Sunset Park (16 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Después de llegar a casa, prosigue Renzo, sintió la suficiente curiosidad como para indagar un poco en la vida y la carrera de Cochran. Papeles de gánster en su mayor parte, un par de obras en Broadway con Mae West, nada menos, Al rojo vivo, con James Cagney, el protagonista de Il Grido, de Antonioni, y apariciones en diversas series de televisión de los cincuenta: Bonanza, Los intocables, Route 66, En los límites de la realidad. Creó su propia compañía de producción, de la que apenas salió algo (la información es escasa, y aunque Renzo sienta curiosidad, no es tanta como para seguir explorando ese elemento), pero Cochran parece haber adquirido fama como uno de los más activos mujeriegos de su época. Eso probablemente explica por qué su madre se enamoró de él, continúa Renzo, tristemente, considerando lo fácil que habría sido para un seductor consumado ablandar el corazón de una inexperta muchacha de diecisiete años. ¿Cómo podría haberse resistido al hombre que más adelante tuvo aventuras con Joan Crawford, Merle Oberon, Kay Kendall, Ida Lupino y Jayne Mansfield? También estaba Mamie Van Doren, que al parecer escribió en abundancia sobre su vida sexual con Cochran en una autobiografía publicada hace veinte años, pero Renzo no tiene intención de leer ese libro. En el fondo, lo que más le fascina es lo absolutamente que se han borrado de su memoria los detalles de la muerte de Cochran, que sin duda conoció a los diecinueve años, pero incluso después de la conversación con su madre (que en teoría debió hacer que la historia resultara imposible de olvidar), lo relegó todo al olvido. En 1965, esperando revitalizar su moribunda compañía de producción, Cochran elaboró un proyecto para una película ambientada en Centroamérica o Sudamérica. En compañía de tres mujeres de edades comprendidas entre los catorce y los veinticinco años, presuntamente contratadas como ayudantes, puso rumbo a Costa Rica en su yate de doce metros para empezar a buscar exteriores. Semanas después, la embarcación embarrancó en la costa de Guatemala. Cochran había muerto a bordo a consecuencia de una severa infección pulmonar y las tres aterrorizadas jóvenes, que no sabían nada de navegación ni de pilotar un yate de doce metros, habían ido a la deriva durante los últimos diez días, con la única compañía del cadáver putrescente de Cochran. Renzo afirma que no puede borrar esa imagen de su mente. Las tres asustadas mujeres perdidas en el mar con el cuerpo en descomposición de la estrella del celuloide bajo la cubierta, convencidas de que nunca volverían a pisar tierra.

Y con eso, concluye, adiós a los mejores años de nuestra vida.

2

Lo han invitado a la fiesta de Fin de Año en cuatro sitios distintos de Manhattan: el East Side y el West Side, el norte y el centro de la ciudad, pero después del funeral, el almuerzo con Renzo y las dos horas pasadas en casa de Marty y Nina, no tiene ganas de ver a nadie. Vuelve a su piso de la calle Downing, incapaz de dejar de pensar en Suki, sin poder liberarse de la historia que le ha contado Renzo sobre el actor muerto en el barco a la deriva. ¿Cuántos cadáveres ha visto en la vida?, se pregunta. No los muertos que yacen embalsamados en sus ataúdes abiertos, las figuras de museo de cera desprovistas de sangre que ya no parecen haber sido humanos, sino verdaderos cadáveres, muertos vivos, por así decir, antes de que los haya tocado el escalpelo del director de la funeraria. Su padre, hace treinta años. Bobby, hace doce. Su madre, cinco años atrás. Tres. Sólo tres en más de sesenta años.

Va a la cocina y se sirve un whisky escocés. Ya se ha trasegado un par de ellos en casa de Marty y Nina, pero no se siente en absoluto tambaleante ni mareado, tiene la cabeza despejada, y después del copioso almuerzo ingerido en el delicatessen, que aún siente como una piedra en el estómago, tampoco tiene ganas de cenar. Decide acabar el año poniéndose al día con los manuscritos que debía haber leído en Inglaterra, pero comprende que eso sólo sería una argucia, un truco para dirigirse al confortable sillón de la sala de estar y, una vez sentado en esa butaca, no volver a la novela de Samantha Jewett, que ya ha decidido no publicar.

Son las siete y media, faltan cuatro horas y media para que empiece otro año, el cansino ritual de petardos y matracas, las ráfagas de embriagadas voces que resonarán a medianoche por el barrio, siempre el mismo estallido en esta noche particular, pero aún está lejos de eso, solo con su whisky y sus pensamientos, y si puede ahondar lo bastante en ellos ni siquiera oirá las voces ni el clamor cuando llegue el momento. En mayo pasado hizo cinco años de la llamada de la asistenta de su madre, que acababa de entrar en el apartamento con su llave. Él estaba en la oficina, según recuerda, un martes por la mañana alrededor de las diez, hablando con Jill Hertzberg sobre el último manuscrito de Renzo y de si utilizaban una ilustración para la portada o sólo un diseño gráfico. ¿Por qué recordar un detalle así? Por ningún motivo, ninguna razón que se le ocurra, salvo que la razón y la memoria casi siempre están enfrentadas, y luego estaba en un taxi cruzando Broadway hacia la calle Ochenta y cuatro Oeste, tratando de no pensar en el hecho de que su madre, que el sábado había estado bromeando con él por teléfono, ya estaba muerta.

El cadáver. En eso es en lo que piensa ahora, el cadáver de su madre tendido en la cama hace cinco años, y el terror que sintió al bajar la vista y mirarla a la cara, la piel entre grisácea y azulada, los ojos medio abiertos o medio cerrados, la aterradora inmovilidad de lo que una vez había sido una persona viva. Así yacía desde más o menos cuarenta y ocho horas antes de que la descubriera la asistenta. Aún vestida con su camisón, su madre estaba leyendo la edición dominical del New York Times cuando murió, sin duda de un súbito y catastrófico ataque al corazón. Una pierna desnuda le colgaba fuera de la cama, y se preguntó si habría intentado levantarse cuando le empezó el ataque (¿a buscar una pastilla, a pedir ayuda?), y si había sido así, teniendo en cuenta que sólo se había movido unos centímetros, tuvo la impresión de que la muerte le había sobrevenido en cuestión de segundos.

La miró un breve instante, después durante unos momentos, y luego dio media vuelta y se dirigió al salón. Era demasiado para él, verla en aquel estado de paralizada vulnerabilidad era más de lo que podía soportar. No recuerda si volvió a mirarla cuando llegó la policía, si fue necesario hacer una identificación formal del cadáver o no, pero está seguro de que cuando llegaron los enfermeros a llevarse el cuerpo en una bolsa de caucho negra, no pudo mirar. Permaneció en el salón con la vista fija en la alfombra, observando las nubes por la ventana, escuchando su propia respiración. Simplemente era demasiado para él y fue incapaz de volver a mirar.

La revelación de aquella mañana, el contundente, indiscutible y elemental conocimiento que finalmente llegó a su conciencia cuando los enfermeros la sacaban en camilla del apartamento, la idea que ha continuado persiguiéndolo desde entonces: no puede haber recuerdos del seno materno, ni para él ni para nadie, pero acepta como un artículo de fe, o se esfuerza en comprender mediante un salto de la imaginación, que su propia vida como ser sensible empezó como parte de aquel cuerpo ahora muerto que sacaban por la puerta, que su vida había empezado dentro de ella.

Era una hija de la guerra, igual que la madre de Renzo, como la de todos, ya hubieran sus padres combatido o no en la guerra, ya tuvieran sus madres quince, dieciséis o veintidós años cuando estalló la contienda. Una generación extrañamente optimista, piensa ahora, dura, responsable, trabajadora y un tanto estúpida también, quizá, pero todos se tragaron el mito de la grandeza americana y vivieron con menos deudas que sus hijos, los jóvenes de Vietnam, los airados hijos de la posguerra que vieron cómo su país se convertía en un monstruo enfermo y destructor. Con agallas. Ése es el calificativo que le viene a la cabeza cuando piensa en su madre. Con agallas y sin pelos en la lengua, tenaz y cariñosa, imposible. Volvió a casarse dos veces después de la muerte de su padre en el 78, perdió a sus nuevos maridos por culpa del cáncer, uno en el 92, el otro en 2003, e incluso entonces, en el último año de su vida, a la edad de setenta y nueve, ochenta años, aún esperaba cazar a otro marido. Yo nací casada, le dijo una vez. Se había convertido en la Mujer de Bath, y por adecuado que ese papel pudiera haber sido para ella, hacer de hijo de la Mujer de Bath no había sido enteramente agradable. Sus hermanas habían compartido esa carga con él, desde luego, pero Cathy vive en Millburn, Nueva Jersey, y Ann está en Scarsdale, demasiado lejos, en la periferia de los barrios bajos, y como él era el mayor y por otra parte su madre confiaba más en los hombres que en las mujeres, era a él a quien acudía con sus problemas, que jamás clasificaba como tales (todas las palabras negativas habían sido expurgadas de su vocabulario), sino que denominaba «cositas», como en: Tengo que hablar contigo de una cosita. Ceguera deliberada es como lo llamaba él, una insistencia contumaz en buscar siempre victorias morales, el mal que por bien no venga, una actitud de después de la tempestad viene la calma frente a las circunstancias más desgarradoras —enterrar a tres maridos, la desaparición de su nieto, la muerte accidental del hijastro de su hijo—, pero ése era el mundo de donde procedía, un universo ético hecho con retazos de los manidos criterios morales de las películas de Hollywood: valor, agallas y nunca digas me muero. Admirable en cierto modo, sí, pero también desesperante, y con el paso de los años llegó a comprender que casi todo eso era artificial, que en el interior de su espíritu presuntamente indomable también había miedo y pánico y una tristeza agobiante. ¿Quién podía reprochárselo? Tras sobrevivir a las diversas enfermedades de sus tres maridos, ¿cómo no convertirse en la mayor hipocondríaca del orbe? Si sabes por experiencia que todos los cuerpos deben traicionar y traicionarán a la persona a que corresponden, ¿por qué no vas a pensar que un retortijón de estómago es el preludio de un cáncer, que un dolor de cabeza significa tumor cerebral, que una palabra o un nombre olvidados son augurio de demencia senil? Pasó sus últimos años yendo al médico, a docenas de especialistas de esta afección o aquel síndrome, y es cierto que tenía problemas de corazón (dos angioplastias), pero nadie pensaba que corriera verdadero peligro. Él se figuraba que seguiría quejándose de sus enfermedades imaginarias hasta los noventa años, que le sobreviviría a él, que los enterraría a todos, y entonces, de repente, menos de veinticuatro horas después de que estuviera contándole chistes por teléfono, había muerto. Y una vez aceptado el hecho de su muerte, lo que más le asustaba es que sentía alivio, o al menos que se sintió en parte aliviado, y se odia a sí mismo por ser lo bastante insensible para reconocerlo, pero sabe que tiene suerte por haberse librado de la amargura de verla pasar por una larga vejez. Dejó el mundo en el momento justo. No padeció un sufrimiento prolongado, no cayó en la decrepitud ni la senilidad, no tuvo caderas rotas ni pañales de adulto, ni lanzó al espacio miradas vacías. Una luz que se enciende, que se apaga. La echa de menos, pero puede vivir con el hecho de que está muerta.

Siente más la ausencia de su padre. Está lo bastante endurecido como para admitir eso, también, pero su padre ya lleva treinta años muerto y él se ha pasado media vida caminando junto a ese fantasma. Sesenta y tres, sólo un año más de los que él tiene ahora, en buena forma física, aún jugaba al tenis cuatro veces por semana, todavía lo bastante fuerte para dar una paliza a su hijo de treinta y dos años en tres sets de juego individual, probablemente lo suficiente para echar un pulso y ganarle, riguroso no fumador, su consumo de alcohol cercano a nulo, nunca enfermo de nada, ni siquiera resfriados ni gripe, un tipo de hombros anchos y uno noventa de estatura, sin grasa, ni tripa ni cargado de espaldas, que parecía diez años más joven de su edad, y entonces por un problema sin importancia, un acceso de bursitis en el codo izquierdo, el proverbial codo de tenista, sumamente doloroso, sí, pero nada grave, va al médico por primera vez en muchísimos años, un matasanos que le receta comprimidos de cortisona en vez de algún analgésico suave, y su padre, no acostumbrado a tomar pastillas, llevaba la cortisona en el bolsillo como si fuera un frasco de aspirinas y se tragaba una cada vez que el codo se hacía notar, forzando así el funcionamiento de su corazón, ejerciendo una presión indebida en su sistema cardiovascular sin saberlo siquiera, y una noche, cuando estaba haciendo el amor con su mujer (pensamiento que consuela: saber que sus padres seguían activos en el terreno sexual a esas alturas de su matrimonio), durante la noche del 26 de noviembre de 1978, mientras Alvin Heller se acercaba al orgasmo en brazos de su mujer, Constance, más conocida como Connie, le falló el corazón, se le reventó, le estalló en el pecho y ahí se acabó todo.

Nunca tuvieron esos conflictos que tan a menudo veía él en las familias de sus amigos, chicos abofeteados por sus padres, que les gritaban, padres agresivos que tiraban a la piscina a sus aterrorizados hijos de seis años, padres desdeñosos que se burlaban de sus hijos adolescentes por gustarles una música discordante, por llevar ropa inapropiada, que los miraban de mala manera, padres veteranos de guerra que pegaban a sus hijos de veinte años por resistirse al reclutamiento, padres débiles que temían a sus hijos ya crecidos, padres desconectados que no podían recordar los nombres de los hijos de sus hijos. De principio a fin, nunca se habían producido antagonismos ni dramas parecidos, sólo algunas bruscas diferencias de opinión, leves castigos impuestos de forma mecánica por pequeñas infracciones a las normas, alguna palabra severa cuando no se portaba bien con sus hermanas o se olvidaba del cumpleaños de su madre, pero nada de importancia, nada de bofetadas, ni gritos ni coléricos insultos, y a diferencia de la mayoría de sus amigos, jamás se sintió avergonzado de su padre ni se volvió contra él. Al mismo tiempo, sería erróneo suponer que estaban especialmente unidos. Su padre no era de esos progenitores sentimentales que buscaban compadreo y pensaban que su hijo debería ser su mejor amigo, era simplemente un hombre que se sentía responsable de su mujer y sus hijos, una persona tranquila, ecuánime, con talento para ganar dinero, habilidad que el hijo no llegó a apreciar hasta los últimos años de su vida, cuando se convirtió en el principal patrocinador y socio fundador de Heller Books, pero aunque no estuvieran unidos en el sentido en que lo están algunos padres con sus hijos, aunque de lo único que hablaran alguna vez con verdadera pasión fuera de deportes, él sabía que su padre lo respetaba, y ser objeto de esa ininterrumpida consideración desde el principio hasta el final era más importante que cualquier abierta manifestación de cariño.

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