Tarzán y los hombres hormiga
es una de las novelas indispensables en la producción de Edgar Rice Burroughs, y marca la cima de su poder creativo. Con ella finaliza la secuencia que comenzó con
Tarzán el indómito
, y siguió con
Tarzán el terrible
y
Tarzán y el león de oro
.
Ningún hombre había atravesado jamás el gran bosque espinoso hasta que Tarzán de los Monos, en su primer vuelo en solitario, estrelló su avión tras él. Dentro encuentra un hermoso país. Allí habitan los Alali, extraños gigantes de la edad de piedra cuyas mujeres consideraban a todos los hombres como meros esclavos. Y más allá, el país de los hombres hormiga, personas cuya estatura es la cuarta parte de un humano normal. Allí, en la ciudad-estado de Trohanadalmakus, Tarzán se convertirá en un honorable huésped. Hasta que es capturado por los guerreros de la ciudad rival, Veltopismakus, en una de las habituales guerras que enfrentan a ambas ciudades. En las mazmorras de Veltopismakus Tarzán será reducido de tamaño por un científico veltopismakusiano y tendrá que trabajar como esclavo en la cantera. Pero Tarzán no está solo, su amigo el príncipe de Trohanadalmakus, Komodoflorensal también ha sido capturado.
Edgar Rice Burroughs
Tarzán y los hombres hormiga
Tarzán 10
ePUB v1.0
Zaucio Olmian29.09.12
Título original:
Tarzan and the Ant Men
Edgar Rice Borroughs, 1924
1ª edición en revista:
Argosy All-Story Weekly
, del 2 de febrero al 15 de marzo de 1924
1ª edición en libro: A. C. McClurg 30/09/1924
Traducción: Carmen Camps
Portada original: J. Allen St. John
Retoque portada: Zaucio Olmian
Editor original: Zaucio Olmian (v1.0)
ePub base v2.0
TARZÁN
y los hombres hormiga
E
N una oscura y sucia choza de la aldea caníbal de Obebe, situada en las orillas del río Ugogo, Esteban Miranda mordisqueaba en cuclillas los restos de un pescado medio cocido. Llevaba alrededor del cuello una argolla de hierro sujeta, mediante una cadena oxidada de pocos metros de longitud, a una robusta estaca clavada en el suelo cerca de la entrada baja, que llegaba, por la única calle de la aldea, hasta no lejos de la choza del propio Obebe.
Esteban Miranda llevaba un año encadenado así, como un perro, y como un perro a veces se arrastraba por la puerta baja de su choza y se tumbaba al sol. Tenía dos diversiones, y sólo dos. Una era la persistente idea de que él era Tarzán de los Monos, cuya identidad había usurpado durante tanto tiempo y con tanto éxito que, como buen actor que era, no sólo había interpretado el papel, sino que lo había vivido; se había convertido en Tarzán. Para él, él era el auténtico Tarzán de los Monos, y también lo era para Obebe; pero el hechicero de la aldea insistía en que era el demonio del río y, como tal, había que propiciarlo y no encolerizarlo.
Esta diferencia de opiniones entre el jefe y el hechicero era lo que había mantenido a Esteban alejado de las ollas de la aldea, pues Obebe quería comérselo, pensado que era su viejo enemigo, el hombre-mono; pero el hechicero había despertado los temores supersticiosos de los aldeanos convenciéndolos a medias de que su prisionero era el demonio del río que se disfrazaba de Tarzán y que, por tanto, el desastre absoluto descendería sobre la aldea si le infligían algún daño. La consecuencia de esta diferencia entre Obebe y el hechicero era que el español conservaría la vida hasta que se demostrara la verdad de una afirmación u otra; si Esteban moría de muerte natural, era Tarzán, el mortal, y el jefe Obebe estaba vengado; si vivía eternamente o desaparecía de forma misteriosa, la afirmación del hechicero sería aceptada sin discusión alguna.
Después de aprender su lengua, y con ello enterarse del capricho del destino que había desviado su suerte por un margen muy estrecho de las ollas de los caníbales, estaba menos impaciente por proclamarse Tarzán de los Monos. En lugar de ello lanzaba misteriosas sugerencias de que, en realidad, no era otro que el demonio del río. El hechicero estaba encantado y todos fueron engañados excepto Obebe, que era anciano y sabio y no creía en demonios del río, y el propio hechicero, que también era anciano y sabio y tampoco creía en ellos, pero se dio cuenta de que era estupendo que sus feligreses creyeran en él.
La otra diversión de Esteban Miranda, aparte de creerse Tarzán en secreto, consistía en regodearse con la bolsa de diamantes que Kraski, el ruso, había robado al hombre-mono y que había caído en manos del español después de que éste asesinara a Kraski; la misma bolsa de diamantes que había entregado a Tarzán en las cámaras acorazadas de La Torre de los Diamantes, en el valle del Palacio de los Diamantes, cuando había rescatado a los gomangani del valle de la tiránica opresión de los bolgani.
Esteban Miranda pasaba horas enteras sentado a la débil luz de su sucia choza, contando y acariciando las relucientes piedras. Mil veces había pesado cada una en la palma de la mano, calculando su valor y traduciéndolo a la cantidad de placer carnal que una riqueza tan grande podría proporcionarle en las capitales del mundo. Vivía entre su propia porquería, se alimentaba de restos podridos que manos sucias le arrojaban, y sin embargo poseía la riqueza de un Creso, y en su imaginación vivía como Creso y su repugnante choza adquiría la pompa y circunstancia de un palacio gracias a los destellos de las piedras preciosas. Cuando oía ruido de pasos que se aproximaban, escondía apresuradamente su fabulosa fortuna en el raído taparrabo que constituía su único atuendo y de nuevo se convertía en prisionero en una choza de una aldea de caníbales.
Y de pronto, tras un año de solitario confinamiento, le llegó una tercera diversión: Uhha, la hija de Khamis, el hechicero. Uhha tenía catorce años y era gentil y curiosa. Desde hacía un año había observado al misterioso prisionero desde cierta distancia, hasta que, por fin, la familiaridad venció sus temores y un día se le acercó cuando yacía al sol frente a su choza. Esteban, que había estado observando su tímido avance, sonrió para darle ánimos. No tenía ningún amigo entre los lugareños y era consciente de que, si podía entablar amistad aunque sólo fuera con uno, su sino sería mucho más fácil y la libertad estaría un paso más cerca. Por fin Uhha se detuvo a unos pasos de Esteban. Era una niña, ignorante y salvaje; pero mujer, al fin y al cabo, y Esteban Miranda conocía bien a las mujeres.
—Llevo un año en la aldea del jefe Obebe —dijo él vacilante en el lenguaje de sus captores, que tan laboriosamente había aprendido—, pero nunca había imaginado que sus muros contuvieran una belleza como tú. ¿Cómo te llamas?
Uhha se sintió complacida. Esbozó una amplia sonrisa.
—Soy Uhha —le dijo—. Mi padre es Khamis, el hechicero.
Ahora fue Esteban Miranda el complacido. El destino, después de darle la espalda durante tanto tiempo, por fin estaba de su lado. Le había enviado a alguien que podría resultar una flor de esperanza si la cultivaba.
—¿Por qué nunca habías venido a visitarme? preguntó Esteban.
—Tenía miedo —respondió Uhha con candor.
—¿Por qué?
—Tenía miedo… —vaciló.
—¿Miedo de que fuera el demonio del río y te hiciera daño? —preguntó el español, sonriendo.
—Sí —dijo ella.
—Escucha —susurró Esteban—, pero no se lo digas a nadie: soy el demonio del río, pero no te haré ningún daño.
—Si eres el demonio del río, ¿por qué sigues encadenado a una estaca? —preguntó Uhha—. ¿Por qué no te transformas en otra cosa y regresas al río?
—Te preguntas eso, ¿verdad? —dijo Miranda, dándose tiempo para inventar alguna respuesta plausible.
—No sólo es Uhha quien se lo pregunta —dijo la chiquilla—. Otros muchos se han preguntado lo mismo últimamente. Obebe fue el primero en hacerlo y nadie le ha dado una explicación. Obebe dice que eres Tarzán, el enemigo de Obebe y de su pueblo; pero mi padre Khamis dice que eres el demonio del río y que si quisieras huir te transformarías en una serpiente y saldrías de la argolla de hierro que llevas al cuello. La gente se pregunta por qué no lo haces, y muchos empiezan a creer que no eres el demonio del río.
—Acércate, hermosa Uhha —susurró Miranda—, para que sólo tus oídos sean testigo de lo que voy a decirte.
La niña se acercó un poco y se inclinó hacia él, que estaba en cuclillas.
—En verdad soy el demonio del río —dijo Esteban— y voy y vengo como quiero. Por la noche, cuando la aldea duerme, vago por las aguas del Ugogo, pero siempre regreso. Estoy esperando, Uhha, para demostrar a los habitantes de la aldea de Obebe que sé quiénes son mis amigos y mis enemigos. Ya me he enterado de que Obebe no es amigo mío, y no estoy seguro de Khamis. Si Khamis fuera un buen amigo me habría traído buena comida y cerveza para beber. Podría ir adonde quisiera, pero aguardo para ver si hay alguien en la aldea de Obebe que me deje en libertad. Así sabré quién es mi mejor amigo. Si éste existiera, Uhha, la fortuna le sonreiría siempre, todos sus deseos le serían concedidos y viviría hasta una edad avanzada, pues no tendría nada que temer del demonio del río, que lo ayudaría en todas sus empresas. ¡Pero escucha, Uhha: no digas a nadie lo que te acabo de decir! Esperaré un poco más y después, si no encuentro a dicho amigo en la aldea de Obebe, regresaré junto a mi padre y mi madre, el Ugogo, y destruiré a todo el pueblo de Obebe. No quedará ni uno solo con vida.
La muchacha se apartó, aterrada. Era evidente que estaba muy impresionada.
—No tengas miedo —la tranquilizó él—; a ti no te haré ningún daño.
—Pero si destruyes a todo el pueblo…
—Entonces, claro —dijo—, no podré ayudarte; pero esperemos que venga alguien a liberarme para que sepa que tengo aquí al menos un buen amigo. Ahora corre, Uhha, y recuerda que no debes contarle a nadie lo que te he dicho.
Se alejó unos metros y volvió.
—¿Cuándo destruirás la aldea? —preguntó.
—Dentro de unos días —respondió él.
Uhha, temblando de miedo, corrió en dirección a la choza de su padre, Khamis, el hechicero. Esteban Miranda sonrió con satisfacción y se arrastró de nuevo a su agujero para jugar con sus diamantes.
Khamis, el hechicero, no se hallaba en su umbría choza cuando su hija Uhha entró medio desmayada por el miedo. Tampoco se encontraban allí las esposas, que estaban con sus hijos en los campos situados fuera de la empalizada, donde Uhha debería estar. Por eso la niña tuvo tiempo de pensar antes de verlas y recordar lo que casi había olvidado en el primer frenesí del miedo: que el demonio del río le había recalcado que no debía revelar a nadie ni una palabra de lo que le había dicho.
¡Y ella había estado a punto de contárselo todo a su padre! ¿Qué espantosa calamidad le habría ocurrido? Temblaba ante la idea de un destino tan espantoso que ni siquiera podía imaginar. ¡Qué cerca había estado de ello! Pero ¿qué iba a hacer?
Se acurrucó en una alfombra de hierbas tejidas, estrujando su pequeño y salvaje cerebro en busca de una solución al inmenso problema con que se enfrentaba; el primer problema que jamás había encontrado en su joven vida aparte del de cómo eludir más fácilmente su parte en las tareas de los campos, que siempre tenía presente. Entonces, de pronto, se irguió, paralizada en una pétrea rigidez por un pensamiento generado al recordar una de las observaciones que había hecho el demonio del río. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Él había dicho con toda claridad, y lo había repetido, que si lo liberaban sabría que al menos tenía un amigo en la aldea de Obebe, y que cualquiera que lo liberara viviría hasta una edad avanzada y tendría todo lo que deseara. Pero al cabo de unos minutos de pensar Uhha se desanimó de nuevo. ¿Cómo iba ella, una niña, a liberar sola al demonio del río?