Las cosas van de mal en peor. Antes de cenar, pidió a Bing que no dijera a nadie quiénes eran sus padres, que dejara los nombres de Morris Heller y Mary-Lee Swann al margen de la conversación, y Bing contestó que por supuesto, faltaría más, pero ahora, justo cuando la cena está finalmente a punto de concluir, Jake empieza a hablar de la última novela de Renzo Michaelson, Los diálogos de la montaña, publicada en septiembre por la editorial de su padre. Puede que no haya nada extraño en eso, el libro se está vendiendo muy bien, sin duda está en boca de mucha gente y Baum también es escritor, lo que significa que debe de tener conocimiento de la obra de Renzo, pero Miles no quiere oírle decir chorradas, de ese libro no, en cualquier caso, que él leyó de cabo a rabo en Florida nada más publicarse, que sólo leía cuando Pilar no estaba en el apartamento porque era demasiado importante para él, y desde la primera página comprendió que los dos hombres de sesenta años que charlaban sentados en la cumbre de aquella montaña de las Berkshires se basaban en realidad en Renzo y su padre, y le había resultado imposible leerlo sin deshacerse en lágrimas, consciente de que él mismo estaba implicado en las amarguras de la historia, los dos hombres hablando alternativamente de las cosas que han vivido, viejos amigos, los mejores amigos del mundo, su padre y su padrino, y ahí está el presuntuoso Jake Baum haciendo declaraciones sobre esa novela y con todo su corazón Miles desea que se calle. Baum dice que le encantaría entrevistar a Michaelson. Sabe que rara vez habla con periodistas, pero hay tantas preguntas que quisiera plantearle…, ¿y no se apuntaría un tanto si lograra convencer a Michaelson para que le concediese un par de horas? Baum sólo piensa en sus mezquinas ambiciones, tratando de engrandecerse a costa de alguien que es diez mil veces más grande de lo que él será nunca, y entonces el estúpido de Bing salta con la noticia de que es él quien limpia y arregla la máquina de escribir a Renzo, al bueno de Michaelson, uno de los últimos de una especie en extinción, un novelista que aún no se ha pasado al ordenador, y sí, lo conoce un poco, y quizá pueda hablarle de Jake la próxima vez que vaya a la tienda. A esas alturas, Miles está a punto de abalanzarse sobre Bing y estrangularlo, pero en ese preciso momento, afortunadamente, la conversación se desvía a otro tema cuando Alice deja escapar un ruidoso estornudo, estentóreo, y de pronto Bing está hablando de resfriados y gripes y no vuelve a mencionarse la cuestión de la entrevista a Renzo Michaelson.
Después de la cena, decide esfumarse siempre que Jake esté presente, para no tener que sentarse otra vez a la mesa con él. No quiere hacer nada que pueda lamentar después, y Jake es la clase de persona que inevitablemente saca a relucir su peor aspecto. Pero resulta que el problema no es tan grave como suponía. En las dos semanas siguientes Baum sólo se presenta una vez en la casa, y aunque Alice pasa un par de noches con él en Manhattan, Miles nota que hay problemas entre ellos, que están atravesando una mala racha o incluso se enfrentan a la última etapa de su relación. Eso no le concierne, pero ahora que conoce algo mejor a Alice, confía en que sea el final, porque Baum no se merece una mujer como Alice y ella puede aspirar a alguien mucho mejor.
Tres días después de su llegada, llama a la oficina de su padre. La telefonista le dice que el señor Heller se encuentra en el extranjero y no volverá hasta el 5 de enero. ¿Querría dejar algún recado? No, contesta él, llamará otra vez el mes que viene, gracias.
Lee en el periódico que el estreno de la obra de su madre se celebrará el 13 de enero.
No sabe a qué dedicarse. Aparte de su diaria conversación con Pilar, que suele durar entre una y dos horas, su vida ya no está estructurada. Deambula por las calles, intentando familiarizarse con el barrio, pero rápidamente pierde interés por Sunset Park. Hay algo muerto en el vecindario, le parece, la desolada tristeza de la pobreza y la lucha del inmigrante, un barrio sin bancos ni librerías, sólo establecimientos para cobrar cheques y una decrépita biblioteca pública, un pequeño mundo aparte donde el tiempo se mueve tan despacio que poca gente se molesta en llevar reloj.
Pasa una tarde tomando fotografías de algunos de los talleres cercanos a los muelles, los viejos edificios que albergan las últimas empresas que quedan en el barrio, fábricas de puertas y ventanas, piscinas, ropa femenina y uniformes de enfermería, pero las imágenes resultan en cierto modo anodinas, sin énfasis, carentes de inspiración. Al día siguiente, se atreve a acercarse al barrio chino de la Octava Avenida, con su densa agrupación de tiendas y negocios, aceras atestadas, patos colgando en los escaparates de las carnicerías, centenares de posibles escenas para captar, vividos colores a todo su alrededor, pero sigue sintiéndose apagado, desconectado, y se marcha sin haber hecho una sola foto. Necesita tiempo para adaptarse, dice para sí. Su cuerpo puede encontrarse aquí, ahora, pero su mente sigue con Pilar en Florida, y aunque ha vuelto al sitio donde nació, esta ciudad no es la suya, no es la Nueva York que guarda en su memoria. Pese a la distancia que ha recorrido, bien podría encontrarse en una localidad desconocida, una ciudad situada en cualquier parte de Norteamérica.
Poco a poco, se ha ido aclimatando a la mirada de Ellen. Ya no se siente amenazado por la curiosidad que le suscita, y si bien ella habla menos que los demás en los desayunos y cenas que comparten en torno a la mesa de la cocina, puede ser bastante locuaz cuando se encuentra a solas con él. Se comunica principalmente a base de preguntas, no interrogándole sobre su vida o historia pasada, sino sobre sus puntos de vista acerca de temas que van desde el tiempo hasta el estado del mundo. ¿Le gusta el invierno? ¿Quién le parece mejor pintor, Picasso o Matisse? ¿Le preocupa el calentamiento del planeta? ¿Se alegró cuando Obama salió elegido el mes pasado? ¿Por qué les gustan tanto los deportes a los hombres? ¿Quién es su fotógrafo favorito? Sin duda hay algo infantil en esa franqueza suya, pero al mismo tiempo sus preguntas suelen provocar animadas conversaciones y, siguiendo los pasos de Alice y Bing antes que él, se siente cada vez más obligado a protegerla. Comprende que lleva una vida solitaria y que nada le gustaría tanto como acostarse todas las noches con él, pero ya le ha contado lo suficiente sobre Pilar para que ella sepa que eso no es posible. En uno de sus días libres, Ellen lo invita a dar un paseo por el cementerio de Green-Wood, una visita a la Ciudad de los Muertos, como ella lo llama, y por primera vez desde que llegó a Sunset Park, siente que algo se remueve en su interior. En Florida estaban los objetos abandonados y ahora se ha topado con las personas olvidadas de Brooklyn. Sospecha que es un territorio que vale la pena explorar.
Con Alice, ha encontrado la ocasión de hablar de libros, algo que sólo le ha ocurrido rara vez entre la universidad y Pilar. Al principio, descubre que desconoce en su mayor parte la literatura europea y sudamericana, lo que le produce una pequeña decepción, y aunque ella pertenece a ese ámbito de especialistas sumidos en su estrecho mundo angloamericano, mucho más familiarizados con Beowulfo y Dreiser que con Dante y Borges, eso no puede considerarse un problema, hay muchas cosas de las que pueden hablar, y al cabo de pocos días han creado una jerga particular para expresar sus gustos y antipatías, un lenguaje consistente en gruñidos, frente arrugada, cejas enarcadas, inclinaciones de cabeza y súbitas palmaditas en la rodilla. Ella no le habla de Jake, y por tanto él no le hace preguntas. Le ha hablado de Pilar, sin embargo, pero no mucho, poca cosa aparte de su nombre y el hecho de que vendrá de Florida para hacerle una visita en la pausa de Navidad. Emplea esa palabra en vez de «vacaciones», porque «pausa» sugiere universidad mientras que «vacaciones» siempre supone instituto, y no quiere que nadie de la casa sepa lo joven que es Pilar hasta que ya esté allí; momento en el cual, según espera, nadie se molestará en preguntarle la edad. Pero no le preocupa que lo hagan. La única persona con la que hay que tener cuidado es Ángela, y no se enterará de la marcha de Pilar. Ha hablado de esa cuestión con ella una y otra vez. Ninguna de sus hermanas debe saber que se marcha, no sólo Ángela, tampoco Teresa y María, porque en el momento en que una de ellas lo sepa, todas lo sabrán, y aunque sea poco probable, Ángela podría estar tan loca como para seguir a Pilar a Nueva York.
Ha comprado un librito ilustrado sobre el cementerio de Green-Wood y ahora va todos los días con la cámara y deambula entre las sepulturas, monumentos y mausoleos, casi siempre solo en el aire helador de diciembre, estudiando detalladamente la lujosa y con frecuencia recargada arquitectura de determinadas tumbas, los pilares de mármol y obeliscos, los templos griegos y las pirámides egipcias, las mastodónticas estatuas de llorosas mujeres en decúbito supino. El cementerio es más grande que la mitad de Central Park, una extensión lo bastante amplia para perderse por allí, para olvidar que es un recluso que cumple condena en una zona deprimente de Brooklyn, y pasear entre los miles de árboles y plantas, subir por las lomas y recorrer los largos senderos de esa vasta necrópolis es como dejar atrás la ciudad y encerrarse en sí mismo entre la absoluta quietud de los muertos. Saca fotos de tumbas de gánsteres y poetas, generales y empresarios, víctimas de asesinatos y dueños de periódicos, hijos muertos prematuramente, una mujer que sobrevivió diecisiete años a su centésimo cumpleaños y la esposa y la madre de Theodore Roosevelt, enterradas juntas el mismo día. Allí está Elias Howe, inventor de la máquina de coser, los hermanos Kampfe, creadores de la maquinilla de afeitar, Henry Steinway, fundador de la Steinway Piano Company, John Underwood, impulsor de la Underwood Typewriter Company, Henry Chadwick, padre del sistema de puntuación del béisbol, Elmer Sperry, creador del giroscopio. En el crematorio, construido a mediados del siglo XX, se han incinerado los cadáveres de John Steinbeck, Woody Guthrie, Edward R. Murrow, Eubie Blake, ¿y cuántos otros más, famosos y desconocidos, cuántas otras almas se habrán convertido en humo en ese sitio hermoso y fantasmagórico? Se ha embarcado en otro proyecto inútil, utilizando la cámara como instrumento para tomar nota de sus dispersos e inútiles pensamientos, pero al menos le da algo que hacer, un modo de pasar el tiempo hasta que su vida empiece de nuevo, ¿y dónde mejor que en el cementerio de Green-Wood podría haberse enterado de que el verdadero apellido de Frank Morgan, el actor que desempeñó el papel del Mago de Oz, era Wuppermann?
Es el último día del año y ha vuelto de Inglaterra una semana antes para asistir al funeral de la hija de veintitrés años de Martin Rothstein, que se ha suicidado en Venecia la víspera de Nochebuena. Ha publicado la obra de Rothstein desde la fundación de Heller Books. Marty y Renzo eran los únicos norteamericanos en el primer catálogo, dos estadounidenses junto a Per Carlsen de Dinamarca y Annette Louverain de Francia, y treinta y cinco años después les sigue publicando a todos, forman el núcleo de los escritores de la casa y es consciente de que sin ellos no sería nada. La noticia le llegó la noche del 24, un correo electrónico masivo enviado a cientos de amigos y conocidos que leyó en el ordenador de Willa en su habitación del hotel Charlotte Street, en Londres, el severo y descarnado mensaje de Marty y Nina de que Suki se había quitado la vida, con aviso de que seguiría información sobre la fecha del funeral. Willa no quería que él asistiera. Pensaba que le afectaría demasiado, había habido muchos funerales ese año, ahora se estaban muriendo demasiados amigos, y ella sabía lo destrozado que estaba por todas esas pérdidas, ésa fue la palabra que empleó, «destrozado», pero él contestó que tenía que estar allí por ellos, sería imposible no acudir, el deber de la amistad lo exigía, y cuatro días después cogió un avión de vuelta a Nueva York.
Ahora estamos a 31 de diciembre, a última hora de la mañana del último día de 2008, y cuando se apea del metro de la línea Uno y sube las escaleras hasta la esquina de Broadway con la calle Setenta y nueve, la atmósfera está cargada de nieve, una nevada espesa y húmeda que cae de un cielo blanquecino, gruesos copos que remolinean entre la tempestuosa penumbra, disipando el color de los semáforos, blanqueando el capó de los coches que pasan, y cuando llega al centro social de Amsterdam Avenue, parece que lleva un sombrero de nieve. Suki Rothstein, Susanna de nombre, la niña que vio por primera vez dormida en el brazo derecho de su padre hace veintitrés años, la joven que se licenció summa cum laude en la Universidad de Chicago, la artista en ciernes, la pensadora precozmente dotada, escritora, fotógrafa, que fue a Venecia el pasado otoño para trabajar en calidad de interna en la Colección Peggy Guggenheim y allí fue, en el servicio de señoras de ese museo, sólo unos días después de dirigir un seminario sobre su propia obra, donde se ahorcó. Willa tenía razón, él lo sabe, pero ¿cómo no estar destrozado por la muerte de Suki, cómo no ponerse en la piel de su padre y sufrir los estragos de su absurda muerte?
Recuerda cuando se encontró con ella hace unos años en la calle Houston a la luminosidad de última hora de la tarde de final de primavera o principios de verano. Iba camino del baile de su instituto, engalanada con un vistoso vestido rojo, tan encarnado como el tomate más rojo de Jersey, y la sonrisa resplandecía en su rostro cuando se la encontró aquella tarde, rodeada de amigos, feliz, saludándolo y despidiéndose de él con un beso cariñoso, y desde aquel día en adelante mantuvo esa imagen de ella en su memoria como la personificación por excelencia de la exuberancia y esperanza juveniles, un ejemplo singular de la dorada juventud. Ahora piensa en la fría humedad de Venecia en pleno invierno, los canales desbordándose y dejando las calles hasta las rodillas de agua, la estremecida soledad de las habitaciones sin calefacción, una cabeza estallando por la fuerza de la oscuridad que reina en su interior, una vida rota por el exceso y la escasez de este mundo.
Entra en el edificio arrastrando los pies junto a más gente, una multitud que poco a poco va sumando doscientas o trescientas personas, y ve toda una serie de rostros conocidos, el de Renzo entre ellos, pero también el de Sally Fuchs, Don Willingham, Gordon Field, toda una serie de viejos amigos, escritores, poetas, artistas, editores y mucha gente joven también, docenas y docenas de hombres y mujeres jóvenes, amigos de la infancia de Suki, del instituto, de la universidad, y todo el mundo habla en voz baja, como si alzarla por encima de un murmullo fuera una ofensa, un insulto contra el silencio de los muertos, y cuando observa los rostros a su alrededor, todos parecen estupefactos, agotados, un tanto ausentes, destrozados. Se abre paso hasta una pequeña sala al fondo del pasillo donde Marty y Nina están recibiendo a los asistentes, los invitados, el cortejo fúnebre, sea cual sea el término empleado para describir a la gente que acude a un funeral, y mientras se adelanta para rodear con los brazos a su viejo amigo, las lágrimas corren por las mejillas de Marty que entonces lo abraza y apoya la cabeza en su hombro diciendo Morris, Morris, Morris mientras su cuerpo se sacude contra él en un espasmo de jadeantes sollozos.