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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tarzán en el centro de la Tierra (26 page)

En la misma boca del cañón por el que habían descendido hasta el valle, un torrente había socavado la tierra formando un nuevo desfiladero, cuyas paredes eran tan altas que los dos viajeros decidieron bordearlo para encontrar un lugar más accesible por el que alcanzar la otra orilla, puesto que el torrente les cortaba el camino hacia Zoram.

Habrían avanzado una milla siguiendo el borde del cañón, y empezaban a divisar bajas colinas con pequeños bosquecillos dispersos. La hierba les llegaba a las rodillas en aquel prado infinito, que hacía un paraíso de aquel territorio para los grandes dinosaurios herbívoros. El sol, eternamente en su cénit, daba al valle un aspecto paradisiaco, de una paz y una quietud infinitas; y, sin embargo, Tarzán de los Monos se sentía nervioso e intranquilo. La aparente ausencia de vida animal resultaba inquietante y extraña en aquel mundo en el que los animales pululaban a millares, porque además, a pesar de todo, Tarzán sabía muy bien que había animales a su alrededor, pues los olores raros y desconocidos que la brisa llevaba a su agudo olfato le producían extrañas sensaciones. Los olores conocidos no le inquietaban, pero aquellas emanaciones herían sus sentidos dolorosamente. Algunas de ellas le hacían recordar el peculiar olor de histah, la serpiente, aunque no era exactamente el mismo.

Sobre todo por Jana, Tarzán deseaba encontrar cuanto antes un sitio por el que pudieran cruzar el gran cañón, y comenzar el ascenso de la cordillera en dirección a Zoram, pues al empezar a ascender las montañas, los animales que se encontrasen serían más familiares. Pero, por desgracia, ni aparecía ante su vista lugar alguno por el que fuera factible cruzar al otro lado del cañón, ni la llanura del valle era tan suave y tan continuada como les había parecido desde lejos a primera vista. Por el contrario, conforme avanzaban, iban encontrando barrancos, hondonadas e incluso pequeños cañones, que cortaban aquella superficie verde y cubierta de hierba, la mayoría de las veces con tajos profundos y muy anchos.

Finalmente, uno de aquellos barrancos, que iba a desembocar en un río, les obligó a dar un gran rodeo que hizo variar su rumbo, dirigiéndoles en sentido opuesto a donde se encontraba Zoram. Allí, luego de avanzar aproximadamente una milla, encontraron un punto por el que pudieron cruzar. Al surgir por el lado opuesto, tras cruzar el barranco, Jana cogió de repente a su compañero por el brazo, al tiempo que indicaba hacia un punto determinado. Tarzán vio de lo que se trataba, al mismo tiempo que la muchacha.

—¡Un gyor! —musitó Jana en voz baja, y en un tono estremecido por el terror—. ¡Echémonos al suelo, y escondámonos entre la hierba!

—Aún no nos ha visto —contestó Tarzán—, y quizá no se acerque hasta aquí.

Ninguna descripción de la bestia que ahora surgía ante ellos habría podido coincidir con las gigantescas proporciones del monstruo, ni con su horrible expresión. A primera vista, Tarzán pensó que aquella bestia se parecía mucho a los gryfs de Pal-ul-don. Tenía al igual que aquéllos dos largos cuernos sobre los ojos, otro cuerno sobre la nariz, un gran hocico córneo y combado, y una especie de caperuza o cresta transversal sobre la nariz. Su color era más amortiguado que el de aquéllos, predominando una nota gris, aunque con un matiz amarillento en el vientre y en el rostro. Los círculos azules alrededor de sus ojos también estaban menos marcados, y la cresta y las protuberancias córneas a lo largo de la espina dorsal, eran igualmente menos brillantes que en los gryfs. Tarzán también se convenció de que, como ya le había dicho Jana, era una bestia herbívora, pues se hallaba pastando en la alta hierba, y tenía grandes puntos de semejanza con los dinosaurios, sus parientes del periodo jurásico.

Jana se había arrodillado en la hierba, y rogaba a Tarzán que hiciera lo mismo. El hombre mono siguió su consejo, aunque mirando al monstruo por encima de la hierba, con gran cuidado y cautela.

—Me parece que ha percibido nuestro olor —dijo Tarzán—; ha levantado la cabeza y mira a su alrededor. Ahora se mueve, trazando una especie de círculo. Tiene una gran ligereza para un monstruo de su tamaño. ¡Sí, ha olfateado algo, pero no es a nosotros, porque el viento no va en esa dirección! Es algo que se acerca a nuestra izquierda, aunque aún está lejos. Creo que oigo algo, un rumor leve y ligero. El gyor está mirando en esa dirección. El animal que sea, se acerca muy rápidamente, a juzgar por el ruido, que cada vez es más intenso. ¡No es un solo animal! ¡Son varios! El monstruo empieza a avanzar para ver qué son, pero está lejos de nosotros, y va a pasar muy alejado de nuestra posición, a nuestra izquierda.

Tarzán permaneció durante un rato observando al gyor, y escuchando el creciente rumor que hacían los animales hasta ahora invisibles que se acercaban.

—Vienen por el fondo del barranco que hemos atravesado hace poco —le dijo luego a Jana—. Pasarán a nuestras espaldas.

Jana seguía oculta entre la alta hierba, sin atreverse siquiera a asomar la cabeza por miedo a que la descubriera el gyor.

—¡Quizá sería mejor que intentásemos huir mientras el monstruo hace frente a sus enemigos! —propuso a Tarzán.

—Es tarde —repuso el hombre mono—. Ya salen del barranco. ¡Es una gran partida de hombres! Pero... ¡Dios mío! ¿Sobre qué van montados?

Jana se asomó un poco por encima de la hierba, y se estremeció.

—No, no son hombres —dijo horrorizada—. Son los horibs, y eso sobre lo que cabalgan son los gorobors. ¡Si nos descubren estamos perdidos, porque en todo Pellucidar no hay animales más veloces que los gorobors! ¡No te muevas! ¡Nuestra única esperanza de salvación es que no nos vean!

A la vista de los horibs, el gyor lanzó un espantoso rugido que hizo estremecer la tierra, y, bajando la enorme cabeza, cargó contra sus enemigos. Los horibs que habían surgido del fondo del barranco eran aproximadamente unos cincuenta, cabalgando sobre otros tantos monstruos que les servían de monturas. Tarzán pudo distinguir ahora que los jinetes iban armados con largas lanzas, pobres armas para luchar contra semejante monstruo apocalíptico. Sin embargo, pronto comprobó que los horibs no atacaban directamente a su enemigo, ni esperaban de frente su acometida, sino que, girando hacia su derecha, se alinearon en fila detrás del que parecía dirigirlos. Entonces, por primera vez, Tarzán pudo darse cuenta de la increíble rapidez de movimientos de los enormes lagartos sobre los que montaban los jinetes, sólo comparable en nuestro mundo a la que muestra esa especie de pequeño reptil del desierto llamado lagartija relámpago.

Siguiendo una táctica semejante a la que empleaban los indios del oeste americano, los horibs formaron un círculo alrededor de su presa. El monstruo, bramando y rugiendo de un modo espantoso, se precipitaba contra los horibs tan pronto en una dirección como en otra; pero sus enemigos le esquivaban con tal velocidad, que el monstruo siempre encontraba ante sí el vacío. Jadeando y rugiendo, la terrible bestia se revolvía furiosa, pero los horibs iban estrechando cada vez más su círculo y la acorralaban poco a poco. Mientras, Tarzán presenciaba absorto la increíble escena, y se preguntaba por qué medios pensarían los horibs abatir aquellas diez toneladas de rugiente carne, que se revolvía furiosa en todas direcciones intentando aplastar a sus enemigos.

Al fin, un horib y su enorme lagarto se acercaron al monstruo con la velocidad del rayo. El gyor se revolvió también con suma rapidez, bajando la cabeza y adelantando sus gigantescos cuernos para clavarlos en su osado enemigo. Pero en aquel instante, otros dos horibs cayeron sobre el monstruo por su espalda, clavando sus lanzas en los enormes flancos de la bestia. Apenas un segundo después, los tres horibs estaban de nuevo formando parte del mismo círculo que sus compañeros, mientras el gyor aumentaba sus rugidos y se movía presa de una furia espantosa. Bramando horriblemente, volvió a inclinar la cabeza y cargó contra los horibs.

Esta vez la bestia intentaba abrirse paso en el círculo de sus enemigos, y Tarzán comprobó desolado que el gyor se dirigía hacia el sitio en que ellos se hallaban escondidos. Si los horibs no le hacían dar la vuelta, los dos fugitivos estaban irremediablemente perdidos.

Una docena de los hombres reptiles se precipitaron entonces en pos de la bestia que intentaba huir, y doce lanzas se clavaron en su carne, haciéndola revolverse en un acceso de furor, intentando vengarse de sus atacantes.

Pero ahora la batalla se desarrollaba a apenas cincuenta pies de donde se encontraban Tarzán y Jana, lo que hizo que Tarzán se sintiera lleno de angustia por su hermosa compañera, ya que el gyor y los horibs no tardarían en caer sobre ellos en el furor de la lucha.

La bestia permanecía ahora inmóvil, con la cabeza baja y sangrando por una docena de heridas. Un horib se acercó lentamente hacia la cara del monstruo. La atención del gyor quedó concentrada en este único y audaz enemigo, mientras otros dos horibs empezaban a acercarse diagonalmente al gyor por su espalda, de forma que el monstruo no podía verlos debido al gran collar córneo que rodeaba su cuello. Al fin, aquellos dos horibs, cayendo con inverosímil rapidez sobre los flancos del monstruo, hundieron sus lanzas en las carnes del gyor, llegando tan cerca de él, que los enormes lagartos sobre los que cabalgaban tuvieron que apoyar sus patas delanteras en los lomos del gyor, al retroceder para escapar.

La bestia lanzó un rugido espantoso, retrocedió y giró enloquecida de dolor, hasta que por fin se desplomó sobre uno de sus costados, con un horrible estertor de agonía. Las dos últimas lanzas le habían atravesado el corazón.

Tarzán se alegró del desenlace de la batalla, y se estaba felicitando interiormente por no haber sido descubiertos por el terrible grupo de jinetes, cuando los horibs empezaron a galopar hacia su escondite. Una vez más formaron su horrible círculo, pero en esta ocasión Tarzán y Jana estaban en su centro. Era evidente que los horibs habían visto mucho antes a los dos viajeros, pero habían estado esperando a desembarazarse del gyor para luego caer sobre ellos.

—¡Hay que luchar! —exclamó Tarzán, que como ya era inútil permanecer escondidos, se puso en pie.

—¡Sí! —repuso Jana imitándole—. ¡Pero por mucho que luchemos seremos vencidos! ¡Somos dos contra cincuenta!

Tarzán ajustó una flecha en su arco. Los horibs se acercaron lentamente, estrechando su círculo y examinando a sus nuevas presas. Finalmente, cuando ya se encontraban muy cerca, se detuvieron.

Ahora, Tarzán pudo por primera vez examinar a su antojo a aquellos hombres bestiales con aspecto de reptil, y a sus no menos horribles cabalgaduras. La conformación de los horibs era similar a la de los hombres, en lo que se refiere a las extremidades y al tronco; pero los pies, que tenían tres dedos, y las manos, que tenían cinco, eran en todo iguales a las de los reptiles. La cabeza y el rostro recordaban los de las serpientes, aunque sus puntiagudas orejas, y los dos diminutos cuernos que tenían en la frente, les daban un aspecto grotesco. Los brazos estaban mejor conformados que las piernas, que eran toscas y de groseras líneas. Todo el cuerpo aparecía cubierto de escamas, pero las que cubrían el rostro, los pies y las manos eran tan pequeñas que daban la sensación de la piel desnuda. Esta impresión se veía aumentada, porque el color de las diminutas escamas era de un matiz blanco que recordaba al del vientre de todos los reptiles. Por toda vestimenta, llevaban una especie de pequeño peto hecho con la piel de algún gigantesco reptil. Aquella especie de armadura resultaba muy fuerte, y tenía por único objeto, como pronto pudo deducir Tarzán, proteger los vientres de los horibs. Los extraños petos que hacían las veces de armaduras, y que llegaban algo más arriba del pecho de los monstruos, llevaban grabados en el centro una especie de divisa, una cruz de ocho puntas con un círculo en el centro. De las muñecas, le colgaba a cada horib una pequeña correa que sujetaba una funda de cuero, en la que portaban un cuchillo de hueso. En muñecas y codos, lucían extraños brazaletes, y en otras partes del cuerpo portaban otros adornos igualmente raros. Además del cuchillo de hueso, cada horib llevaba una larga lanza, también con punta de hueso. Cabalgaban sobre sus horribles lagartos, insertando los pies bajo los brazuelos delanteros de los gorobors, horribles reptiles del periodo triásico, más conocidos por los paleontólogos por el nombre de pareiasaurios. La mayoría de ellos medían hasta diez pies de longitud, aunque no levantaban mucho del suelo debido a sus cortas patas, que no obstante eran gruesas y muy fuertes.

Mientras Tarzán observaba a los horibs, “de sangre fría y que carecen de corazón”, según Jana, se dijo que tal vez tuviera ante él alguna de las formas de la evolución que quizá hubiera existido alguna vez en el mundo exterior, marcando una fase hacia la perfección desconocida por los humanos, o que tal vez formase un eslabón en el paso de los reptiles al hombre, como ocurrió entre los reptiles y los pájaros, o como recientemente ha apuntado la ciencia, pudo ocurrir también con los mamíferos.

Aquellos pensamientos cruzaron velozmente por la mente de Tarzán, mientras los horibs permanecían en círculo alrededor de ellos, mirándoles con unos ojos saltones y combados, sin párpados y de expresión bestial. Pero si el aspecto de aquellos monstruos le había impresionado, aquella impresión no fue nada comparada con la que experimentó al oír que uno de los hombres reptiles le hablaba en el idioma común a todos los gilaks de Pellucidar.

—¡No podréis escapar! ¡Tira al suelo tus armas! —dijo con voz siseante.

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