Sunset Park (6 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Ya lo hiciste antes, le recuerda ella. No hay razón para que no puedas hacerlo otra vez.

Imposible, repite Miles. No puedo arriesgarme, no quiero líos.

Eres un mentiroso de mierda, Miles. Todo el mundo lo hace. Oigo historias, sé lo que pasa. Ese trabajo de limpiar casas vacías es como entrar en unos grandes almacenes. Pianos de cola, barcos de vela, motocicletas, joyas, toda clase de cosas caras. Los operarios arramblan con todo lo que pueden afanar.

Yo no.

No te estoy pidiendo un velero. Y ¿para qué quiero un piano si ni siquiera sé tocar? Solo cosas bonitas, ¿sabes lo que te digo? Cosas buenas. Que me hagan feliz.

Te has equivocado de puerta, Ángela.

Pero mira que eres idiota, ¿eh, Miles?

Vayamos al grano. Supongo que tratas de decirme algo, pero lo único que oigo son tonterías.

¿Te has olvidado de la edad que tiene Pilar?

No lo dirás en serio…

¿No?

No te atreverías. Es tu hermana, ¿recuerdas?

Una llamada a la poli y estás frito, amigo mío.

Corta el rollo. Pilar te escupiría en la cara. No volvería a dirigirte la palabra.

Piensa en esas cosas, Miles. Objetos bonitos. Grandes montones de cosas bonitas. Es mucho mejor que pensar en la cárcel, ¿no te parece?

De vuelta a casa en el coche, Pilar pregunta de qué quería hablarle Ángela, pero él evita contarle la verdad; no quiere que sepa el desprecio que siente por su hermana, lo mucho que la odia. Murmura algo sobre la Navidad, un plan secreto que están tramando entre los dos y que concierne a toda la familia, pero no puede decir ni una palabra porque Ángela le ha hecho prometer que guardará silencio hasta nuevo aviso. Eso parece satisfacer a Pilar, que sonríe ante la perspectiva de esa grata sorpresa que las aguarda a todas, y cuando se encuentran a mitad de camino del apartamento, ya no hablan de Ángela, sino que cambian impresiones sobre Eddie. Pilar lo encuentra simpático y nada mal parecido, pero se pregunta si será lo bastante espabilado para María, ante lo cual él no ofrece comentario alguno. En su opinión, la cuestión es si María es lo bastante espabilada para Eddie, pero no tiene la menor intención de ofender a Pilar insultando la inteligencia de su hermana. En lugar de eso, extiende la mano derecha y empieza a acariciarle el pelo, mientras le pregunta qué le parece el libro que le ha dejado esta mañana, Dublineses.

Al día siguiente Miles va a trabajar, convencido de que la amenaza de Ángela no es sino un farol, un desagradable numerito concebido para minar su resistencia y conseguir que vuelva a robar cosas para ella. No va a caer en esa maniobra tan absurda y transparente, y aunque lo maten no le dará absolutamente nada: ni un palillo, ni una servilleta de papel usada ni siquiera un pedo de Paco.

El domingo por la tarde, Pilar va a casa de las Sánchez a pasar un par de horas con sus hermanas. Una vez más, no le apetece ir con ella y se queda en el apartamento para preparar la cena mientras ella está fuera (él es quien hace la compra y la comida), y cuando vuelve a las seis, Pilar le comunica que Ángela le ha dicho que no se olvide del acuerdo que tienen entre los dos. Dice que no puede esperar eternamente, añade Pilar, repitiendo las palabras de su hermana con una expresión confusa e inquisitiva en los ojos. ¿Qué demonios quiere decir con eso?, le pregunta. Nada, contesta Miles, desechando la nueva amenaza con un brusco movimiento de cabeza. Absolutamente nada.

Dos días más de trabajo, tres, cuatro días más, y entonces, a última hora del viernes, justo después de acabar la última operación de limpieza de la semana, mientras se aleja de otra casa vacía y cruza la calle para ir al coche, ve a dos individuos apoyados en las puertas delantera y trasera del Toyota rojo, dos hombres voluminosos, uno anglosajón y el otro latino, dos tipos muy corpulentos con aspecto de defensas de fútbol americano, culturistas profesionales o gorilas de club nocturno, y si son gorilas, concluye, quizá trabajen en un establecimiento llamado Blue Devil. Lo más sensato sería dar media vuelta y echar a correr, pero ya es demasiado tarde, esos dos lo han visto acercarse y si se lanza a la carrera sólo logrará empeorar las cosas, porque no cabe la menor duda de que al final acabarán atrapándolo. No es que él sea un alfeñique ni que rehúya las peleas. Mide casi uno noventa, pesa noventa kilos y al cabo de años de trabajar en tareas que le han exigido más esfuerzo físico que mental está en una forma más que pasable: fornido, musculoso, atlético. Pero no tanto como cualquiera de los dos tipos que lo aguardan, y como son dos contra uno, sólo le queda la esperanza de que hayan venido a hablar y no para demostrar sus dotes combativas.

¿Miles Heller?, pregunta el anglosajón.

¿Qué puedo hacer por ustedes?, pregunta él.

Tenemos un mensaje de parte de Ángela.

¿Por qué no me lo da ella misma?

Porque no la escuchas cuando te habla. Piensa que prestarás más atención si nosotros te damos el recado de su parte.

Vale, escucho.

Ángela está cabreada y empieza a perder la paciencia. Dice que tienes una semana más y que si para entonces no respondes, cogerá el teléfono y hará esa llamada. ¿Entendido?

Sí, lo he entendido.

¿Seguro?

Sí, sí, seguro.

¿Seguro, seguro?

Sí.

Bien. Pero sólo para asegurarme de que no vas a olvidar que estás seguro, te voy a hacer un regalito. Como si fuera un cordel de esos que se atan en el dedo cuando quieres acordarte de algo. ¿Sabes a lo que me refiero?

Creo que sí.

Sin más preámbulo, el gorila se echa hacia atrás para coger impulso y le da un puñetazo en el estómago. Es un cañonazo, un golpe asestado con una fuerza tan colosal y de efectos tan devastadores que le hace perder el equilibrio y caer al suelo mientras el aire se le escapa de los pulmones, y junto con el aire que le sale como un estallido por la tráquea también expulsa todo el contenido de su estómago, el almuerzo y el desayuno, pequeños restos de la cena del día anterior, y todo lo que había dentro de él hace un momento ahora está fuera; y allí se queda tendido, vomitando y jadeando, agarrándose las tripas de dolor mientras los dos individuos corpulentos se alejan ya hacia su coche y lo dejan solo en la calle, un animal herido derribado de un solo golpe, un hombre que desearía estar muerto.

Una hora después, Pilar lo sabe todo. El farol no es tal, y por tanto no puede seguir ocultándoselo. De pronto se encuentran en una situación delicada y es fundamental que conozca la verdad. Al principio se pone a llorar y se niega a creer que su hermana pueda actuar de ese modo, amenazándolo con mandarlo a la cárcel, dispuesta a destrozarle a ella la felicidad a cambio de unas cuantas cosas insignificantes; nada de eso tiene sentido. No son los objetos, explica él. Eso sólo es una excusa. No le cae bien a Ángela, desde el principio se ha puesto en contra suya y la felicidad de Pilar no le importa nada si tiene que ver con él. No entiende a qué se debe tal animosidad, pero ahí está, es un hecho y no hay más remedio que aceptarlo. Pilar quiere subirse al coche, ir a la casa y cruzarle la cara a Ángela de un bofetón. Eso es lo que se merece, conviene él, pero no puedes hacerlo todavía. Tendrás que esperar a que me vaya.

Es una solución horrible, impensable, pero no queda otra dadas las circunstancias. Tiene que marcharse del estado. No hay alternativa. Debe salir de Florida antes de que Ángela coja el teléfono y llame a la policía, y no podrá volver hasta la mañana del veintitrés de mayo, cuando Pilar cumpla los dieciocho. Está tentado de pedirle que se case con él ahora mismo, pero pasan demasiadas cosas a la vez, ambos están abatidos, con los nervios destrozados, y no quiere presionarla ni confundirla, complicar un asunto ya complejo de por sí cuando disponen de tan poco tiempo.

Le dice que un amigo tiene un cuarto para él en alguna parte de Brooklyn. Le da la dirección y promete llamarla todos los días. Dado que volver a casa de su familia ya está fuera de lugar, Pilar se quedará en el apartamento. Extiende un cheque para pagar con antelación seis meses de alquiler, pone el coche a nombre de ella y la lleva luego al banco, donde le enseña a utilizar el cajero automático. Hay doce mil dólares en su cuenta. Retira tres mil para él y deja los nueve mil restantes para ella. Tras ponerle en la mano la tarjeta bancaria, la rodea con el brazo y se alejan juntos bajo la brillante luz del sol de media tarde. Es la primera vez que la toca en público, y lo hace con plena conciencia, como un desafío.

Hace una pequeña maleta con dos mudas de ropa, la cámara y tres o cuatro libros. Deja todo donde está, para convencerla de que volverá.

A primera hora de la mañana siguiente, va sentado en un autocar con rumbo a Nueva York.

4

Es un viaje largo y aburrido, más de treinta horas de principio a fin, con cerca de doce paradas que oscilan entre diez minutos y dos horas, y de un tramo a otro del viaje el asiento contiguo al suyo es sucesivamente ocupado por una mujer negra, rolliza y jadeante, un indio o paquistaní que sorbe por las narices, una mujer blanca y huesuda de ochenta años que no hace más que aclararse la garganta y un turista alemán que no deja de toser y tiene un aspecto tan indefinido que no está seguro de si es hombre o mujer. No les dice nada; mantiene la vista clavada en el libro o finge dormir, y siempre que hay un descanso en el trayecto se baja corriendo del autocar para llamar a Pilar.

En Jacksonville, la parada más larga del viaje, consigue terminarse dos hamburguesas industriales y una botella grande de agua, masticando y tragando con cuidado, pues aún tiene los músculos del estómago sumamente doloridos del puñetazo que lo derribó el viernes. Sí, el dolor es tan eficaz como el cordel que se ata en el dedo y el individuo corpulento de puños como piedras tenía razón al suponer que no lo olvidaría. Tras acabar el tentempié, da una vuelta y se dirige al quiosco de la terminal, donde venden de todo, desde barras de regaliz hasta condones. Compra varios periódicos y revistas, haciendo acopio de más material de lectura por si quiere hacer una pausa entre libros durante los centenares de kilómetros que aún tiene por delante. Dos horas y media después, cuando el autocar se acerca a Savannah, Georgia, abre el New York Times y en la segunda página de la sección de cultura y espectáculos, en una columna satírica sobre futuros certámenes y actividades de personajes famosos, ve una pequeña fotografía de su madre. No es insólito que se encuentre con alguna. Le viene ocurriendo desde que puede recordar y, dado que es una actriz famosa, es normal que su cara aparezca con frecuencia en la prensa. El breve artículo del Times, sin embargo, le resulta de especial interés. Tras dedicar la mayor parte de su vida al cine y la televisión, su madre vuelve a los escenarios de Nueva York al cabo de una ausencia de diez años para actuar en una producción que se estrenará en enero. En otras palabras, es muy probable que ya esté en Nueva York ensayando su papel, lo que significa que por primera vez en muchos años, tan largos e insoportables que parecen siglos, su madre y su padre vivirán en Nueva York al mismo tiempo, a la vez que su hijo también estará en la ciudad. Qué extraño. Qué circunstancia tan rara e incomprensible. Sin duda no significa nada, nada en absoluto, y sin embargo, ¿por qué, se pregunta, por qué ha escogido ese momento para volver? Porque no lo ha elegido él. Porque esa decisión la tomó un puño colosal que lo derribó al suelo y le ordenó salir pitando de Florida a un sitio llamado Sunset Park. Sólo otra jugada de dados, entonces, otra bola que ha salido del negro bombo metálico, otra chiripa en un mundo de casualidades y eterno caos.

Hace media vida, cuando tenía catorce años, salió a dar un paseo con su padre, solos los dos, sin Willa ni Bobby, que aquel día habían ido a otro sitio. Era un domingo por la tarde, ya avanzada la primavera, y su padre y él paseaban juntos por el West Village, sin propósito concreto, recuerda ahora, andando por el placer de andar por la calle, porque aquel día hacía un tiempo especialmente agradable, y tras un paseo de hora u hora y media se sentaron en un banco de Abingdon Square. Por razones que ahora se le escapan, empezó a hacer preguntas a su padre sobre su madre. Cómo y dónde se conocieron, por ejemplo, cuándo se casaron, por qué se separaron y esas cosas. Sólo veía a su madre un par de veces al año y en su último viaje a California le hizo preguntas parecidas acerca de su padre, pero ella no quiso hablar del tema, despachándolo con un par de breves frases. El matrimonio fue un error desde el principio. Su padre era una persona decente, pero no estaban hechos el uno para el otro, ¿y de qué servía hablar de ello ahora? Quizá fuera eso lo que le indujo a interrogar a su padre aquel domingo por la tarde en Abingdon Square catorce años atrás. Porque las respuestas de su madre habían sido insatisfactorias y esperaba que él se mostrara más comprensivo, más dispuesto a hablar.

La primera vez que la vio fue sobre un escenario, le dijo su padre, sin inmutarse ante la pregunta, hablando sin amargura, en tono neutro de la primera frase a la última, seguramente pensando que su hijo era lo bastante mayor para saber lo que había pasado; y ahora que el muchacho había formulado la pregunta, se merecía una respuesta franca y sincera. Aunque pareciera mentira, el teatro no estaba lejos de donde ellos permanecían sentados ahora mismo, prosiguió su padre, el antiguo Circle Rep de la Séptima Avenida. Era en octubre de 1978, ella hacía de Cordelia en un montaje de El rey Lear, una actriz de veinticuatro años llamada Mary-Lee Swann, nombre que le pareció espléndido para una actriz, y su interpretación fue conmovedora; le emocionó la fuerza y verosimilitud que había dado a su personaje, en nada parecido a las beatíficas y melindrosas Cordelias que había visto en el pasado. «¿Qué dirá Cordelia? Amará en silencio». Pronunció esas palabras como si resolviera una duda, con tal vacilación que pareció abrirse las mismísimas entrañas ante los ojos del público. Algo digno de ver, afirmó su padre. Te partía el corazón.

Sí, su padre parecía dispuesto a hablar, pero la historia que le contó aquella tarde era vaga, muy imprecisa y difícil de entender. Había detalles, desde luego, como la descripción de diversos incidentes, empezando con aquella primera noche en que su padre se fue de copas después de la función con el director, que era un antiguo amigo suyo, y unos cuantos miembros del elenco, Mary-Lee entre ellos. Su padre tenía treinta y dos años por entonces, estaba soltero y sin compromiso y ya era el editor de Heller Books, que llevaba cinco años en funcionamiento y estaba empezando a cobrar impulso, en buena parte debido al éxito de la segunda novela de Renzo Michaelson, Casa de palabras. Contó a su hijo que la atracción fue inmediata por ambas partes. Una correspondencia inusitada, quizás, en el sentido de que ella era una pueblerina de algún lugar remoto del Maine central de orígenes más que modestos cuyo padre trabajaba de encargado en una ferretería, y él un neoyorquino de toda la vida procedente de una familia relativamente acomodada; y sin embargo ahí estaban los dos, lanzándose miraditas a través de la mesa en un pequeño bar junto a Sheridan Square, él con sus dos títulos universitarios y ella con un diploma de bachillerato más unos cursos en la Academia Norteamericana de Arte Dramático, camarera cuando no tenía un papel, una persona a quien no interesaban los libros mientras que publicarlos era para él la razón de su vida, pero ¿quién puede penetrar los misterios del deseo, se preguntó su padre, quién puede explicar los pensamientos espontáneos que pasan impetuosamente por la cabeza de un hombre? Preguntó a su hijo si lo entendía. El muchacho asintió con la cabeza, pero en realidad no comprendía nada.

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