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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tarzán en el centro de la Tierra (29 page)

Jason se horrorizó al ver desaparecer a su amigo bajo las fangosas aguas, que, luego de un momento de violenta agitación, quedaron de nuevo inmóviles, trazando ligeros círculos concéntricos en el lugar por donde habían desaparecido hombre y monstruo. Un instante después, otro de los horibs hizo lo mismo con Lajo, y, en rápida sucesión, los otros korsars sufrieron la misma suerte.

Con un esfuerzo sobrehumano, Jason intentó librarse de las garras del horib que le retenía, pero el monstruo lo agarraba firmemente con sus manos frías y viscosas. De pronto, una mano del horib se dirigió a la boca de Jason y los dedos de la otra le taparon la nariz. Gridley se sintió sumergido con una fuerza brutal en las cálidas aguas del lago, que se cerraron sobre su cabeza.

Luchando desesperadamente por desasirse de su enemigo, el humano sintió que el monstruo le conducía velozmente por debajo del agua hasta que llegaron a un punto en el que el limo del fondo era blando y pegajoso. Sus pulmones sentían la horrible sensación de la asfixia, sus sentidos comenzaban a oscurecerse y una negrura de muerte se hacía a su alrededor. Pero, de pronto, la mano que le tapaba la boca se apartó, los dedos que le oprimían la nariz desaparecieron, y, cuando de un modo instintivo sus pulmones se dilataron en busca de aire, Jason notó con inmensa delicia que, en efecto, respiraba, que no se ahogaba. Se encontraba en un viscoso lecho de limo y barro blando, exhalaba aire y no estaba sumergido en el agua.

Una oscuridad absoluta le rodeaba. Entonces sintió un cuerpo húmedo que rozaba con el suyo, después otro, y otro más. Luego oyó un chapoteo en el agua, y enseguida se hizo un profundo y completo silencio, el silencio de una tumba.

Capítulo XV
Prisioneros

A
l borde de la gran llanura de los gyors, y rodeado por los armados monstruos que acababan de demostrarle su poder y su fuerza al dar muerte a una de las más feroces bestias producidas por la evolución de las especies, Tarzán de los Monos no se sentía todavía dispuesto a arrojar sus armas al suelo como le ordenaban, y a rendirse, sin resistencia, a una muerte segura o a una suerte ignorada.

—¿Qué pensáis hacer con nosotros? —preguntó al horib que le había ordenado rendirse y tirar las armas.

—Os llevaremos a nuestro poblado, donde os cebaremos —contestó el monstruo—. Es inútil que intentéis huir. No existe animal ni gilak que pueda escapar de los horibs.

El hombre mono vaciló. La Flor Roja de Zoram se acercó más a su lado.

—¡Vámonos con ellos! —le dijo en voz muy baja—. Ahora no podemos escapar; pero si les acompañamos, quizá tengamos más tarde ocasión de huir.

Tarzán asintió levemente y se volvió hacia el horib.

—De acuerdo —dijo—. Nos rendimos.

Montados a lomos de los gorobors, cerca del cuello de las bestias, y llevando cada uno de los prisioneros un horib tras él, a la grupa del gran lagarto, Tarzán y Jana fueron llevados por aquel país de Gyor Cors, a través de la misma selva sombría por la que Jason y Thoar habían sido conducidos, aunque desde distinta dirección que aquellos.

Naciendo al este de las Montañas de Thipdars, un río se dirigía hacia el sudeste, penetrando luego en la selva de los horibs, a través de la cual discurría hasta desembocar en el Rela Am o Río de la Oscuridad. Cerca de la confluencia de estos dos ríos era donde los korsars habían sido atacados por los horibs, y bordeando uno de los ramales altos de aquel río era por donde ahora eran conducidos Tarzán y Jana, en dirección al poblado de los hombres lagartos.

El lago de los horibs se encuentra a gran distancia del extremo oriental de las Montañas de Thipdars, quizá a unas quinientas millas, pero en un mundo donde no existe el tiempo y las distancias se miden por las veces que se duerme y que se come, no existe una gran diferencia entre lugares separados por cinco millas o quinientas. Un hombre puede viajar mil millas sin sufrir ningún contratiempo ni tener que hacer frente a peligro alguno, mientras otro, al intentar recorrer una sola milla, puede encontrar la muerte en el salvaje Pellucidar, donde todo cuanto existe puede esconder un peligro mortal.

Mientras Tarzán y Jana atravesaban la lúgubre y sombría selva, a varias millas de allí, Jason Gridley consiguió sentarse en aquel ambiente de oscuridad, tan densa que parecía poder palparse.

—¡Dios mío! —exclamó con voz aterrada.

—¿Quién habla? —preguntó una voz en las tinieblas, que Jason reconoció como la de Thoar.

—Soy yo, Jason —contestó Gridley.

—¿Dónde estamos? —dijo ahora con ansiedad una tercera voz, la de Lajo.

—¡Oh, qué oscuridad! —murmuró una cuarta voz—. ¡Hubiera sido mejor la muerte!

—¡No te preocupes por eso! —contestó una quinta voz—. ¡No tardarán en acabar con nosotros! 

—Entonces estamos aquí los cinco —murmuró Jason—. Creí que estábamos perdidos cuando vi que los monstruos nos echaban al agua, uno por uno.

—¿Pero dónde nos encontramos? —preguntó uno de los korsars—. ¿Qué clase de sima es esta adonde nos han traído?

—En el mundo del que yo vengo —repuso Jason—, existen unos grandes reptiles, llamados cocodrilos, que construyen sus nidos y sus guaridas a orillas de los ríos o de los lagos, justo por encima de la línea del agua, pero cuyas entradas siempre se encuentran situadas bajo el agua. Quizá este agujero al que nos han traído sea un lugar semejante.

—En ese caso —propuso Thoar—, ¿por qué no podemos salir nadando de aquí?

—Tal vez pudiéramos conseguirlo —contestó Jason—. Pero en tal caso, es muy probable que los monstruos nos descubrieran, y nos hicieran volver aquí.

—¿Pero vamos a resignarnos a permanecer aquí, sumidos en el lodo y en la oscuridad, esperando que nos asesinen? —inquirió Lajo.

—No —contestó Jason de nuevo—, pero tendremos que trazar un plan de fuga que sea lógico y factible. Nada ganaríamos obrando precipitadamente.

Durante largo rato, todos permanecieron en silencio, que finalmente rompió el americano.

—¿Creéis que estamos solos aquí? —dijo—. He estado escuchando con atención, pero sólo he oído el sonido de nuestra respiración.

—Igual que yo —dijo Thoar.

—Acercaos todos a mí —dijo entonces Jason.

Los cinco hombres formaron un apretado círculo en la oscuridad, uniendo sus cabezas.

—¡Tengo un plan! —dijo Jason en voz muy baja—. Cuando nos traían hasta aquí, pude observar que la selva, por esta parte, llegaba muy cerca del lago. Si lográramos hacer un túnel hasta llegar a ella, podríamos escapar.

—¿Pero por qué lado se encuentra la selva? —preguntó Lajo.

—Eso sólo podemos saberlo de una forma aproximada —contestó Jason—. Podemos equivocarnos, pero también podemos tener la suerte de acertar. De todas formas, a mí me parece lógico pensar que la selva debe encontrarse en dirección opuesta a la entrada por la que nos han traído hasta aquí.

—¡Empecemos a cavar enseguida! —exclamó uno de los korsars.

—Esperad hasta que compruebe dónde está la entrada —repuso Thoar.

Entonces se alejó, gateando y palpando con cautela en las tinieblas. Al fin dijo que había encontrado la entrada, y así, juzgando por la dirección de su voz, los otros supieron por dónde tenían que empezar a cavar.

Todos se pusieron con entusiasmo a la tarea, ya que el éxito parecía probable, aunque se encontraron con el problema de la tierra que iban removiendo. Jason ordenó a Lajo que permaneciera en el sitio donde acababan de comenzar a hacer el túnel, y mandó a los demás a explorar la caverna en la que estaban presos. Cada uno de los hombres partió, pues, en una dirección distinta, contando las veces que avanzaban con las rodillas en tierra, hasta que tropezaba con el muro de la cueva.

De este modo, consiguieron averiguar que la caverna era larga y estrecha, y, al parecer, su extensión corría paralela a la orilla el lago. Tendría unos cincuenta pies de largo, por unos veinte de anchura máxima.

Al fin se decidió que esparcirían la tierra sobre el suelo de la caverna durante algún tiempo, llevándola luego hacia el fondo, apilándola contra los muros de modo uniforme, de forma que no atrajera la atención de los horibs si venían a la cueva.

El excavar con los dedos era una labor lenta y penosa, pero los prisioneros realizaban la tarea firmemente y con paciencia, renovándose por turnos. Un hombre excavaba, echando la tierra a sus espaldas, y los otros la esparcían inmediatamente sobre el suelo, o la apilaban sobre las paredes de la cueva, distribuyéndola convenientemente para que si entraban los horibs no se percataran de nada. En efecto, los horibs volvieron, pero el ruido del agua que hacían los monstruos al entrar avisaba a los hombres, que, suspendiendo el trabajo, se alineaban frente al túnel, disimulando así a aquel, y de esta forma, ninguno de los monstruos que iban penetrando sucesivamente en la caverna dio muestras de percatarse de nada extraordinario. Aunque los horibs daban la impresión de poder ver en la oscuridad, lo cierto era que no parecían distinguir bien ni cosas ni objetos, y de este modo, el temor de los prisioneros de que su plan fuera descubierto fue desapareciendo poco a poco.

Después de un trabajo lento y paciente, habían conseguido excavar un túnel de unos tres pies de diámetro por diez de profundidad, cuando Jason, que era al que le correspondía el turno en aquel momento, encontró una gran concha de un molusco, dura y alargada, lo que facilitó mucho los progresos de la excavación. A partir de ese momento avanzaron con mucha rapidez, aunque a los prisioneros les parecía una tarea interminable, puesto que nadie sabía en qué instante los horibs entrarían en la gruta para llevarse a uno de ellos al horrible sacrificio y al horrendo festín.

Jason pensaba seguir el túnel en línea recta, sin girar hacia arriba hasta que hubieran llegado a la selva; pero para saberlo, era preciso que encontraran las raíces de los árboles, lo que originaría dar un rodeo y una mayor lentitud en el trabajo. De todas formas, era inevitable el hacerlo así, pues de otro modo se exponían a malograr todos los esfuerzos hechos hasta entonces y que constituían su única esperanza de salvación.

Mientras los cinco hombres excavaban pacientemente en la oscuridad, minando la tierra en dirección hacia la lúgubre selva de los horibs, un gran dirigible surcaba el aire por encima de las estribaciones de las Montañas de Thipdars.

—Es imposible que hayan llegado hasta aquí —dijo el capitán Zuppner—. Solamente las cabras montesas serían capaces de salvar estas montañas.

—Yo también soy de la misma opinión, capitán —dijo Hines—. Debemos buscar en otra dirección.

—¡Si al menos supiéramos que dirección tomar! —exclamó el capitán.

—Cualquiera es buena —dijo Hines sonriendo.

—Sí, eso es cierto.

Y desviando ligeramente el timón de la aeronave, ésta se inclinó hacia estribor. Luego, siguiendo en línea hacia el este, voló en paralelo a las Montañas de Thipdars, y se dirigió hacia el país de Gyors Cors. Un ligero movimiento sobre la rueda del timón habría dirigido al enorme aparato en dirección al sudeste, hacia la oscura selva bajo cuyo espeso y milenario follaje eran conducidos en esos momentos Tarzán de los Monos y Jana. Pero el capitán Zuppner ignoraba ese hecho, y así el O-220 continuó volando hacia el este, mientras el señor de la jungla y la Flor Roja de Zoram marchaban en silencio hacia su horrible suerte.

Desde el momento en que penetraron en la selva, Tarzán se había dado cuenta de que le sería muy fácil escapar. Hubiera sido cosa de un segundo saltar sobre el lomo del gorobor en el que cabalgaba, cogerse a una de las ramas más bajas de los árboles, y trepar luego hacia arriba, desapareciendo entre el follaje. Sabía muy bien que una vez en los árboles, ni los horibs ni los gorobors serían capaces de darle alcance. Pero no quería abandonar a Jana y, además, tampoco podía comunicar sus planes a la muchacha, ya que nunca se encontraban lo bastante cerca como para que él pudiera susurrarle disimuladamente unas palabras al oído. De todos modos, ni habiendo tenido ocasión de ello, habría podido Jana seguirle en su fuga a través de la arboleda.

Sin embargo, Tarzán se decía que si lograba acercarse a la muchacha, quizá le fuera posible huir llevándosela en sus brazos. Por tanto, siguió cabalgando en silencio, esperando que la suerte les favoreciera y dispuesto a aprovechar la primera oportunidad que se le presentara.

Ya habían llegado a la ribera del lago, y se encontraban bordeando la orilla occidental del mismo, y a juzgar por las palabras de los horibs se iban acercando a su destino. Sin embargo, la oportunidad de huir parecía tan remota como al principio de la larga marcha.

Irritado e impaciente, Tarzán sentía el deseo de lanzarse precipitadamente en busca de la libertad, confiando en que su impulso sería tan rápido e inesperado que cogería desprevenidos a los hombres reptiles, pues sólo necesitaría unos cuantos segundos para coger a Jana, echársela al hombro y trepar hacia la verde cúpula que parecía llamarle con voz poderosa.

Los músculos y los nervios de Tarzán de los Monos están siempre y en todo momento sujetos al control de su voluntad; jamás revelan las emociones o los sentimientos del rey de la jungla, y mucho menos sus pensamientos cuando se encuentra en presencia de enemigos o extraños. Sin embargo, ahora estuvieron a punto de traicionarle al revelar su enorme sorpresa cuando una suave y fina brisa trajo a su olfato un olor que Tarzán no pensaba volver a percibir en su existencia.

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