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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tarzán en el centro de la Tierra (27 page)

Capítulo XIV
A través de la selva oscura

J
ason Gridley corrió hacia la cima de la colina donde se encontraba el poblado de los phelis, y en la que esperaba encontrar a la Flor Roja de Zoram. A su lado corría Thoar, con su lanza y su cuchillo dispuestos para rescatar o vengar a su hermana. Mientras, a la espalda de los dos hombres, escondidos entre la espesura y los troncos de los árboles que bordeaban el río, un gran grupo de hombres atezados y barbudos les espiaban.

Con gran sorpresa de Thoar, ningún guerrero surgía de las casas a las que se acercaba, ni se oía ruido o voz alguna en su interior.

—Ten cuidado —aconsejó entonces a Jason—. ¡Podemos caer en alguna emboscada!

El americano redobló su cautela. Sin embargo, llegaron ante la primera morada sin que nadie hubiera aparecido ante sus ojos ni se hubiera opuesto resistencia alguna a su avance.

Jason se detuvo, mirando hacia el interior de la vivienda; luego, agachándose, penetró en su interior, acompañado de Thoar.

—No hay nadie —dijo Gridley—. Está vacía.

—Quizá tengamos más suerte en las otras —repuso Thoar.

Pero en ninguna de las viviendas del poblado encontraron un alma viviente.

—Se han marchado —dijo Jason—.

—Sí —dijo Thoar—. Pero regresarán. Volvamos a la selva y escondámonos entre los árboles que bordean el río. Desde allí espiaremos su regreso.

Inconscientes del peligro que les amenazaba, los dos amigos descendieron la colina penetrando en la espesura de la selva. Una vez allí, siguieron un antiguo sendero, trazado por millares de sandalias de las gentes de Pheli.

Pero, apenas habían avanzado unos pasos, cuando una docena de hombres, surgiendo de los matorrales de la espesura, cayeron sobre ellos, los derribaron al suelo y los desarmaron.

En un instante les ataron las manos a la espalda, y luego les pusieron en pie rudamente. Los ojos de Gridley se abrieron como platos al contemplar a sus captores.

—¡Dios mío! —exclamó en el colmo del asombro—. ¿Cómo puede ser posible? ¡Había llegado a acostumbrarme a contemplar con cierta compostura y naturalidad a los rinocerontes, los mamuts, los pterodáctilos y los dinosaurios de este espantoso mundo! Pero, la verdad, ¿quién podía imaginarse, quién puede permanecer impasible al encontrarse en Pellucidar con el capitán Kidd, Lafitte y sir Henry Morgan?

En su inmensa sorpresa hablaba ahora en su lengua nativa, que, naturalmente, no entendían los otros.

—¿Qué idioma es ese? —preguntó uno de sus captores—. ¿Quiénes sois y de qué país venís?

—¡Yo soy cien por cien americano de los Estados Unidos! —contestó Gridley, sonriendo.

Luego se volvió hacia Thoar.

—¿Estos no son phelis, verdad? —dijo en tono más serio. 

—No —contestó Thoar—. Son gente extraña. Nunca había visto hombres como estos. ¿Quiénes sois y por qué nos habéis hecho prisioneros? 

—Nosotros sí sabemos quiénes sois —dijo entonces uno de sus captores—. Sabemos el país del que venís. No intentéis engañarnos.

—Perfectamente —repuso Gridley—. Si sabéis quiénes somos y de dónde venimos, soltadnos, porque entonces estaréis enterados de que no estamos en guerra con nadie.

—Vuestro país siempre estará en guerra con los korsars —dijo el captor—. Tú eres un sari, un guerrero del país de Sari. Lo sé por las armas que llevabas. Ellas me hicieron comprender, desde el primer momento que te vi, que eras de Sari. El Cid se alegrará de que te llevemos prisionero.

—Tal vez este hombre sea Tanar —dijo otro de sus compañeros—. ¿Tú lo viste cuando estuvo prisionero en Korsar?

—No —contestó otro—. Entonces estaba en otra expedición. Pero si este hombre es Tanar, en efecto, seremos bien recompensados.

—Está bien, de todas formas ahora debemos volver a la embarcación —dijo el que primero había hablado—. Es inútil que permanezcamos más tiempo aquí esperando el regreso de esos cobardes indígenas, con la remota esperanza de que traigan con ellos una de esas hermosas mujeres de Zoram.

—Pero sabes —repuso el otro—, que río abajo nos dijeron que las gentes de este país de Pheli, a veces capturan mujeres muy hermosas de ese país de Zoram. Quizá hiciéramos bien en esperar un poco más.

—No —opuso el primero—. Me gustaría mucho poder ver a una de esas mujeres de Zoram, cuya belleza tanto alaban, pero los indígenas no volverán mientras nosotros continuemos por estos parajes. Ya hace mucho tiempo que faltamos del barco, y yo conozco a nuestro capitán y sé que va a querer matar a más de cuatro cuando volvamos.

Atada a un árbol cerca de la orilla, y guardada por otros cinco guerreros korsars, se veía una pequeña barcaza, o mejor dicho una especie de bote largo y de forma extraña, cuyo aspecto y características hicieron recordar a Jason sus lecturas de niño, al igual que lo hacían los extraños hombres que los habían capturado, con sus extravagantes vestimentas, sus grandes pistolas y machetes, sus alfanjes y sus antiguos arcabuces.

Los prisioneros fueron atados dentro del extraño bote; los korsars también se introdujeron en su interior, y la pequeña nave se puso en movimiento río abajo.

Mientras ésta se deslizaba velozmente, a impulso de la corriente, que era muy rápida, Jason tuvo oportunidad de examinar a su antojo a sus captores. Era un grupo de hombres de aspecto completamente innoble, tan rudos y repulsivos como jamás pudo imaginarse Gridley que pudieran existir en la realidad, mucho más feroces y repulsivos que aquellos piratas tremebundos que él había imaginado en sus primeras lecturas. Llevaban pendientes en sus orejas, algunos de ellos aros de oro en la nariz, pañuelos de vivos colores atados a la cabeza, y fajines, también de colores, a la cintura. Todo ello les daba una apariencia extraña y teatral, sólo empañada por su suciedad y por sus manchas. No obstante, vistos de lejos, tenían un aspecto soberbio.

Aunque en la historia de Tanar de Pellucidar, que Jason Gridley había recibido por radio de Abner Perry, se había familiarizado hasta cierto punto con el aspecto y la apariencia de los korsars, ahora se daba cuenta de que los había aceptado como aceptara de niño a los piratas de sus cuentos y narraciones, esto es, como personajes legendarios e irreales, y no hombres de carne y hueso como aquellos que ahora tenía ante sus ojos, mascullando blasfemias y juramentos, diciendo y gastándose bromas rudas y de mal gusto, cubiertos de mugre y de suciedad, en una espantosa y cruda realidad de seres humanos hediondos y abyectos.

En aquella nave arcaica en que navegaban, en sus vestimentas y adornos y en sus vetustas armas de fuego, Jason veía pruebas concluyentes e irrefutables de que aquellos hombres descendían de los del mundo exterior, y comprendía como su contemplación debía haber llevado a la mente de David Innes la absoluta convicción de la existencia de una abertura polar que comunicaba nuestro mundo con el de Pellucidar.

Mientras Thoar se entregaba a la tristeza, en vista de la mala suerte que les perseguía, al haberles hecho caer en manos de aquellos hombres extraños, Jason, por el contrario, no estaba muy seguro de que lo que les había ocurrido no resultara, al fin y al cabo, un golpe de suerte para él, ya que, a juzgar por las conversaciones y comentarios que había escuchado de aquellos hombres desde que les habían capturado, parecía deducirse que les iban a llevar a Korsar, la ciudad en la que estaba apresado David Innes y que era, en definitiva, el principal objetivo de su expedición, pues esta se había puesto en marcha para rescatar al emperador de Pellucidar.

El hecho de que llegara a aquella ciudad solo y como prisionero, no era, ni mucho menos, motivo de alegría y regocijo, pero, en cualquier caso, no era mucho peor que haber permanecido vagabundeando por aquel mundo hostil y lleno de peligros en busca de sus compañeros del dirigible, sin tener ni la más remota esperanza de encontrarlos. Ahora, cuanto menos, estaba bastante seguro de ser conducido a un lugar al que también intentarían llegar los expedicionarios del O-220, de modo que las posibilidades de volver a encontrarse con ellos eran bastante mayores.

El río que iban descendiendo discurría a través de una selva pantanosa y de árboles bajos, y cruzaba numerosas lagunas, algunas tan grandes que más bien podía considerárselas como lagos. Por todas partes, aguas y riberas hervían de la presencia de reptiles, haciéndole evocar a Jason las escenas que había visto desarrolladas en ilustraciones y grabados, reproduciendo fantasías del periodo mioceno que debían haber ocurrido en nuestro mundo hace miles y miles de años. Tan numerosos y, a veces, tan enormes eran los reptiles y las bestias que se iban encontrando, que los korsars permanecían constantemente en guardia y, a menudo, tenían que hacer fuego con sus arcabuces para defenderse de los feroces animales. Por lo general, el ruido de los disparos ahuyentaba a los reptiles; pero algunos de ellos persistían en su ataque, y entonces la tripulación del bote tenía que luchar cuerpo a cuerpo contra el enemigo hasta matarlo. Y hay que tener en cuenta que no era muy difícil que alguno de aquellos monstruos deshiciera la embarcación, devorando a la tripulación y a los restos del bote al mismo tiempo.

Jason y Thoar, con las manos atadas a la espalda, habían sido colocados en el centro del bote, y permanecían sentados en cuclillas. Cerca de Jason se hallaba un korsar al que sus compañeros llamaban por el nombre de Lajo. Había algo en él que atraía particularmente el interés de Gridley. Quizá fuera su rostro más abierto y menos bestial, o tal vez su conducta, menos bárbara y ruda que la de los otros. Lajo no se había unido a sus compañeros en el coro de burlas soeces y bromas innobles a costa de los dos indefensos prisioneros, y sólo se ocupaba de defender la embarcación y sus ocupantes del ataque de bestias y reptiles.

La partida de korsars parecía no tener jefe alguno, ya que todos los asuntos y cuestiones se discutían en común entre ellos hasta que se llegaba a un acuerdo. Sin embargo, Jason observó que todos escuchaban a Lajo cuando hablaba, cosa que no solía hacer con frecuencia, aunque siempre lo hacía con inteligencia y cordura. Guiado por aquella observación, escogió a Lajo para valerse de él en una indagación que quería llevar a cabo. Así, a la primera oportunidad que se le presentó, llamó la atención del korsar, que se dirigió hacia él.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

—¿Quién está al mando de vuestro grupo? —preguntó a su vez Gridley.

—Nadie —contestó Lajo—. Nuestro oficial murió durante el viaje de ida. ¿Para qué lo quieres saber?

—Porque quisiera que nos desatarais las manos. No podemos escapar del bote, estamos desarmados, y, además, sólo somos dos. Por el contrario, si la embarcación fuera destruida, o se viera cogida por alguno de esos enormes reptiles, nos encontraríamos impotentes para defendernos o huir.

Lajo sacó su cuchillo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó uno de los korsars, que había oído la conversación.

—Voy a desatarles —contestó Lajo—. No se saca nada con llevarles atados.

—¿Y quién eres tú para decir que vas a desatarlos y menos todavía para hacerlo? —dijo el otro con tono agresivo.

—¿Y quién eres tú para decirme que no lo haga? —replicó Lajo muy sereno, mientras avanzaba hacia los prisioneros.

—¡Yo te demostraré quién soy! —dijo el otro, sacando al mismo tiempo su cuchillo y yendo al encuentro de Lajo.

Todo ocurrió en un instante. Como una pantera, Lajo cayó sobre su adversario, le dio un golpe terrible en la mano que empuñaba el cuchillo, y, con la diestra, esgrimiendo a su vez el suyo, lo hundió hasta la empuñadura en el pecho de su enemigo. Con un único y horrible grito, ahogado por una bocanada de sangre, la víctima se desplomó al fondo de la embarcación, donde cayó sin vida. Lajo tiró de su cuchillo, lo sacó del cadáver de su adversario, lo limpió en la propia camisa del muerto, y, tranquilamente, cortó las ligaduras de los dos prisioneros. Los demás korsars habían contemplado la terrible escena aparentemente sin conmoverse, y se limitaron a gastar algunas bromas cruentas a costa del muerto, al tiempo que aprobaban con murmullos la conducta de Lajo.

El korsar se acercó a continuación de nuevo a su víctima, y le quitó las armas, apartándolas lejos de Gridley y de Thoar.

—¡Echadlo al agua! —les dijo a estos, señalando al muerto.

—¡Esperad! —dijo otro korsar—. ¡Quiero sus botas!

—¡El fajín es mío! —exclamó otro.

Enseguida, media docena de korsars empezaron a disputarse cuanto llevaba encima el muerto, como una jauría de perros que luchase por un hueso.

Lajo no tomó parte en la pelea, hasta que por fin los pocos objetos que pertenecían al muerto o que tapaban su desnudez fueron repartidos entre todos, llevándose los más fuertes la mejor parte. Después, Jason y Thoar arrojaron el cadáver por la borda al río, donde pronto fue devorado por los terribles moradores de aquellas peligrosas aguas.

El viaje le iba pareciendo a Jason interminable, en una dirección y destino desconocidos. Habían comido y dormido ya muchas veces, y sin embargo, el río continuaba ondulando y serpenteando por entre aquellas selvas y pantanos. La exuberante vegetación y la increíble abundancia de flores que crecían en ambas orillas del río y en aquella selva infinita, habían perdido todo su interés para los ojos de Gridley, que empezaba a encontrarlas odiosas a base de tanta monotonía.

Jason no podía dejar de maravillarse al pensar en el esfuerzo sobrehumano que tenía que haber costado el llevar el bote corriente arriba, teniendo además que resistir los ataques de las terribles hordas de reptiles que poblaban aquellos parajes.

Pero al fin el paisaje cambió, el río se ensanchó y las lagunas y pantanos desaparecieron para dar paso a un territorio de verdes colinas suaves y onduladas. La selva, que continuaba bordeando el río, aparecía ahora desprovista de maleza, y en ella se veían grandes rebaños de herbívoros, tanto ciervos como bisontes y otras especies. La selva que quedaba a la derecha del río era abierta y colorida, con grandes claros, mientras que la de la parte izquierda era oscura, tupida y sombría. El follaje de los árboles, que alcanzaban proporciones enormes, impedía el acceso de la luz del sol, y los gruesos troncos formaban naves oscuras y sombrías, como si se tratase de templos fantásticos y milenarios.

Por esta zona se veían ya pocos reptiles, pero, sin embargo, los korsars daban muestras de gran nerviosismo e inquietud desde que habían penetrado en este paraje del río. Hasta allí, se habían limitado a dejar que el bote fuera impulsado río abajo por la corriente, utilizando sólo un remo a modo de timón para dirigir la pequeña nave por el centro del río; pero ahora echaban mano de todos los remos, instando a Jason y a Thoar a que también empuñaran sendos remos para que les ayudaran. Los arcabuces, cargados y preparados, estaban al lado de los hombres que se encontraban en la borda, mientras que los demás vigilaban a proa y a popa. Ninguno de los korsars prestaba atención alguna a la selva que quedaba a la derecha. En cambio, todos miraban con ojos inquietos y dando muestras de un gran nerviosismo hacia la oscura selva que se desarrollaba a la izquierda. Jason se preguntó que podía ser lo que causaba la inquietud de aquellos hombres, pero no tuvo ocasión de inquirirlo, ya que tanto él como Thoar no cesaron ni un instante de remar. Los guerreros korsars alternaban entre remar y permanecer de guardia en la borda.

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