Sunset Park (20 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Le parece raro estar con ella ahora, otra vez sentado a una mesa de un restaurante neoyorquino, frente a su ex mujer y su marido, extraño porque el amor que una vez sintió por ella ha desaparecido por completo y sabe que Korngold es mucho mejor marido para Mary-Lee de lo que él hubiera sido, y es afortunada de tener a un hombre como ése que se ocupe de ella, que la sostenga cada vez que se tambalee, que le procure los consejos que ella ha escuchado y seguido durante años, que la quiera de un modo que apacigüe sus inquietudes y malos humores, mientras que él, Morris, nunca estuvo a la altura de la tarea de quererla de la forma en que necesitaba ser amada, jamás podría haberle dado consejos sobre su carrera, ni haberla ayudado a mantenerse en pie ni a comprender lo que levantaba remolinos en esa preciosa cabeza suya. Ella es mucho mejor persona de lo que era hace treinta años y todo el mérito es de Korngold, lo admira por haberla rescatado después de dos fracasos matrimoniales, por tirar las botellas de vodka y los frascos de pastillas que empezó a acumular a raíz de su segundo divorcio, por permanecer a su lado en momentos desgarradores, y además de lo que Korngold ha hecho por Mary-Lee, Morris lo admira pura y simplemente por sí mismo, no sólo porque se portó bien con su hijo durante los años en que el muchacho aún estaba con ellos, no sólo porque sufrió la desaparición de Miles como un auténtico miembro de la familia, sino porque además hace muchos años que descubrió que Simon Korngold es una persona absolutamente amable, y lo que a Morris más le gusta de él es el hecho de que nunca se queja. Todo el mundo está padeciendo la crisis, la recesión, cualquiera que sea la palabra que la gente emplee para referirse a la nueva depresión, incluidos los editores de libros, por supuesto, pero Simon se encuentra en una situación mucho peor que la suya: la industria del cine independiente ha quedado destruida, productoras y distribuidoras están cerrando una tras otra y ya hace dos años que realizó su última película, lo que significa que este otoño se ha retirado extraoficialmente y en vez de hacer cine ha aceptado un trabajo para enseñar cinematografía en la Universidad de California, pero no está amargado por eso, o al menos no da muestras de resentimiento, y lo único que dice para explicar lo que le ha pasado es que tiene cincuenta y ocho años y que producir cine independiente es labor para jóvenes. La agotadora búsqueda de capital puede destrozarte la moral a menos que estés hecho de acero, añade, y el fondo de la cuestión es que él ya no tiene temple para eso.

Pero eso viene después. La conversación sobre Winnie y «Salve, sagrada luz» y los hombres de acero no empieza hasta después de que hayan hablado de por qué Mary-Lee ha llamado a Morris hace tres horas para invitarlo a cenar con tan poca antelación. Hay noticias. Ése es el primer punto del orden del día, y momentos después de entrar en el restaurante y ocupar sus asientos a la mesa, Mary-Lee le cuenta lo del mensaje que ha encontrado en el contestador automático a las cuatro de esa misma tarde.

Era Miles, afirma. He reconocido su voz.

Su voz, dice Morris. ¿Quieres decir que no ha dicho su nombre?

No. Sólo el mensaje, un recado breve y confuso. Tal como repito, íntegramente. «Hum». Larga pausa. «Lo siento». Larga pausa. «Volveré a llamar».

¿Estás segura de que era Miles?

Absolutamente.

Korngold dice: Sigo tratando de averiguar lo que quiere decir «lo siento». ¿Siente haber llamado? ¿Siente estar tan azorado como para no dejar un mensaje como es debido? ¿Siente todo lo que ha hecho?

Imposible saberlo, contesta Morris, pero yo me inclinaría por lo de azorado.

Algo va a pasar, asegura Mary-Lee. Muy pronto. Cualquier día.

He hablado con Bing esta mañana, informa Morris, sólo para asegurarme de que todo iba bien. Me ha dicho que Miles tiene novia, una joven cubana de Florida que ha venido a Nueva York a estar con él una semana o así. Creo que se ha marchado hoy. Según Bing, Miles pensaba ponerse en contacto con nosotros en cuanto ella se marchara. Eso explicaría el mensaje.

Pero ¿por qué llamarme a mí y no a ti?, pregunta Mary-Lee.

Porque Miles piensa que todavía sigo en Inglaterra y no estaré localizable hasta el lunes.

¿Y cómo sabe él eso?, pregunta Korngold.

Al parecer, llamó a mi oficina hace dos o tres semanas y le dijeron que el día 5 volvería al trabajo. Eso es lo que me ha dicho Bing, en cualquier caso, y no veo por qué iba a mentirme el muchacho.

Le debemos mucho a Bing Nathan, afirma Korngold.

Se lo debemos todo, conviene Morris. Intenta imaginarte estos siete años pasados sin él.

Tendríamos que hacer algo por él, sugiere Mary-Lee. Extenderle un cheque, regalarle una vuelta al mundo en crucero, algo.

Lo he intentado, contesta Morris, pero no quiere dinero. Se mostró muy ofendido la primera vez que se lo ofrecí, y aún se incomodó más la segunda. Me dijo: No se cobra dinero por comportarse como un ser humano. Un joven con principios. Eso es de respetar.

¿Qué más?, pregunta Mary-Lee. ¿Alguna noticia sobre cómo le va a Miles?

No mucho, contesta Morris. Dice Bing que en general se muestra muy reservado, pero que a la demás gente de la casa le cae estupendamente y él se lleva bien con todos. Callado, como de costumbre. Un tanto deprimido, como es habitual, pero luego se animó cuando llegó la chica.

Que ya se ha ido, recuerda Mary-Lee, y él ha dejado un mensaje en mi contestador diciendo que volverá a llamar. No sé qué voy a hacer cuando lo vea. ¿Cruzarle la cara de un bofetón…, o darle un abrazo y besarlo?

Las dos cosas, sugiere Morris. Primero la bofetada y luego el beso.

Después de eso dejan de hablar de Miles y pasan a Días felices, el futuro del cine independiente, la extraña muerte de Steve Cochran, las ventajas e inconvenientes de vivir en Nueva York, la novedosa opulencia de Mary-Lee (que inspira las mejillas infladas y el comentario de preciosa hipopótama), las próximas novelas de Heller Books, y Willa, ni que decir tiene que hay que preguntar por Willa, es de rigor, pero Morris no tiene deseos de contarles la verdad, ninguna gana de desahogarse y hablarles de su miedo a perderla, de que ya la ha perdido, de manera que dice que Willa está radiante, en plena forma, que el viaje a Inglaterra ha sido como una segunda luna de miel y que le resultaría difícil recordar una época en que haya sido tan feliz. Esa respuesta viene y se va en cuestión de segundos, y luego pasan a otras cosas, otras digresiones, otros comentarios sobre una serie de asuntos importantes e insignificantes, pero Willa ya está en su cabeza, no puede quitársela del pensamiento, y al ver a Korngold y su ex mujer al otro lado de la mesa, la intimidad y afabilidad de su forma de relacionarse, la furtiva y tácita complicidad que existe entre ellos, comprende lo solo que está, la soledad en que vive, y ahora que la cena está llegando a su conclusión teme volver al piso vacío de la calle Downing. Mary-Lee ha bebido el vino suficiente para encontrarse en uno de esos estados suyos expansivos y pródigos, y cuando salen los tres a la calle y se despiden, abre los brazos y le dice: Dame un abrazo, Morris. Un largo y fuerte abrazo para esta vieja gorda. Él abraza el voluminoso abrigo lo bastante fuerte para sentir la carne en su interior, el cuerpo de la madre de su hijo, y entonces ella le responde con la misma fuerza, y luego, con la mano izquierda, le da unas palmaditas en la nuca, como diciéndole no te preocupes más, pronto acabarán estos tiempos aciagos y todo quedará perdonado. Vuelve a la calle Downing a pie, con todo el frío, la bufanda roja bien enrollada al cuello, las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, y esta noche el viento que sopla del Hudson es especialmente fuerte mientras él se dirige por Varick hacia el West Village, pero no se detiene a parar a un taxi, esta noche quiere andar, el ritmo de sus pasos lo tranquiliza como a veces lo hace la música, como los niños se calman cuando sus padres los mecen para que se duerman. Son las diez, no muy tarde, aún pasarán varias horas hasta que se vaya a la cama, y piensa que cuando abra la puerta del piso se instalará en el cómodo sillón del cuarto de estar y pasará las últimas horas del día leyendo un libro, pero cuál, se pregunta, qué libro entre los miles que atestan las dos plantas del dúplex, quizá la obra de Beckett si llega a encontrarla, piensa, la que Mary-Lee está representando ahora, de la que han hablado esta noche, o si no esa de Shakespeare, el pequeño proyecto que ha emprendido en ausencia de Willa, releer todo Shakespeare, las palabras que han llenado sus horas durante estos últimos meses entre la salida del trabajo y el sueño, y ahora le toca La tempestad, según cree, o quizás El cuento de invierno, y si esta noche le resulta imposible leer, si sus pensamientos están tan enredados con Miles y Mary-Lee y Willa como para no poder concentrarse en la lectura, verá una película por televisión, el único sedante en el que siempre se puede confiar, el tranquilizador parpadeo de imágenes, voces, música, el tirón de las historias, siempre las historias, los miles, los millones de narraciones, y sin embargo uno nunca se cansa de ellas, siempre hay espacio en el cerebro para una más, para otro libro, otra película, y tras servirse un whisky en la cocina, se dirige al salón pensando en cine, se decidirá por una película si es que esta noche ponen alguna que merezca la pena ver.

Antes de que pueda sentarse en el cómodo sillón y encender la tele, sin embargo, el teléfono empieza a sonar en la cocina, de modo que da media vuelta y va a cogerlo, sorprendido por lo avanzado de la hora, preguntándose quién podrá llamar un sábado a las diez y media de la noche. El muchacho es el primero que se le ocurre, Miles, que después de llamar a su madre quiere probar con su padre, pero no, no puede ser, Miles no lo llamará hasta el lunes como muy pronto, a menos que suponga, quizá, que su padre ya ha vuelto de Inglaterra y está pasando el fin de semana en casa, o, si no eso, tal vez sólo quiera dejar un mensaje en el contestador, tal como ha hecho esta tarde en el de su madre.

Es Willa, que llama desde Exeter a las tres y media de la madrugada, Willa que solloza angustiada, que dice que tiene un ataque de nervios, que su mundo se está viniendo abajo, que ya no quiere vivir. Sus lágrimas son incesantes y la voz que sale a través de ellas apenas se oye, muy aguda, como de una criatura, y es un verdadero derrumbe, dice él para sí, una persona más allá de la ira, de la esperanza, una persona enteramente consumida, desdichada, infeliz, pulverizada por el peso del mundo, una tristeza tan agobiante como el lastre de la vida. Él no sabe qué hacer, aparte de hablar con ella en el tono más reconfortante que es capaz de adoptar, decirle que la quiere, que cogerá el primer avión para Londres mañana por la mañana, que debe aguantar hasta que él llegue, menos de veinticuatro horas, sólo un día más, y le recuerda la crisis que le sobrevino alrededor de un año después de la muerte de Bobby, las mismas lágrimas, la misma voz debilitada, las mismas palabras, y ella superó entonces aquel trance lo mismo que ahora se sobrepondrá a éste, debe hacerle caso, él sabe de lo que está hablando, siempre se ocupará de ella y no debe responsabilizarse de cosas de las que no tiene la culpa. Hablan durante una hora, dos horas, y el llanto acaba cediendo, al fin empieza a calmarse, pero justo cuando él piensa que ya puede colgar sin peligro, las lágrimas arrancan de nuevo. Le necesita tanto, dice ella, no puede vivir sin él, se ha portado horriblemente, de manera mezquina, vengativa y cruel, se ha convertido en una persona horrorosa, en un monstruo, y ahora se odia a sí misma, nunca podrá perdonárselo, y él trata de tranquilizarla de nuevo diciéndole que debe irse a dormir, que está agotada y ha de irse a la cama, que él estará allí mañana mismo, y finalmente, al cabo, le asegura que se irá a acostar y aunque no consiga dormir le promete que no hará ninguna estupidez, se portará bien, se lo jura. Cuelgan al fin y antes de que caiga otra noche sobre la ciudad de Nueva York, Morris Heller está de vuelta en Inglaterra, yendo de Londres a Exeter para encontrarse con su mujer.

Todos
MILES HELLER

Ha sido lo mejor que podría haberle pasado, ha sido lo peor que le podría haber ocurrido. Once días con Pilar en Nueva York, y luego el tormento de meterla en el autocar y mandarla de vuelta a Florida.

Una cosa es cierta, sin embargo. La quiere más que a ninguna otra persona del mundo y seguirá queriéndola hasta el día que exhale su último suspiro.

El júbilo de ver de nuevo su rostro, de volver a abrazarla, de escuchar su risa, de verla comer, de mirar sus manos otra vez, la dicha de contemplar su cuerpo desnudo, de besar su cuerpo desnudo, de ver cómo frunce el ceño, cómo se cepilla el pelo, se pinta las uñas, la alegría de estar otra vez con ella en la ducha, de hablar de libros con ella otra vez, de ver cómo se le llenan los ojos de lágrimas, de ver cómo camina, de oír cómo insulta a Ángela, el regocijo de leerle en voz alta, de oírla eructar, de ver cómo se cepilla los dientes, el gozo de desnudarla de nuevo, de juntar otra vez la boca con la suya, de mirarle la nuca, el placer de andar por la calle con ella, de ponerle el brazo sobre los hombros, de lamerle los pechos de nuevo, de penetrar en su cuerpo, de volver a despertarse a su lado, de hablar de matemáticas con ella, de comprarle ropa, de darle y recibir masajes en la espalda, de volver a hablar de su porvenir, la alegría de vivir otra vez con ella en el presente, de oírla decir que lo quiere, de decirle que la quiere, de volver a sentir la mirada de sus intensos ojos negros, y luego la tortura de verla abordar el autobús en la terminal de Port Authority en la tarde del 3 de enero con la plena conciencia de que hasta abril, dentro de más de tres meses, no tendrá ocasión de volver a estar con ella.

Era su primer viaje a Nueva York, la única vez que ha puesto el pie fuera del estado de Florida, su viaje inaugural al país del invierno. Miami es la única gran ciudad que conoce, pero no lo es tanto comparada con Nueva York, y él confiaba en que no se sintiera apabullada por su inmensidad y discordancia, que no la desanimaran el ruido y la suciedad, los abarrotados vagones del metro, el mal tiempo. Imaginaba que tendría que mostrarle todo eso con cautela, como quien se adentra en un lago con un nadador novato, dándole tiempo para habituarse a las heladas aguas, dejando que ella le dijera cuándo estaba preparada para meterse hasta la cintura, hasta el cuello, y si quería, cuándo introducir la cabeza debajo del agua. Ahora que se ha ido, no puede comprender por qué sentía tanto miedo por ella, por qué o cómo había subestimado su determinación. Pilar entró corriendo en el lago, agitando los brazos, gritando de frenética alegría mientras el agua helada flagelaba su piel, y segundos después se tiraba en plancha, hundía la cabeza y se deslizaba bajo la superficie con la misma suavidad que una experimentada veterana. La pequeña se había documentado. Durante el largo viaje por la costa atlántica, asimiló el contenido de tres guías y una historia de Nueva York, y cuando el autocar se detuvo en la terminal, ya había confeccionado una lista de sitios que quería visitar, las cosas que quería hacer. Tampoco había echado en saco roto su consejo de venir preparada para las bajas temperaturas y posibles tormentas. Se había comprado unas botas de nieve, un par de jerséis de mucho abrigo, una bufanda, guantes de lana y un elegante anorak verde con una capucha bordeada de piel. Era Nanuk el esquimal, dijo él, su intrépida esquimal preparada para vencer los ataques de los climas más severos, y sí, resultaba adorable con aquella cosa, y una y otra vez le repitió que la tendencia esquimo-cubano-americana estaba destinada a marcar la moda durante años y años.

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