Sunset Park (7 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Le deslumbró su talento, prosiguió su padre. Alguien que pudiera interpretar como ella aquel papel exigente y delicado debía poseer una hondura y amplitud de sentimientos mayor que cualquier otra mujer que hubiera conocido antes. Pero fingir que se es una persona y el hecho de serlo son dos cosas distintas, ¿no es cierto? La boda se celebró el 12 de marzo de 1979, menos de cinco meses después de su primer encuentro. Al cabo de cinco meses, ya había problemas en el matrimonio. Su padre no quería aburrirlo recitándole una letanía de sus disputas e incompatibilidades, pero todo se resumía en lo siguiente: se querían pero no se llevaban bien. ¿Tenía eso sentido para él?

No, no le encontraba sentido alguno. El muchacho ya estaba enteramente confuso para entonces, pero le daba pánico reconocerlo ante su padre, que hacía esfuerzos por tratarlo como a un adulto; aquel día no se sentía a la altura, el mundo de los adultos era insondable para él en aquel momento de su vida y se mostraba incapaz de comprender la paradoja de amor y desacuerdo que coexistían en igual medida. Tenía que ser una cosa u otra, amor o no amor, pero no su existencia e inexistencia al mismo tiempo. Hizo una breve pausa para ordenar sus pensamientos y luego formuló la única pregunta que parecía venir al caso, la única que tenía un significado pertinente. Si se llevaban tan mal, ¿por qué tuvieron un hijo?

Ésa iba a ser su salvación, contestó su padre. Ése era el plan, en cualquier caso: tener un hijo juntos y esperar luego a que el amor que inevitablemente sentirían por él detuviera el desencanto que iba creciendo entre ellos. Ella parecía feliz al principio, le confió su padre, los dos estaban contentos, pero después… Se interrumpió con brusquedad a media frase, desvió un momento la vista mientras consideraba las circunstancias y, al final, concluyó: No estaba preparada para ser madre. Era demasiado joven. No debería haberla empujado a eso.

El chico entendió que su padre trataba de no herir sus sentimientos. No podía soltarle que su madre no había querido tenerlo, ¿verdad? Eso habría sido demasiado, un golpe que nadie habría sido capaz de asimilar plenamente, y sin embargo el silencio de su padre y la compasiva omisión de los burdos detalles equivalían a una admisión de esa misma realidad: su madre no lo había querido, su nacimiento fue un error, no existía razón justificable alguna para que estuviera en el mundo.

¿Cuándo había empezado todo?, se preguntó. ¿En qué momento se tornó la felicidad de su madre en duda, antipatía, horror? Quizá cuando su cuerpo empezó a cambiar, pensó, cuando su presencia dentro de ella empezó a mostrarse al mundo y ya era demasiado tarde para no hacer caso de la abultada turgencia que ahora la definía, por no hablar de la alarma causada por el grosor de sus tobillos y el ensanchamiento de su trasero, todo el peso añadido que distorsionaba su persona, en otro tiempo esbelta y deslumbrante. ¿A eso se debía todo, a un acceso de vanidad? ¿O era temor a quedarse atrás por tener que pasar un tiempo alejada del escenario justo cuando le estaban ofreciendo papeles mejores, más interesantes; miedo a interrumpir el avance de su carrera en el peor momento posible con el riesgo de no volver a encarrilarse? Tres meses después de haberlo dado a luz (2 de julio de 1980), hizo una prueba para protagonizar una película que iba a dirigir Douglas Flaherty, El soñador inocente. Consiguió el papel y tres meses después se fue a Vancouver, en la Columbia Británica, dejando en Nueva York a su hijo pequeño con su padre y una niñera interna, Edna Smythe, una jamaicana de cuarenta y seis años y cien kilos de peso que se ocupó de él (y más adelante de Bobby también) durante los siete años siguientes. En cuanto a su madre, aquel papel catapultó su carrera en el cine. También le aportó otro marido (Flaherty, el director) y una nueva vida en Los Ángeles. No, contestó su padre cuando el muchacho le planteó la pregunta, no litigó por su custodia. Estaba «destrozada», explicó su padre, que citó las palabras que ella le dijo en su momento, «renunciar a Miles era la decisión más difícil y horrorosa que había tomado nunca», pero dadas las circunstancias, «no parecía que pudiera hacer otra cosa». En otras palabras, le dijo su padre aquella tarde en Abingdon Square, nos abandonó. A los dos, a ti y a mí, chaval. Nos dejó tirados y sanseacabó.

Pero nada de lamentos, se apresuró a añadir. Nada de dudas ni morbosas exhumaciones del pasado. Su matrimonio con Mary-Lee no había salido bien, pero eso no significaba que hubiera sido un fracaso. El tiempo había demostrado que el verdadero objetivo de los dos años que había pasado con ella no era el de construir un matrimonio sostenible sino el de crear un hijo, y como ese hijo era la criatura más importante del mundo para él, todas las decepciones que había sufrido con ella habían valido la pena; no, más que valer la pena, habían sido absolutamente necesarias. ¿Quedaba eso claro? Sí. En ese momento, el muchacho no cuestionó lo que le estaban diciendo. Su padre sonrió, le pasó un brazo por el hombro, lo atrajo hacia su pecho y lo besó en lo alto de la frente. Eres mi ojito derecho, le dijo. Nunca lo olvides.

Fue la única vez que hablaron así de su madre. Tanto antes como después de aquella conversación de catorce años atrás, todo se limitó en buena parte a cuestiones prácticas: planear llamadas de teléfono, sacar billetes de avión para California, recordarle que enviara tarjetas de cumpleaños, ver cómo coordinar sus vacaciones escolares con el trabajo de su madre en el cine. Podía ser que ella hubiera desaparecido de la vida de su padre, pero a pesar de las interrupciones e incoherencias, continuó estando presente en la suya. Desde el principio mismo, pues, había sido un chico con dos madres. La verdadera, Willa, que no lo había dado a luz, y la biológica, Mary-Lee, que desempeñaba el papel de extraña desconocida. De los primeros años ya no queda rastro, pero si se remonta a cuando tenía cinco o seis recuerda haber cruzado el país en avión para verla; el niño que viajaba solo mimado por azafatas y pilotos, sentado en la cabina de mando antes del despegue, tomando refrescos dulces que rara vez le permitían beber en casa, y la enorme mansión en las colinas sobre Los Ángeles con colibríes en el jardín, flores rojas y moradas, enebros y mimosas, el frescor de las noches tras jornadas calurosas, inundadas de luz. Su madre era entonces guapísima, una elegante y encantadora rubia a quien a veces se referían como la reencarnación de Carroll Baker o Tuesday Weld, pero con más talento que ellas, más inteligente a la hora de elegir papeles, y ahora que él estaba creciendo, ahora que para ella era evidente que no iba a tener más hijos, lo llamaba su principito, su ángel precioso, y el mismo chico que era el ojito derecho de su padre fue consagrado como el tierno corazoncito de su madre.

Sin embargo, nunca supo muy bien lo que hacer con él. Había considerables cantidades de buena voluntad, suponía él, pero no mucho conocimiento, no la clase de comprensión que Willa poseía, y en consecuencia rara vez sintió que pisara terreno firme en su presencia. De un día para otro, en cualquier momento, ella podía pasar de la efervescencia a la distracción, de las afables bromas a un silencio retraído, irritable. Aprendió a estar en guardia con ella, a prepararse para esos cambios imprevisibles, a saborear los buenos ratos mientras duraban, sin esperar que se prolongaran mucho. Iba a verla siempre que ella no tenía trabajo, lo que podría haber aumentado la inquietud que parecía invadir la casa. El teléfono empezaba a sonar por la mañana temprano y ya estaba hablando con su agente, un productor, un director, un compañero de reparto o, si no, aceptando o rechazando alguna entrevista o sesión fotográfica, una aparición en televisión, la presentación de este o aquel premio, o decidiendo dónde cenar aquella noche, a qué fiesta acudir la semana siguiente, aparte de enterarse de quién decía qué sobre quién. Siempre había más tranquilidad cuando Flaherty estaba en casa. Su marido ayudaba a limar asperezas y a mantener bajo control su dosis nocturna de copas (tenía tendencia a que se le trabara la lengua cuando él estaba fuera de casa trabajando en algún sitio), y como él tenía una hija de un matrimonio anterior, percibía mejor que su madre lo que al chico le pasaba por la cabeza. Su hija se llamaba Margie, o Maggie, ya no se acuerda bien, una chica con pecas y rodillas gordezuelas, y a veces retozaban por el jardín, se echaban agua mutuamente con la manguera o jugaban a las meriendas representando diversas partes del episodio del Sombrerero Loco de Alicia en el país de las maravillas. ¿Cuántos años tenía él entonces? ¿Seis? ¿Siete? Cuando tenía ocho o nueve, a Flaherty, inglés trasplantado a quien no interesaba el béisbol, se le ocurrió llevarlos una noche a Chávez Ravine a ver jugar a los Dodgers contra los Mets, el equipo de su ciudad natal, el club al que había apoyado tanto en las buenas temporadas como en las malas. Era un individuo afectuoso, el bueno de Flaherty, un tipo bastante recomendable, pero cuando Miles volvió a California seis meses después Flaherty había desaparecido, y su madre estaba pasando por su segundo divorcio. Su siguiente marido, Simon Korngold, era productor de películas independientes de bajo presupuesto y, contra todo pronóstico, considerando su historial con su padre y Douglas Flaherty, hoy en día sigue estando casada con él tras diecisiete años de matrimonio.

Cuando tenía doce años, ella entró en su habitación y le dijo que se desnudara. Quería ver cómo se estaba desarrollando, le dijo, y de mala gana, sintiendo que no podía negarse a su petición, él la obedeció y se quedó completamente en cueros. Era su madre, al fin y al cabo, y por asustado o cohibido que se sintiera estando desnudo delante de ella, ella tenía derecho a ver el cuerpo de su hijo. Le echó una rápida mirada, le dijo que se diera la vuelta entera, y entonces, fijando los ojos en su genitales, concluyó: Prometedor, Miles, pero aún queda mucho camino por recorrer.

A los trece años, después de un año de tumultuosos cambios, tanto en su fuero interno como en su ser físico, le hizo la misma petición. Esta vez estaba sentado junto a la piscina y no llevaba más que el traje de baño, y aunque se puso todavía más nervioso y titubeante que el año anterior, se incorporó, se bajó el calzón de baño y le ofreció un atisbo de lo que quería ver. Su madre sonrió y dijo: Ya no es tan pequeño el señorito, ¿eh? Cuidado, señoras. Miles Heller anda rondando por ahí.

A los catorce, le dijo rotundamente que no. Su madre se quedó un tanto decepcionada, le pareció a él, pero no insistió. Como quieras, chico, le dijo, y salió de la habitación.

A los quince, Korngold y ella dieron una fiesta en su casa, un festejo grande y ruidoso con más de cien invitados, y aun cuando había muchos rostros conocidos, actores y actrices que había visto en el cine y la televisión, personajes famosos, todos ellos buenos intérpretes, gente que le había conmovido o hecho reír muchas veces a lo largo de los años, no podía soportar el alboroto, el ruido de todas aquellas voces parlanchinas lo estaba poniendo enfermo, y después de aguantarlo a duras penas durante más de una hora, subió furtivamente a la primera planta, se metió en su habitación y se tumbó en la cama con un libro, su lectura del momento, la que fuera, y recuerda que pensó en lo mucho que preferiría pasarse el resto de la velada con el autor de aquel libro que con la estruendosa turbamulta de la planta baja. Al cabo de quince o veinte minutos, su madre irrumpió en el cuarto con una copa en la mano y aspecto de estar enfadada y un poco borracha a la vez. ¿Qué se había creído que estaba haciendo? ¿Es que no sabía que había una fiesta, y cómo se había atrevido a abandonar la reunión? Fulanito estaba allí, y también menganito, además de zutanito, ¿y qué derecho tenía él a insultarlos y largarse al piso de arriba a leer un puñetero libro? Él intentó explicarle que no se sentía bien, que le dolía mucho la cabeza, ¿y qué más daba en cualquier caso si no estaba de humor para quedarse cotorreando con un montón de adultos? Eres igual que tu padre, le espetó ella, cada vez más fuera de quicio. Gruñón de nacimiento. Eras un niño simpático, Miles. Ahora eres un pelma. Por lo que fuese, la palabra «pelma» le pareció muy divertida. O lo que le hizo gracia quizá fuera su madre allí plantada con una tónica con vodka en la mano, su nerviosa y contrariada madre insultándolo con palabras tontas como «gruñón» y «pelma», y súbitamente se echó a reír. ¿Qué tiene tanta gracia?, preguntó ella. No sé, contestó él, no he podido evitarlo. Ayer era tu niño bonito y hoy soy un gruñón. A decir verdad, no creo que sea ni lo uno ni lo otro. En aquel momento, que sin duda fue el mejor de su madre, su expresión cambió de la ira al regocijo, pasando de un estado de ánimo a otro en un solo instante, y de pronto ella también se echó a reír. Hay que joderse, le dijo. Me estoy portando como una auténtica bruja, ¿verdad?

A los diecisiete, le prometió que iría a Nueva York para asistir a la ceremonia de entrega de su título de bachillerato, pero no apareció. Curiosamente, no se lo reprochó. Tras la muerte de Bobby, las cosas que antes le importaban ahora le daban igual. Se figuró que lo habría olvidado. Olvidar no es un crimen; sólo un simple error humano. La siguiente vez que la vio, ella se disculpó, sacando a relucir la cuestión antes de que él tuviera ocasión de mencionarlo, cosa que nunca habría hecho en cualquier caso.

Sus visitas a California se volvieron menos frecuentes. Ya iba a la universidad, y en los tres años que pasó en Brown sólo fue dos veces a verla. Se encontraron en otros sitios, sin embargo, para comer o cenar en algún restaurante de Nueva York, mantuvieron largas conversaciones por teléfono (siempre a iniciativa de ella) y pasaron un fin de semana juntos en Providence con Korngold, cuyo decenio de firme lealtad hacia ella le había hecho imposible sentir por aquel hombre algo distinto a la admiración. En cierto sentido, Korngold le recordaba a su padre. No por su aspecto, ni por la impresión que daba ni por sus modales, sino por el trabajo que hacía, porque a duras penas lograba realizar películas modestas y meritorias en un mundillo donde imperaba la basura grandiosa, igual que su padre luchaba por publicar libros que merecían la pena en un mundo de modas insustanciales y efímeras. Su madre ya andaba por los cuarenta y tantos para entonces y parecía más a gusto consigo misma que cuando estaba en el apogeo de su belleza, menos interesada en las complicaciones de su propia vida, más abierta a los demás. Aquel fin de semana en Providence, le preguntó si sabía lo que quería hacer cuando se licenciara. No estaba seguro, contestó. Un día se mostraba convencido de que iba a doctorarse, al siguiente se inclinaba hacia la fotografía y al otro pensaba dedicarse a la enseñanza. ¿Ni a escribir ni editar libros?, le preguntó ella. No, creía que no, contestó. Le encantaba leer libros, pero no le apetecía nada producirlos.

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