivo internacional llegó al Alto Estado Mayor el 17 de julio de este año, venía del extranjero en valija diplomática. Era una señal al gobierno: Haced lo que pedimos, si no llegará el resto. El original.

—Pero —dijo Schyman— ¿cómo es posible?

Annika se sentó en la mesa y suspiró.

—Los socialistas estuvieron espiando a los comunistas durante la posguerra, almacenaron toda la información posible sobre ellos. ¿Crees que los chicos del otro bando se quedaron con los brazos cruzados durante todo ese tiempo?

Señaló por encima del hombro a la embajada rusa.

—No lo creo —continuó—. Evidentemente, éstos estaban al día de lo que hacían los suecos.

Se puso de pie, cogió su bolso y sacó el cuaderno.

—Primavera de 1973. Elmér y sus amigos sabían que Guillou y Bratt les seguían la pista. El pánico se apoderó de los socialdemócratas. Claro que los rusos lo sabían. Comprendieron que los suecos intentarían borrar todas las pruebas del espionaje. ¿Qué hicieron entonces?

Annika le alargó la copia de la noticia delFina Morgontidningendel 2 de abril de 1973.

—Los rusos robaron el archivo —prosiguió ella—. El jefe del KGB de la embajada en Estocolmo se encargó de sacarlos del país, seguramente en valija diplomática.

Schyman cogió el cuaderno y leyó en silencio.

—¿Quién era el jefe del KGB en Estocolmo a comienzos de los setenta? Sí, el hombre que hoy es presidente de un martirizado país caucásico. Incluso habla sueco. Un mandatario con un único y gigantesco problema: carece de armas para combatir a la guerrilla, y Naciones Unidas ha decidido que nadie se las venda.

El director del periódico manoseó los recibos.

Annika se sentó en el sofá y expuso su conclusión.

—Entonces, ¿qué hace el presidente? Saca sus viejos papeles de Grevgatan 24 y Valhallavägen 56. Si el gobierno sueco no le suministra armas, él se encargará de que pierdan el poder durante unos cuantos años. El gobierno, primero, se niega a escuchar. Quizá pensaron que no tenía ningún archivo, por eso se le envía una advertencia al Estado Mayor, una selección de copias del archivo internacional, no lo suficientemente completa como para hacer caer al gobierno, pero lo bastante como para que los socialistas tengan otro debate sobre IB. Entonces el primer ministro envía a su ministro responsable a la reunión con los delegados del presidente. Se encuentran a mitad de camino, en Estonia. Se acuerda la entrega, las armas se envían inmediatamente a través de un tercer país, probablemente Singapur. El ejército recibe las armas.

Annika se pasó la mano por la frente.

—Todo va según los planes —prosiguió—. Sólo hay un problema. La misma noche que tiene lugar la reunión en Tallin es asesinada una joven cerca de la casa del ministro. Debido a la más desagradable de las coincidencias, el secretario de Estado del ministro de Comercio Exterior había estado con un grupo de representantes sindicales alemanes en el puticlub donde trabajaba la muchacha, y pagó la cuenta con la tarjeta del ministro. El ministro está jodido. No puede hacer nada. No puede decir ni dónde ha estado ni qué ha hecho...

El silencio se volvió pesado en el cubículo de cristal. Annika percibió que el cerebro de Anders Schyman funcionaba a toda máquina. Este cogió el cuaderno y las copias, anotó algo, se rascó la cabeza.

—¡Joder! —exclamó él—. Esto es la hostia... ¿Qué dice él?

Annika carraspeó en un intento desesperado por humedecer la garganta. No dio resultado.

—Solo he podido hablar con su mujer, Anna-Lena. Christer Lundberg se niega a ponerse al teléfono. Luego he intentado sacarle algo a su portavoz de prensa, Karina Björnlund. Le relaté todo el guión, exactamente lo que pienso que ha sucedido. Ella dijo que intentaría conseguirme un comentario, pero nunca me volvió a llamar...

Permanecieron sentados en silencio un momento, el director la miraba impulsivo.

—¿A cuántas personas le has contado esto? —preguntó.

—A nadie —repuso Annika rápidamente—. Sólo a ti.

—Y a Karina Björnlund. ¿Alguien más?

Annika cerró los ojos y pensó.

—No —contestó ella—. A ti y a Karina Björnlund.

Ella sintió cómo se le agarrotaban los músculos, ahora venía el argumento en contra.

—Esto es muy interesante —dijo Anders Schyman—, pero no se puede publicar.

—¿Por qué no? —replicó Annika apresuradamente.

—Hay demasiados cabos sueltos —repuso Schyman—. Tu razonamiento es lógico y bastante probable, pero no se puede demostrar.

—¡Tengo copias de los recibos! —exclamó Annika.

—Sí, claro, pero no es suficiente. Eso lo sabes tú misma.

Annika no respondió.

—Que el ministro estuviera en Tallin es una noticia, pero esto no le da una coartada. Estaba en casa a las cinco, a la hora en que la joven fue asesinada. ¿Te acuerdas de la vecina que se lo encontró en la puerta?

Annika asintió, Schyman prosiguió:

—Christer Lundgren ha dimitido, y no se hace leña...

—... del árbol caído, lo sé —repuso Annika—. Pero se pueden publicar los datos, los robos en las direcciones donde se encontraban los archivos, la factura del viaje, el recibo del puticlub...

El director del periódico suspiró.

—¿Con qué finalidad? ¿Para demostrar que el gobierno vende armas de contrabando? Piensa en el juicio sobre la libertad de prensa que se nos vendría encima.

Annika bajó la vista y miró fijamente el suelo.

—Esta historia está acabada, Annika —resumió Anders Schyman.

—¿La factura del viaje a Tallin? —preguntó con un hilo de voz—. ¿No podría ser algo?

Schyman suspiró.

—Quizá —repuso—, si la situación fuera diferente. Por desgracia el presidente del periódico tiene alergia a esta historia. Se cierra en banda en cuanto se le nombra el asesinato o al ministro. Y que un ministro vaya a una reunión en un país vecino no es tan comprometido como para que ponga mi puesto en peligro. No tenemos nada que pruebe a quién vio o por qué razón. Un ministro de Comercio Extenor probablemente viaje trescientos días al año.

—¿Por qué le pasó la factura a la Inspección de Productos Estratégicos? —inquirió Annika tranquilamente.

—Esto es muy irregular, pero no creo que sirva para hacer un articulo. El ministerio entrega cientos de facturas al día, ésta ni siquiera es discutible. No es extraño que el ministro responsable del comercio exterior viaje al extranjero.

Annika sintió cómo le oprimía el pecho. En el fondo sabía que Anders Schyman tenía razón. Ahora sólo deseaba morir, que el suelo se abriera y desaparecer.

El director del periódico se levantó y miró hacia la redacción.

—Tú harías falta aquí —dijo él.

Annika no comprendió.

—¿Qué? —preguntó.

Schyman suspiró.

—Necesitaríamos a una persona de tu calibre en la redacción de sucesos. Ahora mismo sólo tenemos a tres personas, Berit Hamrin, Nils Langeby y Eva Britt Qvist. A Berit le gustaría tener gente competente a su lado.

—Nunca he visto a los otros dos —dijo Annika en voz baja.

Schyman se volvió hacia Annika.

—¿Ahora qué haces? ¿Has encontrado otro trabajo?

Ella dijo que no con la cabeza.

El director se acercó y se sentó a su lado en el sofá.

—Siento de verdad que no podamos publicar tus datos —dijo—. Has hecho un trabajo de investigación sensacional, pero la historia es demasiado increíble para poder publicarla.

Annika no contestó, miró fijamente sus manos. Estaban frías y húmedas. Schyman la observó en silencio durante un instante.

—Lo peor es que probablemente tengas razón —afirmó.

—Tengo una cosa más —anunció Annika—. No la puedo escribir yo misma, pero se la puedes dar a Berit.

Cogió su bolso y sacó la copia de la cuenta del hombre de TV. Era una fotocopia de segunda generación, la había sacado de una fotocopia de la copia original, en la oficina de correos de Hantverkargatan.

—Pagó por dos chicas y se pasó más de una hora en una sala privada con ellas. A la salida compró tres películas con animales. Aquí tienes la noticia, pagó con la tarjeta de crédito de Sveriges Television.

Schyman emitió un silbido.

—Vaya, vaya —exclamó—. Aquí tenemos algo sencillo y cristalino: famoso de la TV se va de putas con el dinero de las dietas.

Annika sonrió cansada.

—Me alegra poder contribuir en algo —repuso con ironía.

—¿Por qué no lo escribes tú misma? —preguntó Schyman.

—No quieras saberlo —replicó ella.

—Pero desearás algo a cambio, ¿qué quieres?

Annika miró hacia la redacción desierta, bañada ligeramente por el sol de otoño.

—Un trabajo —susurró ella.

Schyman se encaminó hacia su mesa y hojeó un archivador.

—Correctora de textos en el equipo nocturno de Jansson a partir de noviembre —dijo él—, suplencia por baja de maternidad, ¿qué te parece?

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