Sunset Park (19 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Bobby perdió todo interés por venir aquí a los trece años (al chico le gustaba dormir), pero Miles siguió con la tradición hasta que acabó el instituto. No todos los sábados por la mañana, desde luego, al menos no después que cumplió siete años y empezó a jugar en la liga infantil del barrio, pero con suficiente frecuencia como para tener la sensación de que el local está impregnado de su presencia. Una criatura tan inteligente, tan seria, con tan poca risa en aquel rostro sombrío, pero justo bajo la superficie una especie de juguetona alegría interior, y cómo disfrutaba con los diversos equipos que se inventaban con los nombres de jugadores verdaderos, el equipo de partes del cuerpo, por ejemplo, con una alineación compuesta por Bill Hands, Barry Foote, Rollie Fingers, Elroy Face, Ed Head y Walt Williams, el Sin Cuello, junto con sustitutos como Tony Armas (Arm) y Jerry Hairston (Hair), o el equipo de finanzas, compuesto por Dave Cash, Don Money, Bobby Bonds, Barry Bonds, Ernie Banks, Elmer Pence, Bill Pounds y Wes Stock.2 Sí, a Miles le encantaban esas tonterías cuando era pequeño, y cuando le salía la risa, era imparable y a propulsión, se ponía rojo, le faltaba el aliento, como si un fantasma le hiciera cosquillas con dedos invisibles. Pero la mayor parte de las veces los desayunos eran tertulias contenidas, conversaciones apagadas sobre sus compañeros de clase, su aversión a las lecciones de piano (acabó dejándolas), sus diferencias con Bobby, las tareas del colegio, los libros que estaba leyendo, la suerte de los Mets y, en fútbol americano, de los Giants, los aspectos más sutiles del lanzamiento en el béisbol. Entre todos los pesares que Morris ha ido acumulando a lo largo de su vida, está la persistente tristeza de que su padre no llegó a conocer a su nieto, pero de haber vivido lo suficiente, y si por milagro hubiera durado hasta que el chico cumplió los trece años, habría tenido la alegría de ver lanzar a Miles, la versión diestra de él mismo cuando era joven, la prueba viviente de que todas las horas que había pasado enseñando a su hijo a lanzar adecuadamente no habían sido en vano, de que aunque Morris nunca llegara a tener buen brazo, había transmitido las lecciones de su padre a su propio hijo, y hasta que Miles lo dejó en tercer año, los resultados habían sido prometedores —no, más que prometedores: excelentes—. La de lanzador era la posición ideal para él. Soledad y energía, concentración y fuerza de voluntad, el lobo solitario erguido en medio del cuadro interior y que carga con toda la responsabilidad del partido. Por entonces lanzaba sobre todo bolas rápidas y con cambio de velocidad, el movimiento fluido, el brazo sacudiéndose hacia delante siempre en el mismo ángulo, la pierna derecha flexionada impulsando la goma hasta el momento de soltar, pero no bolas curvas ni con inclinación lateral, porque a los dieciséis seguía creciendo y los brazos jóvenes se estropean por la anormal fuerza de torsión requerida para lanzar con energía ese tipo de bolas. Él se llevó una decepción, sí, pero nunca reprochó a Miles que lo dejara en aquel momento. La amargura que lo atormentaba por la muerte de Bobby le exigía un sacrificio de alguna clase, de modo que renunció a lo que más le gustaba en aquel momento de su vida. Pero obligarte a dejar de hacer algo no es lo mismo que renunciar a ello en el fondo de tu corazón. Hace cuatro años, cuando Bing llamó para informar de la llegada de otra carta —desde Albany, en California, justo a las afueras de Berkeley—, mencionó que Miles lanzaba en un equipo de una liga de aficionados en Bay Area, con el que competía contra ex jugadores universitarios que no habían tenido calidad o interés para hacerse profesionales, pero en partidos serios a pesar de todo, y se las arreglaba bien, decía Miles, estaba ganando el doble de partidos de los que perdía y finalmente había aprendido a lanzar una bola curva. Proseguía diciendo que los Giants de San Francisco patrocinaban una prueba a finales de mes y que sus compañeros de equipo lo estaban animando a presentarse, recomendándole que mintiera sobre su edad y les dijera que tenía diecinueve en vez de veinticuatro, pero había decidido no hacerlo. Imagínate, yo firmando un contrato para jugar en las ligas menores más modestas, añadía. Ridículo.

Botellero está pensando, recordando, repasando los incontables sábados por la mañana en que ha desayunado aquí con el chico, y ahora, cuando levanta el brazo para pedir la cuenta, sólo un par de minutos antes de salir de nuevo al frío de la calle, da con algo que no se le ha pasado en años por la mente, un fragmento desenterrado, un reluciente trozo de cristal que se guarda en el bolsillo para llevárselo a casa. Miles tenía diez u once años. Era una de las primeras veces que venían aquí sin Bobby, ellos dos solos, sentados uno frente a otro en uno de los reservados, quizás en este mismo, tal vez en otro, no recuerda cuál, y el muchacho se había traído una redacción que había compuesto para la clase de literatura de quinto o sexto grado, no, no una redacción exactamente, un breve ejercicio de seiscientas o setecientas palabras, un análisis de un libro que el profesor les había asignado como tarea, el libro que habían estado leyendo y discutiendo durante las últimas semanas, y ahora los alumnos tenían que escribir un trabajo, una interpretación de la novela que acababan de terminar, Matar a un ruiseñor, una historia bonita, pensaba Morris, un buen libro para colegiales de esa edad, y el muchacho quería que su padre leyera lo que él había hecho. Botellero recuerda lo tenso que estaba el chico cuando sacó las tres o cuatro hojas de papel de la mochila, esperando el juicio de su padre sobre lo que había escrito, su primera incursión en la crítica literaria, su primer deber de adulto, y por la expresión en los ojos del chico, su padre se hizo cargo de la cantidad de trabajo y pensamiento que había invertido en aquel modesto ejercicio literario. Su composición trataba sobre las heridas. El padre de los dos chicos, el abogado, está tuerto, escribía el muchacho, y el hombre negro al que defiende de la falsa acusación de violación tiene un brazo atrofiado, y más adelante el hijo del abogado se cae de un árbol y se rompe el brazo, el mismo que tiene lisiado el negro inocente, el izquierdo o el derecho, Botellero ya no se acuerda, y el fondo de todo eso, escribía el joven Miles, es que las heridas son una parte fundamental de la vida y a menos que uno esté herido de alguna forma, jamás se hará hombre. Su padre se preguntó cómo era posible que un niño de diez u once años leyera un libro de manera tan concienzuda, que agrupara elementos tan dispares y poco marcados de una historia y viera cómo se desarrollaba una pauta a lo largo de cientos de páginas, que escuchara las notas repetidas, los sonidos tan fácilmente perdidos en el remolino de fugas y cadencias que conforman la totalidad de un libro, y no sólo estaba impresionado por el intelecto que había prestado tan rigurosa atención a los más pequeños detalles de la novela, sino también conmovido por el sentimiento con que había extraído tan profunda conclusión. A menos que uno esté herido, jamás se hará hombre. Aseguró al muchacho que había hecho un trabajo extraordinario, que la mayoría de lectores con el doble o el triple de su edad nunca podrían haber escrito algo ni la mitad de bueno y que sólo una persona con un corazón enorme podría haber interpretado el libro de aquel modo. Estaba muy emocionado, dijo a su hijo aquella mañana de hace diecisiete o dieciocho años, y el caso es que aún le enternecen los pensamientos expresados en aquel breve trabajo, y mientras el cajero le entrega el cambio y sale al frío de la calle, sigue dando vueltas a sus pensamientos y justo antes de llegar a su casa, Botellero se detiene y se pregunta: ¿Cuándo?

4

Ha venido a Nueva York a trabajar en Días felices, de Samuel Beckett. Será Winnie, la mujer enterrada hasta la cintura en el Acto I y luego enterrada hasta el cuello en el Acto II, y la dificultad a que se enfrenta, el formidable desafío, consistirá en aguantar en esos angostos emplazamientos durante hora y media, pronunciando un monólogo equivalente a sesenta páginas, con alguna que otra interrupción por parte del desventurado y por lo común invisible Willie, y no recuerda haber representado en el pasado un papel teatral, ni el de Nora ni el de la señorita Julia, ni el de Blanche ni el de Desdémona, que fuera tan agotador como éste. Pero le encanta Winnie, responde profundamente a la combinación de patetismo, comedia y terror de la obra, y aunque Beckett sea sumamente difícil, cerebral, a veces oscuro, el lenguaje es tan límpido y preciso, de una sencillez tan esplendorosa, que sentir cómo las palabras le salen de los labios le procura verdadero placer físico. Lengua, paladar, labios y garganta en completa armonía mientras pronuncia las largas y titubeantes divagaciones de Winnie, y ahora que al fin ha llegado a dominar y memorizar el texto, los ensayos han ido mejorando de forma continua, y cuando dentro de diez días empiecen las funciones de preestreno, espera estar preparada para realizar la clase de interpretación a que aspira. Tony Gilbert se ha mostrado duro con ella y cada vez que el joven director la interrumpe por hacer un gesto inadecuado o no marcar la pausa de manera suficiente, se consuela pensando que le suplicó que viniera a Nueva York a hacer de Winnie, que una y otra vez le ha repetido que ninguna actriz en activo podría sacar mejor partido a ese papel. Ha sido duro con ella, sí, pero la obra es dura y ella ha trabajado mucho precisamente por eso, incluso dejando que su cuerpo se echara a perder con objeto de ganar los diez kilos necesarios para convertirse en Winnie, para habitar a Winnie («De unos cincuenta años, bien conservada, de preferencia rubia, regordeta, brazos y hombros desnudos, corpiño escotado, busto generoso…»), y se ha documentado mucho preparándose, leyendo a Beckett, estudiando su correspondencia con Alan Schneider, el primer director de la obra, y ahora sabe que «tiento» es un buen trago, que «rafia» es un cordel fibroso utilizado por jardineros, que las palabras que dice Winnie al principio del Acto II, «Salve, sagrada luz», son una cita del Libro III del Paraíso perdido, que «verde sombra» procede de la Oda a un ruiseñor, y que «ave del alba» viene de Hamlet. El mundo en que está ambientada la obra nunca ha estado claro para ella, un mundo sin oscuridad, un ámbito de luz ardiente e inacabable, una especie de purgatorio, quizás, un páramo poshumano de posibilidades en continua disminución, de movimiento cada vez menor, pero también sospecha que ese mundo podría ser simplemente el escenario en que ella actúe, y aunque en esencia Winnie está sola, hablando consigo misma y con Willie, también es consciente de que se encuentra en presencia de otros, de que el público está ahí, en la oscuridad. «Alguien me sigue mirando. Aún se preocupa por mí. Eso es lo que me parece tan maravilloso. Ojos en mis ojos». Eso lo comprende. Su vida entera ha girado en torno a eso, exclusivamente.

Es el tercer día del año, la tarde del sábado, 3 de enero, y Morris está cenando con Mary-Lee y Korngold en el Odeon, no muy lejos del ático de Tribeca que han alquilado para sus cuatro meses de estancia en Nueva York. Llegaron a la ciudad justo cuando él hacía los preparativos para marcharse a Inglaterra, y aunque en los últimos meses han hablado varías veces por teléfono, hacía mucho que no se veían, desde 2007, cree recordar, quizá desde 2006. Mary-Lee acaba de cumplir cincuenta y cuatro, y su breve y polémico matrimonio ya no es más que un vago recuerdo. No le guarda rencor ni animadversión, en realidad le tiene bastante cariño, pero sigue siendo un enigma para él, una desconcertante mezcla de ternura y distancia, una perspicaz inteligencia oculta tras unos modales bruscos y turbulentos, sucesivamente generosa y egoísta, graciosa y aburrida (se vuelve insistente en ocasiones), vanidosa y a la vez con una absoluta indiferencia hacia sí misma. De ello da muestra el sobrepeso adquirido para su nuevo papel. Siempre ha estado orgullosa de su esbelta silueta, bien conservada, se ha preocupado por el contenido en grasa de cada trozo de comida que se lleva a la boca, ha convertido en religión el hecho de comer adecuadamente, y ahora, debido a su trabajo, con toda tranquilidad ha mandado su dieta a tomar viento. A Morris le intriga esa versión más amplia y pletórica de su ex mujer y le dice que está preciosa, a lo que ella responde, riendo e inflando luego las mejillas: Una enorme y preciosa hipopótama. Pero está guapa, piensa él, sigue siendo bonita incluso ahora, y a diferencia de la mayoría de las actrices de su generación, no se ha estropeado el rostro con cirugía estética ni inyecciones para quitar las arrugas, por la sencilla razón de que pretende seguir trabajando todo el tiempo que pueda, hasta bien entrada la vejez si es posible, y, como una vez le dijo en broma, si todas las tías de sesenta años van a parecer treintañeras de extraño aspecto, ¿quién va a hacer papeles de madre y abuela?

Lleva mucho tiempo actuando, desde los veintipocos años, y en el atestado restaurante no hay una sola persona que no sepa quién es, miradas y miradas se dirigen a su mesa, hay «ojos en sus ojos», pero ella finge no prestar atención, está acostumbrada a esas cosas, aunque Morris nota que en el fondo le gusta, que esa especie de silenciosa adulación es un regalo que siempre le viene bien. No muchos actores logran permanecer en activo durante treinta años, en particular las mujeres, y sobre todo las mujeres que trabajan en el cine, pero Mary-Lee ha sido lista y flexible, ha estado dispuesta a reinventarse a cada paso a lo largo de toda su trayectoria. Incluso durante la primera racha de éxitos cinematográficos que propiciaron su carrera, se tomaba tiempo libre para trabajar en el teatro, siempre con obras buenas, las mejores, el Bardo y sus herederos modernos, Ibsen, Chéjov, Williams, Albee, y luego, a los treinta y tantos, cuando los grandes estudios dejaron de hacer películas para mayores, no vaciló en aceptar papeles en films independientes de bajo presupuesto (muchos de ellos producidos por Korngold), y después, con más años a sus espaldas, cuando llegó al punto en que empezaba a hacer de madre, dio el salto a la televisión interpretando el papel protagonista en una serie llamada Martha Kane, abogada, que Morris y Willa veían de cuando en cuando, y por espacio de cinco años el programa atrajo a millones de espectadores y ella se hizo aún más popular, lo que quiere decir famosa de verdad. Drama y comedia, papeles de buena y de chica perversa, dinámica secretaria y buscona drogadicta, esposa, amante, cantante y pintora, policía secreta y alcaldesa de una gran ciudad: ha interpretado todo tipo de personajes en toda clase de películas, muchas bastante decentes, algunas de ellas rollos insoportables, pero ninguna actuación mediocre que Morris pueda recordar, con una serie de escenas memorables que lo emocionaron del mismo modo en que lo había conmovido cuando la vio por primera vez en 1978 en el papel de Cordelia. Se alegra de que interprete a Beckett, cree que ha sido inteligente al aceptar un papel de tan enormes proporciones, y mientras la mira ahora desde el otro lado de la mesa, se pregunta cómo esa mujer tan atractiva pero enteramente corriente, esa mujer de humor cambiante y una pasión vulgar por los chistes verdes, es capaz de transformarse en personajes tan diversos y completamente diferentes, de dar la sensación de que lleva toda la humanidad en su interior. ¿Es que aparecer frente a un público de desconocidos y desnudarse las entrañas requiere un acto de valor o es una obsesión, una necesidad de ser mirado, una insensata falta de inhibición lo que impulsa a alguien a hacer eso? Nunca ha sido capaz de determinar la línea que separa la vida del arte. Renzo es igual que Mary-Lee, ambos son cautivos de sus actos, durante años se han lanzado de un proyecto a otro, han producido duraderas obras de arte y sin embargo su vida ha sido una cagada, ambos divorciados dos veces, con una enorme capacidad para compadecerse de sí mismos, en el fondo inaccesibles a los demás: no seres humanos fallidos, exactamente, pero tampoco triunfadores. Almas mutiladas. Los heridos ambulantes, abriéndose las venas y sangrando en público.

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