Sunset Park (12 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Desviaciones fugaces, accesos de histeria, inmundicia que surge de la vida interior, pero en el mundo exterior de cosas materiales sólo en una ocasión ha permitido dar rienda suelta a sus deseos, sólo una vez con consecuencias duraderas. La balada de Benjamín Samuels se remonta al verano de 2000, hace ocho años, ocho años y medio para ser exactos, lo que significa que desde entonces ha transcurrido casi un tercio de su vida y aún no la ha olvidado, nunca ha dejado de escuchar esa canción en su cabeza, y mientras permanece de pie en el porche en esta nebulosa mañana de domingo se pregunta si podrá ocurrirle otra vez algo tan decisivo. Tenía veinte años y acababa de terminar segundo año en Smith. Alice volvía a Wisconsin para trabajar de orientadora principal en un campamento de verano cerca del lago Oconomowoc y le preguntó si quería un trabajo allí también, porque podía arreglarlo fácilmente. No, no le interesaban los campamentos de verano, contestó, había tenido una experiencia desagradable en uno cuando tenía doce años, de modo que buscaría algo más cerca de casa, con el profesor Samuels y su mujer, que habían alquilado una casa al sur de Vermont para dos meses y medio y necesitaban a alguien que les cuidara a los niños: Bea, Cora y Ben, dos niñas de cinco y siete años y un chico de dieciséis. El chico era mayor y no necesitaba que lo cuidaran, pero aquel año había echado a perder el curso aprobando por los pelos algunas asignaturas y tenía que darle clases de Inglés, Historia de Estados Unidos y Álgebra. El muchacho estaba de mal humor cuando empezó el verano: sin posibilidad de acercarse a su querido campo de fútbol de Northampton y con la perspectiva de once semanas de insoportable exilio con sus padres y hermanas en el quinto pino. Pero ella era preciosa entonces, nunca ha estado más guapa que aquel verano, con una figura más llena y redondeada que la que ahora tiene la escuálida criatura en que se ha convertido, ¿y por qué iba a quejarse un chico de dieciséis años de tener que dar clase con una atractiva mujer en camiseta corta y sin mangas y pantaloncitos elásticos de color negro? Al comienzo de la segunda semana ya eran amigos, y cuando empezó la tercera pasaban juntos la mayor parte de la tarde en el pabellón, un pequeño edificio situado a unos cincuenta metros de la casa, donde veían películas que ella cogía en Al's Video Store cuando iba a comprar a Brattleboro. Las niñas y los padres siempre estaban acostados para entonces. Tanto el profesor Samuels como su mujer estaban escribiendo un libro aquel verano y seguían un horario rígido: en pie a las cinco y media todos los días y a la cama a las nueve y media o las diez. No les preocupaba lo más mínimo que su hijo y ella pasaran tanto tiempo juntos en el pabellón. Se trataba de Ellen Brice, al fin y al cabo, la chica modosita y cumplidora que tan bien se había portado en la clase de Historia del Arte del profesor Samuels, y podían contar con ella para comportarse de forma responsable en toda circunstancia.

Acostarse con Ben no fue idea suya; al menos al principio. Le encantaba mirarlo, la fuerza y la esbeltez de su cuerpo de jugador de fútbol solía excitarla, pero no era más que un muchacho, no hacía ni seis meses que había cumplido los dieciséis y, por muy atractivo que pudiera parecerle, no tenía deseo alguno de intentar nada. Pero al cabo del primer mes de los dos y medio que estuvo allí, en una calurosa noche de julio llena de un rumor de ranas arbóreas y de un millón de chicharras, el muchacho dio el primer paso. Sentados en su posición habitual, cada uno a un extremo del pequeño sofá, mientras las polillas se daban contra las mosquiteras, como de costumbre, y la noche olía a pinos y a tierra húmeda, como siempre, estaban viendo una bobada de comedia o una del Oeste, igual que todos los días (la selección de Al's era limitada) y ella empezaba a tener sueño, lo bastante para reclinar la cabeza y cerrar los ojos durante unos momentos, quizá diez, puede que veinte segundos, y antes de que los abriera de nuevo, el joven señor Samuels se había puesto a su lado en el sofá y la estaba besando en la boca. Debería haberle dado un empujón o haber vuelto la cabeza, o haberse puesto en pie para marcharse, pero no pudo pensar lo bastante rápido para hacer ninguna de esas cosas y permaneció donde estaba, sentada en el sofá con los ojos cerrados, y dejó que la siguiera besando.

Nunca los pillaron. Durante mes y medio siguieron con su pequeña aventura sexual (ella nunca llegó a considerarlo un asunto amoroso) y luego el verano tocó a su fin. Puede que no estuviera enamorada de Ben, pero sí lo estaba de su cuerpo, e incluso ahora, ocho años y medio después, sigue pensando en la increíble suavidad de su piel, la sensación de sus brazos en torno a su cuerpo, la dulzura de su boca, su sabor. Debería haber seguido viéndolo en Northampton después del verano, pero su deprimente rendimiento académico del año anterior había alarmado tanto a sus padres que lo enviaron a un internado de New Hampshire y de pronto desapareció de su vida. Lo echó de menos bastante más de lo que esperaba, pero antes de que llegara a comprender cuánto tiempo tardaría en olvidarlo, cuántas semanas, meses o años, se encontró en un apuro diferente. No le había venido el periodo. Se lo contó a Alice y su amiga la arrastró rápidamente a la farmacia más próxima para comprar un test de embarazo. Los resultados fueron positivos, es decir, negativos, desastrosa e irrevocablemente negativos. Pensaba que habían sido muy prudentes, habían tenido mucho cuidado precisamente para evitar que eso sucediera, pero estaba claro que se habían descuidado en algún momento, ¿y qué iba a hacer ahora? No podía decir a nadie quién era el padre. Ni siquiera a Alice, que la instaba a ello una y otra vez, ni tampoco al propio padre, que no era más que un muchacho de dieciséis años; ¿por qué castigarlo con la noticia cuando no estaba en condiciones de ayudarla, cuando ella era la única culpable de todo aquel sórdido asunto? No podía hablar con Alice, no podía explicárselo a Ben y no podía confiarse a sus padres: no sólo no podía decirles quién era el chico, sino tampoco quién era ella. Una chica embarazada, una estúpida universitaria con un niño que se gestaba en sus entrañas. Su padre y su madre no podían enterarse de lo que había pasado. La sola idea de tener que contárselo bastaba para que le dieran ganas de morirse.

De haber sido una persona más valiente, habría tenido el niño. Pese a toda la conmoción que habría causado un embarazo llevado a su término, quería seguir adelante y dejar que naciera el niño, pero la atemorizaban las preguntas que le harían, le daba mucha vergüenza encararse con su familia, era demasiado débil para afirmar su postura, dejar la universidad y engrosar las filas de las madres solteras. Alice la llevó en coche a la clínica. Se suponía que era una intervención rápida y sin complicaciones, y desde el punto de vista médico todo salió según lo esperado, pero ella lo vivió como algo espantoso y humillante, y sintió odio hacia sí misma por haber obrado en contra de sus impulsos más íntimos, de sus convicciones más profundas. Cuatro días después, se tragó media botella de vodka y veinte pastillas para dormir. Alice tenía que haberse ido el fin de semana y si en el último momento no hubiera cambiado de planes y vuelto a la residencia a las cuatro de la tarde, su compañera de cuarto, que en ese momento dormía, seguiría durmiendo ahora. La llevaron al hospital Cooley Dickinson, le hicieron un lavado de estómago y allí se acabó Smith, aquél fue el fin de Ellen Brice como persona supuestamente normal. La trasladaron al pabellón de psiquiatría del hospital y allí la tuvieron veinte días, y luego volvió a Nueva York, donde pasó una larga temporada, infinitamente deprimente, viviendo en casa de sus padres, durmiendo en la habitación de su infancia, viendo al doctor Burnham tres veces por semana, asistiendo a sesiones de terapia de grupo y tomando diariamente una cantidad de pastillas con las que debía sentirse mejor pero que no surtían efecto. Finalmente, se le ocurrió matricularse en unas clases de dibujo en la escuela de Bellas Artes, que al año siguiente se convirtieron en un curso de pintura, y poco a poco empezó a sentir que casi vivía de nuevo en el mundo, que en el fondo podía haber algo semejante a un futuro para ella. Cuando el cuñado del marido de su hermana le ofreció trabajo en su inmobiliaria de Brooklyn, dejó finalmente la casa de sus padres y se fue a vivir sola. Sabía que no era una ocupación adecuada para ella, que tener que hablar con tanta gente todos los días podría convertirse en un implacable sufrimiento para sus nervios, pero lo aceptó de todos modos. Necesitaba salir, librarse de la inquieta mirada de sus padres, y ésa era su única oportunidad.

Eso fue hace cinco años. Ahora, mientras sigue en el porche de la casa con el abrigo puesto y bebiendo el café de la mañana, comprende que debe empezar de nuevo. Por doloroso que resultara escuchar hace dos meses el comentario de Millie, la brutal y desdeñosa condena de sus lienzos y dibujos era completamente merecida. Su trabajo no le dice nada a nadie. Es consciente de que no le faltan dotes, ni tampoco talento, pero se ha encerrado en un rincón persiguiendo una sola idea y esa idea no es lo bastante sólida para soportar el peso de lo que trata de lograr. Había pensado que la delicadeza de su toque la conduciría a la sublime y austera región habitada en otro tiempo por Morandi. Quería pintar cuadros que evocaran la callada maravilla de la objetualidad pura, el éter sagrado que respira en los espacios entre las cosas, expresar la existencia humana en una plasmación minuciosa de todo lo que está por ahí, más allá de nosotros, a nuestro alrededor, igual que el invisible cementerio se encuentra justo delante de ella, aunque no pueda verlo. Pero se equivocaba al depositar su fe en los objetos, al confiar únicamente en cosas, al malgastar el tiempo en los innumerables edificios que ha dibujado y pintado, las calles vacías, sin un alma, los garajes, gasolineras y fábricas, los puentes, las autopistas elevadas, los viejos almacenes de ladrillo rojo destellando a la tenue luz de Nueva York. Todo ello causa un efecto de tímida evasión, de hueco ejercicio de estilo, mientras que lo que siempre ha querido ella ha sido dibujar y pintar representaciones de sus propios sentimientos. No habrá esperanza alguna a menos que empiece otra vez desde el principio. Se acabaron los objetos inanimados, dice para sí, se terminaron las naturalezas muertas. Volverá a la figura humana y hará que sus pinceladas sean audaces y expresivas, más gestuales, más desenfrenadas, tanto como el pensamiento más disparatado que pueda albergar en su interior.

Pedirá a Alice que pose para ella. Es domingo, un día tranquilo sin muchas cosas que hacer, y aun cuando Alice trabajará hoy en su tesis quizá pueda dedicarle un par de horas de aquí a la noche. Vuelve a entrar en la casa y sube las escaleras hasta su habitación. Bing y Alice siguen durmiendo y se mueve con cuidado para no despertarlos, quitándose el abrigo y el camisón de franela para luego ponerse unos vaqueros viejos y un grueso jersey de algodón, sin preocuparse de bragas ni sostén, sólo la piel bajo los suaves tejidos; esta mañana quiere sentirse lo más suelta y ligera posible, sin trabas para la jornada que le espera. Coge su cuaderno de dibujo y un lapicero Faber-Castell de la parte superior del buró, se sienta luego en la cama y abre el cuaderno por la primera hoja en blanco. Coge el lápiz con la mano derecha, alza la izquierda en el aire, la inclina en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, la mantiene suspendida a unos treinta centímetros de la cara y se pone a estudiarla hasta que ya no parece parte de su cuerpo. Ahora es una mano ajena, de alguien que no es ella, de nadie, de una mujer con dedos esbeltos y uñas redondeadas, las medias lunas sobre las cutículas, la estrecha muñeca con su pequeño abultamiento huesudo que sobresale por la parte izquierda, los nudillos y articulaciones de matiz marfileño, la blanca piel casi traslúcida que cubre arroyuelos de venas, venas azules transportando la roja sangre que serpentea por su organismo mientras su corazón late y el aire entra y sale por sus pulmones. Dedos, carpo, metacarpo, falanges, dermis. Apoya la punta del lápiz sobre la página en blanco y empieza a dibujar la mano.

A las nueve y media llama a la puerta de Alice. La diligente Bergstrom ya está trabajando, un enjambre de dedos que revolotean sobre el teclado del portátil, los ojos fijos en la pantalla, y Ellen se disculpa por interrumpirla. No, no, dice Alice, no pasa nada, y entonces deja de teclear y se vuelve hacia su amiga con una de sus cálidas sonrisas en la cara, no, más que cálida, una sonrisa en cierto modo maternal, no del tipo que a Ellen le dirige su madre, quizá, sino la clase de sonrisa con que todas las madres deberían mirar a sus hijos, una sonrisa que no es tanto un saludo como una ofrenda, una bendición. Ellen piensa: Alice será una madre estupenda cuando llegue el momento…, una madre superior a las demás, dice para sí, y entonces, debido a la yuxtaposición de esas dos palabras, transforma a Alice en Madre Superiora y la ve de pronto con hábito de monja, y en esa momentánea digresión pierde el hilo de sus pensamientos y no tiene tiempo de preguntarle si estaría dispuesta a posar para ella antes de que Alice, a su vez, le haga una pregunta:

¿Has visto Los mejores años de nuestra vida?

Pues claro, contesta Ellen. Todo el mundo ha visto esa película.

¿Te gusta?

Mucho. Es una de mis películas favoritas de Hollywood.

¿Por qué te gusta?

No sé. Es emocionante. Siempre lloro cuando la veo.

¿No te parece un poco simplista?

Naturalmente que es simplista. Es una película de Hollywood, ¿no? Todos los productos de Hollywood resultan un poco superficiales, ¿no crees?

Bien dicho. Pero ésta es un poco menos artificiosa que las demás…, ¿es eso lo que querías decir?

Piensa en la escena del padre que ayuda a su hijo a acostarse.

Harold Russell, el soldado que perdió las manos en la guerra.

El chico no puede quitarse los ganchos él solo, ni abotonarse el pijama ni apagar el cigarrillo. Su padre se lo tiene que hacer todo. Si me acuerdo bien, no hay música en esa escena y apenas hay diálogo, pero es un gran momento de la película. Absolutamente sincero. Increíblemente conmovedor.

¿Y después todos vivieron felices?

Quizá sí, quizá no. Dana Andrews le dice a la chica…

Teresa Wright…

Le dice a Teresa Wright que los van a tratar a patadas. Puede que sí y puede que no. Y el personaje de Fredric March es un borracho, un verdadero alcohólico, impenitente y delirante, de modo que su vida no va a ser divertida de ahí a unos años.

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