Sunset Park (3 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Los teléfonos móviles ya existían por entonces, pero ellos no tenían, lo que significaba que debían apearse del coche y echar a andar. Era un día de calor sofocante, húmedo y bochornoso, con escuadrones de tábanos y mosquitos pululando en torno a sus cabezas, y él estaba de un humor de perros, fastidiado por la estúpida despreocupación de Bobby, por el bochorno y los insectos, por tener que caminar por aquella angosta y horrible carretera, y al cabo de poco la emprendió contra su hermanastro, insultándolo, intentando provocar una pelea. Bobby, sin embargo, prosiguió con su actitud indolente, negándose a responder a sus insultos. No te hagas mala sangre por nada, le dijo, la vida está llena de giros inesperados, puede que les pasara algo interesante sólo por estar en aquella carretera, a lo mejor, por pura casualidad, se encontraban con dos chicas atractivas al doblar la siguiente curva, dos chicas guapas enteramente desnudas que se los llevaban al bosque y hacían el amor con ellos durante dieciséis horas seguidas. En circunstancias normales, solía reírse siempre que Bobby se ponía a hablar así, cayendo de buena gana bajo el hechizo de la disparatada cháchara de su hermanastro, pero no había nada normal en lo que ocurría precisamente en aquellos momentos y no estaba de humor para reírse. Era todo tan estúpido, que le entraban ganas de darle a Bobby un puñetazo en la cara.

Siempre que piensa en aquel día, se imagina lo diferente que habrían sido las cosas de haber ido al lado derecho de Bobby en vez de al izquierdo. El empujón lo habría lanzado fuera de la carretera en vez de al centro y allí se habría acabado la historia, porque no habría habido ninguna, todo el asunto habría quedado en menos que nada, un breve arrebato que se habría olvidado en un abrir y cerrar de ojos. Pero allí estaban, por ninguna razón especial situados en aquel riguroso tándem de izquierda-derecha, él por fuera, Bobby por dentro, caminando por la cuneta de la carretera en dirección contraria al tráfico, aunque no había ninguno, ni un solo coche, camión ni motocicleta pasó durante diez minutos, y tras haber estado hostigando sin parar a Bobby durante esos diez minutos, la chusca indiferencia de su hermanastro hacia su apurada situación se tornó en irritación, luego en beligerancia y, a los tres kilómetros de haber iniciado la marcha, se estaban gritando el uno al otro a pleno pulmón.

¿Cuántas veces se habían peleado en el pasado? En innumerables ocasiones, más de las que puede recordar, pero no había nada fuera de lo común en eso, piensa ahora, pues los hermanos siempre se pelean, y aunque Bobby no fuera de su propia sangre, siempre había estado con él desde que tenía conciencia de las cosas. Cuando su padre se casó con la madre de Bobby y empezaron a vivir juntos los cuatro bajo el mismo techo él tenía dos años, lo que necesariamente sitúa esa época fuera del alcance de su memoria, convirtiéndola en una etapa ya del todo borrada de su mente, y por tanto sería legítimo decir que Bobby siempre había sido su hermano, aunque no fuera estrictamente así. Se habían producido, pues, las habituales peleas y conflictos, y como él era dos años y medio menor, había recibido en sus carnes la mayor parte del castigo. Un vago recuerdo de su padre interviniendo para quitarle de encima a un vociferante Bobby un día de lluvia en algún sitio del campo, de su madrastra regañando a Bobby por jugar con excesiva brusquedad, de él dando patadas en las espinillas a su hermano cuando le arrebató un juguete. Pero no todo habían sido rencillas y peleas: hubo treguas, momentos de calma y buenos tiempos también, y a los seis o siete años, lo que significa que Bobby tendría nueve, diez u once, recuerda que empezó a sentir simpatía por su hermano, a quererlo, quizás, y que él le tenía afecto y puede que hasta lo quisiera a su vez. Pero nunca llegaron a intimar, no estuvieron unidos en el sentido en que algunos hermanos lo están, incluso peleándose, como hermanos antagónicos, y sin duda eso tenía algo que ver con que fueran miembros de una familia artificial, sintética, pues en el fondo cada uno de los chicos guardaba lealtad a su propio progenitor. No es que Willa no hubiese sido buena madre para él ni que su padre no hubiera sido un buen padre para Bobby. Muy al contrario. Los dos adultos eran aliados incondicionales, formaban un matrimonio sólido y sin verdaderos problemas, y cada uno de ellos hacía lo imposible para dar al hijo del otro todo el beneficio de la duda. Pero había, sin embargo, invisibles líneas de falla, fisuras microscópicas para recordarles que constituían una entidad hecha de retales, algo que no era enteramente de una pieza. La cuestión del nombre de Bobby, por ejemplo. Willa se apellidaba Parks, pero su primer marido, que falleció de cáncer a los treinta y seis años, se llamaba Nordstrom, apellido que también llevaba Bobby, y como había sido Nordstrom durante los primeros cuatro años y medio de su vida, Willa se mostró reacia a cambiárselo por Heller. Pensaba que Bobby podría sentirse confuso y lo que es más, no se decidía a borrar los últimos rastros de su primer marido, que la había querido y había muerto sin que pudiera reprocharle nada; privar a su hijo de su nombre significaría matarlo por segunda vez. El pasado, entonces, formaba parte del presente, y el fantasma de Karl Nordstrom era el quinto miembro del hogar, un espíritu ausente que había dejado su huella en Bobby, que a la vez era y no era su hermano, hijo y no hijo al mismo tiempo, tanto amigo como enemigo.

Vivían bajo el mismo techo, pero aparte de la circunstancia de que sus padres eran marido y mujer, poco tenían en común. Por temperamento y actitud, por inclinaciones y comportamiento, por todos los parámetros utilizados para calibrar quién y cómo es una persona, eran diferentes, profunda e irremediablemente distintos. A medida que pasaban los años, cada cual iba derivando hacia su propia esfera particular y para cuando atravesaban a trompicones la primera etapa de la adolescencia, ya rara vez coincidían salvo en la mesa y en excursiones familiares. Bobby, inteligente, avispado y gracioso, pero pésimo estudiante, odiaba el instituto y, como además era un temerario y desafiante alborotador, se le consideraba un problema. En cambio, su joven hermanastro lograba sistemáticamente las más altas calificaciones de su clase. Heller era callado y reservado, Nordstrom, extrovertido y bullicioso, y cada uno pensaba que el otro se equivocaba en su forma de encarar la vida. Para empeorar las cosas, la madre de Bobby era profesora de inglés en la Universidad de Nueva York, una mujer apasionada por los libros y las ideas, y qué difíciles debían de ser para su hijo las alabanzas que dedicaba a Heller por sus logros académicos, su regocijo cuando lo admitieron en Stuyvesant y sus explicaciones en la cena sobre esa puñetera mierda del existencialismo. A los quince años, Bobby se había convertido en un serio drogata, uno de esos fumetas adolescentes de ojos vidriosos que sueltan vomitonas en fiestas de fin de semana y trapichean con hierba para que no les falte dinero para gastos. Con Heller chapado a la antigua y Nordstrom instalado en su rebeldía, no había acercamiento posible entre ambos. De cuando en cuando se producían agresiones verbales por ambas partes, pero los enfrentamientos físicos habían cesado, gracias en buena medida a los misterios de la genética. Cuando doce años atrás se encontraban ambos en aquella carretera de las Berkshires, Heller medía a sus dieciséis años algo más de un metro ochenta y pesaba setenta y seis kilos. Nordstrom, procedente de una estirpe más escuálida, alcanzaba una estatura de un metro setenta y tres con un peso de sesenta y seis kilos. La desproporción había eliminado toda posible contienda; ya llevaban un tiempo encuadrados en diferente división.

¿De qué estaban discutiendo aquel día? ¿Qué palabra o frase, qué serie de palabras o frases le había enfurecido tanto como para perder el dominio de sí mismo y tirar a Bobby al suelo de un empellón? No lo recuerda con claridad. Tantas cosas se dijeron en aquella discusión, tantas acusaciones se cruzaron entre ellos, tanta animosidad oculta emergió agriamente en ráfagas de acaloramiento y afán de desquite, que no consigue localizar la que le hizo estallar. Al principio, todo parecía por entero infantil, irritación por su parte ante la negligencia de Bobby, pero se trataba de una pifia más en una larga serie de torpezas; y cómo podía ser tan estúpido y descuidado, mira el lío en que nos has metido ahora. Por parte de Bobby, rabia por la mojigata reacción de su hermano ante el menor inconveniente, su rectitud de santurrón, la superioridad de sabelotodo con que le ha estado tocando los cojones durante años. Cosas de muchachos, cosas de adolescentes impulsivos, nada excesivamente preocupante. Pero entonces, mientras seguían acometiéndose el uno al otro y Bobby se animaba a presentar batalla, la disputa llegó a un grado de acritud más hondo, más vibrante, al nivel más bajo del resentimiento. Se convirtió en asunto de familia, entonces, y no sólo de ellos dos. Se trataba de cómo le molestaba a Bobby ser el marginado de los cuatro magníficos, de cómo no podía soportar el cariño de su madre hacia Miles, lo harto que estaba de los castigos y sermones que le administraban adultos despiadados y vengativos, de cómo no podía aguantar ni una palabra más sobre conferencias eruditas y contratos editoriales y por qué ese libro era mejor que el otro: estaba harto de todo, harto de Miles, harto de su madre y su padrastro, harto de todos los miembros de aquella asquerosa familia, estaba deseoso de marcharse de allí el mes próximo para ir a la universidad, y aun en el caso de que lo echaran por suspender, ya había terminado con ellos y no volvería nunca más. Adiós, gilipollas. A tomar por culo Morris Heller y su puñetero hijo. A la mierda todo el puto mundo.

Es incapaz de recordar la palabra o palabras que le hicieron perder los estribos. Tal vez no sea importante saberlo, quizá nunca sea posible recordar qué insulto de aquel rencoroso vómito de improperios fue el causante del empujón, pero lo que sí importa, lo que cuenta por encima de todo, es saber si oyó o no que venía el coche, el vehículo que apareció de pronto al doblar en una cerrada curva a setenta y cinco kilómetros por hora, sólo visible cuando ya era demasiado tarde para evitar que atropellara a su hermano. Lo seguro es que Bobby le estaba chillando y él le contestaba a grito pelado, diciéndole que lo dejara, que se callase de una vez, y mientras se desarrollaba aquella demencial competición de gritos seguían andando por la carretera, ajenos a todo lo que les rodeaba, el bosque a la izquierda, el prado a la derecha, el brumoso cielo sobre sus cabezas, los pájaros cantando en cada rincón del aire, pinzones, tordos, zorzales; todas esas cosas habían desaparecido para entonces, y lo único que permanecía era la furia de sus voces. Parece seguro que Bobby no oyó venir el coche, o en caso contrario no se preocupó, porque siguió caminando por el arcén sin sentir que corría peligro. Pero ¿y tú?, se pregunta Miles. ¿Lo sabías o no?

Fue un empujón fuerte, decisivo. Hizo perder el equilibrio a Bobby y lo mandó dando traspiés al centro de la carretera, donde cayó y se golpeó la cabeza contra el asfalto. Se incorporó casi de inmediato, frotándose la cabeza y soltando tacos, y antes de que pudiera ponerse del todo en pie, el coche pasó sobre él como una guadaña, segándole la vida, cambiándoles a todos la existencia para siempre.

Eso es lo primero que se niega a confiar a Pilar. Lo segundo es la carta que escribió a sus padres cinco años después de la muerte de Bobby. Acababa de terminar su tercer año en Brown y pensaba pasar el verano en Providence, trabajando de investigador a tiempo parcial con uno de sus profesores de Historia (noches y fines de semana en la biblioteca) y a jornada completa de repartidor en una tienda de electrodomésticos (instalando aparatos de aire acondicionado, cargando con televisores y frigoríficos por estrechos tramos de escaleras). Una chica había entrado recientemente en escena y, como vivía en Brooklyn, un fin de semana de junio hizo novillos en el trabajo de investigación y fue en coche a Nueva York para verla. Conservaba las llaves del piso de sus padres en la calle Downing; su antigua habitación seguía intacta y cuando se marchó a la universidad acordaron que podía ir y venir a su gusto, sin obligación de anunciar sus visitas. Inició el viaje a última hora del viernes, al concluir su turno en la tienda, y no entró en el piso hasta pasada la medianoche. Sus padres dormían. A la mañana siguiente, temprano, lo despertó un rumor de voces procedente de la cocina. Se levantó de un salto de la cama, abrió la puerta de su cuarto y entonces vaciló. Hablaban en voz más alta y apremiante que de costumbre, Willa con una nota de angustia subyacente, y aunque no estaban riñendo exactamente (rara vez discutían), algo importante estaba sucediendo, algún asunto crucial se estaba zanjando o debatiendo o analizando de nuevo, y él no quería interrumpirlos.

La reacción adecuada habría sido volver a entrar en su cuarto y cerrar la puerta. No podía quedarse en el pasillo escuchándolos, sabía que no tenía derecho a estar allí, que debía retirarse, pero era incapaz de resistirse, sentía demasiada curiosidad, estaba demasiado ansioso por enterarse de lo que pasaba, de modo que no se movió y por primera vez en su vida escuchó a escondidas una conversación de sus padres, y como en ella se hablaba en buena parte de él, era la primera vez que los oía, que oía a alguien, hablar de él a sus espaldas.

Él es diferente, decía Willa. Hay en él una ira y una frialdad que me asusta, y lo odio por lo que te ha hecho.

A mí no me ha hecho nada, replicó su padre. Puede que no hablemos tanto como solíamos, pero eso es normal. Casi tiene veintiún años. Vive su vida.

Antes estabais muy unidos. Ése fue uno de los motivos por los que me enamoré de ti: por lo mucho que querías a aquel niño. ¿Te acuerdas del béisbol, Morris? ¿Recuerdas las horas que pasabas en el parque enseñándole a lanzar?

Los buenos tiempos de antaño.

Y se le daba bien, además, ¿no? Quiero decir realmente bien. Empezó de lanzador en segundo de instituto. Parecía muy contento con eso. Y a la primavera siguiente cambió de idea y dejó el equipo.

La primavera siguiente a la muerte de Bobby, acuérdate. Estaba hecho polvo por entonces. Como todos. No se lo puedes reprochar. Si ya no quería jugar más al béisbol, era cosa suya. Hablas como si pensaras que trata de castigarme. Nunca me ha dado esa impresión, ni por un momento.

Fue entonces cuando empezó a beber, ¿no? No nos enteramos hasta más adelante, pero creo que empezó entonces. A beber y a fumar con aquellos chicos desquiciados con los que salía por ahí.

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