Read Tarzán en el centro de la Tierra Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tarzán en el centro de la Tierra (31 page)

—Sí, sí —contestó Hines—. Son triceratops.

Sin que el teniente piloto se diera cuenta, el dirigible estaba variando su dirección hacia el sudeste. A lo lejos, por la parte de babor, se distinguía la gran cadena montañosa, ya apenas visible en la lejanía, y, de pronto, se vio por debajo de ellos la línea gris de un río que, descendiendo de las distantes montañas, se ensanchaba al llegar al valle. Entonces, los tripulantes del dirigible acordaron seguir el curso del río, al tener en consideración que los hombres que se pierden en un territorio extraño y desconocido siempre se sienten inducidos a seguir el curso de la corriente, si tienen la suerte de encontrar un río.

Ya hacía mucho tiempo que iban siguiendo el río, cuando el teniente Dorf telefoneó desde la cabina de observación al capitán.

—Hay una gran extensión de agua delante de nosotros, capitán —dijo—. A juzgar por su aspecto, se diría que nos estamos acercando a la orilla de un gran océano.

Todas las miradas se dirigieron al frente, y, en efecto, comprobaron que ante ellos se encontraba una gran extensión de agua. El dirigible, al llegar a la enorme masa de agua, evolucionó sobre la costa en ambos sentidos, y luego, dado que hacía tiempo que no se habían aprovisionado de agua fresca ni habían cazado, el capitán decidió aterrizar y levantar un campamento en aquella zona, escogiendo finalmente un lugar al norte del río que habían venido siguiendo, cerca del punto en el que éste se vertía al mar. Cuando el dirigible aterrizó majestuosamente en un inmenso prado de alta hierba, el cocinero Jones escribió en su grasiento cuaderno de notas: “Llegamos aquí a mediodía”.

Mientras el dirigible tomaba tierra en el hermoso prado situado a orillas de aquel silencioso mar de Pellucidar, Jason Gridley y sus compañeros, a varios centenares de millas al oeste, continuaban excavando su túnel en dirección a la selva. Ahora era Jason el que excavaba, echando la tierra a puñados hacia atrás, a los otros hombres que se encontraban a sus espaldas. Trabajaban de un modo febril, pues el túnel era ya tan largo, que apenas tenían tiempo de volver a la caverna cuando oían el ruido de los horibs al llegar, corriendo un riesgo cada vez mayor de ser descubiertos.

De pronto, mientras Jason escarbaba la tierra sobre su cabeza, escuchó algo que le sonó como disparos de rifle. No daba crédito a sus oídos, y, sin embargo, ¿qué otro ruido podía ser aquello? Hacía tantísimo tiempo que se hallaba separado de sus compañeros de expedición, que a Jason le parecía imposible que un capricho del azar los hubiera traído a aquel rincón perdido de Pellucidar. Aunque su corazón se aceleró por la esperanza, pronto desechó la idea, sustituyéndola por otra más lógica: la de que aquellos disparos debían proceder de los arcabuces de los korsars que se habían quedado en el buque que Lajo le había comentado tenían anclado en cierto paraje río abajo, en el Rela Am. Sin duda, el capitán de la nave había mandado una partida en busca de los miembros de la tripulación que faltaban del buque. Pero hasta la perspectiva de caer de nuevo en manos de los korsars le parecía a Jason una gloria, comparada con la suerte que le esperaba a manos de los horibs.

Jason redobló sus esfuerzos por llegar a la superficie. El estrépito de los disparos, que había durado sólo unos minutos, había cesado, siendo sustituido por el galopar de muchos animales que se acercaban. Se hallaban muy cerca. La tierra trepidaba de tal modo, y el galopar se oía con tanta claridad, que Jason comprendió que la superficie debía de hallarse a escasa distancia.

De pronto sonó otro tiro, esta vez prácticamente encima de Jason, que escuchó el ruido seco de un cuerpo que se desplomaba. La emoción y la ansiedad del americano habían llegado a su límite, cuando, de repente, la tierra cedió sobre su cabeza y algo cayó encima de él por el agujero que se había abierto en el techo del túnel.

Como hacía tiempo que Jason temía que su plan de fuga fuera descubierto por los horibs, lo primero que pensó fue en la necesidad de hacer desaparecer lo antes posible al monstruo que hubiera descubierto su secreto. Por eso, instintivamente retrocedió, tirando con todas sus fuerzas de los tobillos de su enemigo. Pero al caer Tarzán, pues de él se trataba, en el agujero, ocurrió que su rifle quedó atravesado formando una especie de barra en el borde de la abertura, a la que el rey de la jungla se agarró desesperadamente, acabando por tirar de sí hacia fuera, y arrastrando al mismo tiempo a Jason Gridley hacia el exterior. A pesar de ser un hombre fuerte y resistente, el americano no pudo vencer el esfuerzo realizado por los músculos de hierro de Tarzán, que extrajo del agujero el cuerpo del que creía su enemigo.

Jason, a su vez, tuvo la seguridad de que no era un horib, como había pensado en un principio, aquel enemigo que se le había venido encima, pues sus manos se habían agarrado a los tobillos de un hombre, a una piel fina y suave, y no a las escamas de un hombre lagarto. De todas formas, el instinto le hacía aferrarse con todas sus fuerzas, para que no se le escapara su antagonista.

Por su parte, el horib que aguardaba el ataque de Tarzán, vio a este desaparecer misteriosamente bajo tierra, y ni siquiera se esperó a investigar el origen de aquel milagro, sino que, cogiendo a Jana por la cintura, escapó en pos de sus compañeros, sin preocuparse de los esfuerzos de la muchacha por desasirse de sus garras.

Los dos desaparecían bajo la bóveda sombría de la selva, cuyos árboles les ocultarían enseguida, cuando Tarzán, surgiendo del agujero en que había caído, les vio en el breve espacio de un segundo. Tarzán lanzó un ahogado rugido al darse cuenta de que aquel estúpido accidente había impedido, quizá ahora de forma definitiva, que pudiera rescatar y liberar a la muchacha. Entonces, furioso ante la presión de aquellos dedos de hierro que le sujetaban los tobillos, el hombre mono pateó y sacudió con tal ímpetu, que envió a Jason Gridley de nuevo al fondo del túnel, mientras que el rey de la jungla, ya libre, emprendía una veloz carrera en persecución del horib y de la Flor Roja de Zoram.

Jason Gridley, llamando a sus compañeros en tono apremiante, saltó hacia fuera en el preciso momento en que un gigante bronceado y casi desnudo desaparecía a gran velocidad entre los troncos de los gigantescos árboles de la milenaria selva, pero aquella rapidísima visión despertó en él unos recuerdos familiares, y su corazón palpitó con loca esperanza. ¿Sería posible aquel milagro? ¿No había visto Thoar como un thipdar se llevaba a Tarzán por los aires hacia una muerte segura? En cualquier caso, fuera o no fuera Tarzán el gigante que había desaparecido a la carrera, aquello era menos importante que la razón de su fuga. ¿Era en realidad una fuga, o corría persiguiendo a alguien? Pero fuera lo que fuese, algo le dijo a Gridley que no debía de perder de vista a aquel hombre; al menos no era un horib, y no siendo un horib, sería forzosamente un enemigo de los hombres lagartos. Tan rápidos habían sido los acontecimientos que acabamos de relatar, que Jason permaneció confuso y aturdido unos instantes sin saber qué hacer, pero al fin, obedeciendo al instinto que le impulsaba a no perder de vista al fugitivo, echó a correr desesperadamente detrás de él.

Tarzán de los Monos corría por la oscura selva, guiado por el sutil y delicado aroma que exhalaba la Flor Roja de Zoram, y que sólo su olfato habría sido capaz de percibir. Al temer Tarzán verse de nuevo acorralado por los horibs, que le vencerían por el número, y cuyo hediondo olor percibía con repugnancia por todas partes, optó por subirse a un árbol, corriendo vertiginosamente por entre el follaje. En breve, tuvo la satisfacción de descubrir al horib que llevaba a Jana entre sus brazos, y que se había quedado muy rezagado de sus compañeros.

No hubo ni vacilación ni la más ligera disminución de velocidad por parte de Tarzán, cuando, como un proyectil viviente, cayó sobre la espalda del horib, que se desplomó medio privado de sentido por el impacto. Un brazo de hierro se enroscó en el cuello del monstruo, al tiempo que Tarzán tiraba de su enemigo, levantándolo en el aire y arrojándolo luego violentamente contra el suelo, golpeando a continuación una y otra vez su cabeza contra la dura tierra, mientras la muchacha, apartada a un lado, miraba con los ojos muy abiertos aquella hercúlea exhibición de fuerza y poder.

Al fin, convencido Tarzán de que su enemigo estaba muerto o privado por completo de sentido, lo arrojó violentamente a tierra. Después se apropió del cuchillo de piedra y recogió la caída lanza del monstruo, y al instante se volvió hacia Jana.

—¡Ven conmigo! —le dijo dulcemente—. ¡Hay un sitio en el que estaremos seguros!

Y echándosela al hombro, saltó a la rama más baja de un árbol cercano.

—Aquí, al menos, estarás libre de los horibs —dijo Tarzán—, pues dudo mucho que ni siquiera los gorobors puedan alcanzarnos.

—Siempre creí —contestó Jana—, que no había guerreros como los de Zoram, pero esto era antes de conoceros a Jason y a ti.

Tarzán se dio cuenta que no podía haber manifestado mejor la muchacha la admiración que le causaba lo que él acababa de hacer por ella, ya que para las mujeres primitivas no había hombres comparables con los de su propia tribu.

—Me hubiera gustado que Jason viviera —continuó Jana con voz triste, después de una corta pausa—. Era un hombre fuerte y un valiente guerrero, pero, sobre todo, era un hombre bueno y amable. Los hombres de Zoram no se muestran nunca crueles con sus mujeres, pero no siempre son amables y considerados. Jason siempre parecía pendiente de mi seguridad y mi alegría, y nada le preocupaba tanto como verme contenta, excepto mi seguridad.

—¿Le querías mucho, verdad? —preguntó Tarzán.

La Flor Roja de Zoram no contestó. Sus ojos se habían llenado de lágrimas, y un nudo le apretaba la garganta. Por ello, se limitó a asentir en silencio, acongojada.

Una vez en los árboles, Tarzán había dejado a Jana en pie, al observar que la muchacha, como buena hija de las Montañas de Thipdars, podía marchar sola perfectamente. Entonces, sin prisas, empezaron a retroceder hacia el sitio donde Tarzán había dejado a Muviro y los guerreros waziris, pero como marchaban en la misma dirección del viento, Tarzán no podía percibir el olor de sus amigos, así que iba con el oído pendiente y alerta para ver si escuchaba el más ligero ruido que le delatara su paradero. Al fin sus esfuerzos fueron recompensados, al oír unos pasos que se acercaban por la selva, en dirección a ellos.

Tarzán escondió a la muchacha detrás del grueso tronco del árbol en que se encontraban, y los dos esperaron silenciosos y prevenidos, pues no todos los pasos que se oyen en la selva pueden proceder de amigos.

Al cabo de un rato, apareció entre la arboleda un hombre casi desnudo, vestido únicamente con una sucia piel de cabra montés, que apenas podía reconocerse como tal bajo la capa de barro que la cubría. Su cabellera negra y espesa aparecía enmarañada sobre su cabeza. En conjunto, Tarzán jamás había contemplado en su vida un hombre más sucio, pero en cualquier caso era evidente que no se trataba de un horib y, además, no traía armas. Ya que Tarzán no tenía la más remota idea de lo que pudiera hacer en la selva aquel hombre solo y casi desnudo, se decidió a descender del árbol, plantándose frente al extraño caminante, que se quedó enormemente sorprendido al descubrir al hombre mono.

Efectivamente, al ver a Tarzán, el otro se había parado en seco, mirándole con los ojos tremendamente abiertos y revelando un inmenso asombro y una gran incredulidad.

—¡Tarzán! —exclamó al fin—. ¡Dios mío, si eres tú, Tarzán! ¡No has muerto! ¡Gracias a Dios que no has muerto!

Tarzán tardó unos instantes en reconocer al que hablaba, pero no así la muchacha, que seguía escondida entre el follaje del enorme árbol, ya que desde el mismo momento en que oyó su voz, reconoció al caminante.

Una lenta sonrisa se extendió al fin sobre el rostro del hombre mono al reconocer al hombre.

—¡Gridley! —exclamó—. ¡Jason Gridley! ¡Jana me dijo que habías muerto!

—¿Jana? —repitió Jason—. ¿Jana? ¿Tú conoces a Jana? ¿La has visto? ¿Dónde está?

—Está conmigo —contestó Tarzán.

La Flor Roja de Zoram, que acababa de bajar disimuladamente del árbol, avanzó hacia ellos. Al verla, Jason se adelantó a su encuentro.

—¡Jana! —dijo con inmensa ansiedad y ternura.

Pero la muchacha se irguió y volvió la espalda a Gridley.

—¡Jalok! —murmuró en tono altivo y lleno de desdén—. ¿Te tendré que repetir que te apartes del camino de la Flor Roja de Zoram?

Jason se paró en seco, dejando caer sus brazos, ya extendidos, a lo largo de su cuerpo, y bajó la cabeza en actitud de inmenso desaliento.

Tarzán contempló la escena, y su frente se frunció un instante con extrañeza; pero no era su costumbre mezclarse en los asuntos que no le incumbían, así que se limitó a decir:

—¡Venid conmigo! Tenemos que buscar a los waziris.

En ese momento se oyeron varias voces que se acercaban, y que Jason reconoció como las de los guerreros negros. Los tres echaron a correr, encontrándose ante una escena que habría degenerado en tragedia de no acudir los tres amigos con prontitud.

Muviro y los guerreros waziris, todos ellos armados con rifles, habían rodeado a Thoar y a los tres korsars, y cada grupo hablaba atropelladamente en un idioma que era ininteligible para los otros.

Los pellucidaros, que nunca hasta entonces habían visto seres humanos con la piel tan negra y brillante como la de aquellos, y partiendo de la idea de que todo extranjero es siempre un enemigo, estaban a punto de intentar la huida, mientras Muviro, temiendo que aquellos hombres tuvieran algo que ver con la desaparición de Tarzán, estaba decidido a retenerlos para que le explicaran lo que había ocurrido, y los habría matado sin vacilar en caso de resistencia. Fue, por tanto, un alivio para ambos bandos cuando aparecieron Tarzán, Jason y Jana, y los waziris vieron como su gran bwana saludaba a uno de ellos con muestras de verdadera amistad.

Thoar se sorprendió aún más que Jason de encontrar vivo a Tarzán, y al ver a Jana desapareció de golpe su habitual reserva, al encontrarla sana y salva. No menos sorprendida y feliz pareció Jana, que corrió a arrojarse a los fuertes brazos de Thoar.

Jason, experimentando unas emociones como jamás había sentido en su vida, permanecía alejado de la feliz reunión, como un testigo triste y mudo de aquella. Entonces, quizá por primera vez en su vida, comprendió que el extraño sentimiento que le inspiraba aquella muchacha bella y salvaje no era otra cosa que amor.

Other books

The School of Flirting by S. B. Sheeran
Regency Innocents by Annie Burrows
The Ghost Chronicles by Maureen Wood
The Almanac Branch by Bradford Morrow
A Child of Jarrow by Janet MacLeod Trotter
Kansas Troubles by Fowler, Earlene
Playing with Water by James Hamilton-Paterson
High-Riding Heroes by Joey Light
Paul Revere's Ride by David Hackett Fischer