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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y los hombres hormiga (8 page)

Los heridos fueron examinados por el joven jefe del grupo, que iba acompañado de los cinco o seis que se habían reunido en torno a él en el momento en que Tarzán lo liberó. El hombre-mono los tomó por lugartenientes o por subjefes. Los vio interrogar a los heridos y a tres de ellos, a todas luces desesperados, el jefe les clavó sin vacilar su espada en el corazón.

Mientras se llevaba a cabo esta medida militar aparentemente cruel, aunque sensata sin lugar a dudas, el resto de guerreros, dirigido por suboficiales, excavaba una larga trinchera junto a los veinte muertos, utilizando como herramienta una robusta pala que llevaban atada a la silla de montar y que podía colocarse sin dificultades en la punta de la lanza. Los hombres trabajaban con extrema rapidez y siguiendo un plan que parecía abominar de los movimientos inútiles, de los que efectuaron un mínimo absoluto. En un espacio de tiempo increíblemente breve habían excavado una trinchera de ciento treinta centímetros de longitud, cuarenta y cinco de anchura y veintitrés de profundidad, cuyo equivalente en tamaño normal habría sido casi cinco metros de longitud, un metro ochenta de anchura y un metro de profundidad. Allí metieron a los muertos como sardinas y en dos capas. Después arrojaron encima tierra suficiente para llenar los intersticios entre los cuerpos y para nivelar la superficie de la capa exterior, tras lo cual empujaron piedras sueltas hasta que los cuerpos estuvieron completamente cubiertos con una capa de cinco centímetros. La tierra que había sobrado de la excavación se esparció por encima.

Cuando este trabajo estuvo terminado, capturaron a los antílopes ilesos y ataron a los heridos sobre sus lomos. A una palabra de su jefe el grupo formó con precisión militar; una parte salió con los heridos y unos instantes después el resto de la tropa montó y se puso en camino. El método de montar y emprender la marcha era único, y constituyó un motivo de considerable interés para Tarzán: los guerreros que iban a pie permanecían en fila frente al joven jefe, que iba montado, igual que los oficiales que lo acompañaban. Cada guerrero sujetaba su montura por las riendas. El jefe hizo una rápida señal sin pronunciar una sola palabra de mando: levantó la espada, la dejó caer con rapidez a un lado y al mismo tiempo hizo dar la vuelta a su montura, que partió de un salto en dirección a la tropa. Las monturas de sus oficiales dieron la vuelta con él, como si actuaran movidos por un solo cerebro; en el mismo instante la montura de cada guerrero alterno en la fila saltaba hacia delante y su jinete montaba con la ligereza de una pluma. En cuanto la primera línea hubo salido, los antílopes de la segunda saltaron en su persecución y sus jinetes montaron como habían hecho los otros y, con un segundo salto más largo, los intervalos se cerraron y la tropa entera avanzó al galope en una línea compacta. Era una evolución muy hábil y práctica y que hacía posible que las tropas montadas se pusieran en movimiento con tanta rapidez como las tropas de a pie; el hecho de tener que tomar distancia, montar y cerrar filas no provocaba ningún retraso.

Mientras la tropa se alejaba al galope, diez guerreros dieron la vuelta en el flanco izquierdo y, siguiendo a uno de los oficiales que se había separado del grupo del jefe de la tropa, volvió junto a Tarzán. Mediante señas comunicó al hombre-mono que tenía que seguir a su grupo, que lo guiaría hasta su destino. El cuerpo principal ya se había alejado mucho a través de la llanura; sus ágiles monturas salvaban un metro y medio o más de un solo salto. Ni siquiera el veloz Tarzán habría podido igualarlos.

Mientras el hombre-mono se alejaba, guiado por el grupo escindido, sus pensamientos fueron a parar un instante al joven alalus, que estaba cazando solo en el bosque, detrás de ellos, pero pronto apartó de su mente a la criatura al comprender que estaba mejor equipado para defenderse que cualquiera de su especie, y que cuando hubiera visitado el país de los pigmeos, regresaría y lo encontraría si lo deseaba.

Tarzán, acostumbrado a las penalidades y a efectuar largas y rápidas marchas, avanzaba con un trote lento como el que podía mantener durante horas sin descanso; sus guías, que hacían trotar a sus ágiles monturas, iban delante. La llanura tenía una pendiente más pronunciada de lo que parecía desde el lindero del bosque, y de vez en cuando se veía un grupo de árboles; la hierba era abundante y se encontraban ocasionales rebaños de la especie más grande de antílope paciendo. Al ver a los jinetes que se aproximaban y la figura comparativamente gigantesca de Tarzán, se dispersaban y echaban a correr. En una ocasión pasaron por delante de un rinoceronte y el grupo sólo dio un ligero rodeo para esquivarlo. Más tarde, en un conjunto de árboles, el jefe detuvo de pronto a su destacamento, cogió su lanza y avanzó de nuevo, lentamente, hacia unos arbustos al tiempo que transmitía una orden a sus hombres, que se separaron y rodearon el matorral.

Tarzán se detuvo y observó la actuación. El viento soplaba de espaldas a él hacia el matorral, de modo que no podía determinar qué clase de criatura, si es que había alguna, había llamado la atención del oficial. Entonces, cuando los guerreros hubieron rodeado por completo los arbustos y los que se hallaban al otro lado se habían acercado a él, con las lanzas bajadas, a punto, oyó un horrible gruñido que salía del centro del matorral, y un instante después un gato montés africano apareció a la vista y saltó directamente sobre el oficial que esperaba con la lanza preparada para recibirlo. El peso y el impulso de la bestia estuvieron a punto de hacer caer del asiento al jinete, que había logrado alcanzar al gato en el pecho con la punta de su lanza. Hubo algunos forcejeos espasmódicos antes de que le llegara la muerte, durante los cuales el hombre habría resultado gravemente herido y quizá muerto si se hubiera roto la lanza, pues el gato era en comparación con él una bestia casi tan grande como lo es el león para nosotros. En el instante en que murió, cuatro guerreros saltaron hacia delante y con sus afilados cuchillos le cortaron la cabeza y lo despellejaron en un tiempo increíblemente breve.

Tarzán no pudo dejar de observar que esta gente lo hacía todo con la máxima eficiencia. No parecía haber ningún movimiento inútil; nunca ninguno de ellos se quedaba sin saber qué hacer, ni un trabajador obstaculizaba a otro. Apenas habían transcurrido diez minutos desde el momento en que habían encontrado el gato y el destacamento ya volvía a estar en marcha, con la cabeza de la bestia atada a la silla de uno de los guerreros y la piel, a la de otro.

El oficial que dirigía el destacamento era un joven un poco mayor que el jefe de la tropa. Tarzán pudo comprobar su valentía por la manera en que se había enfrentado a lo que debía de ser, para unos seres tan diminutos, una bestia de lo más feroz y peligrosa; pero el desesperado ataque del grupo entero a la mujer alalus había demostrado que todos eran valientes, y el hombre-mono admiraba y respetaba el valor. Estos hombrecillos ya le gustaban, aunque a ratos aún le costaba aceptarlos como una realidad, pues siempre estamos inclinados a no creer en la posible existencia de cualquier forma de vida que no nos resulte familiar por asociación o fama creíble.

Llevaban casi seis horas viajando por la llanura; el viento había cambiado y ahora el olfato de Tarzán captó claramente el olor de Bara. El hombre-mono, que no había probado bocado aquel día, estaba hambriento, y el olor de la carne despertó todos los instintos salvajes que su extraña educación fomentaba. Se acercó al jefe del destacamento que lo acompañaba y le hizo señas de que se detuviera; entonces, con toda la claridad que le permitía el lenguaje relativamente laborioso y nunca satisfactorio de los signos, explicó que tenía hambre, que había carne más adelante y que ellos deberían quedarse atrás mientras él proseguía y cazaba a su presa.

Cuando el oficial comprendió y manifestó su asentimiento, Tarzán se dirigió con sigilo hacia un pequeño grupo de árboles tras los cuales su aguzado olfato le indicaba que había varios antílopes, y el destacamento siguió a Tarzán, tan silencioso que ni siquiera el agudo oído del hombre-mono los percibía.

Protegido por los árboles, Tarzán vio una docena o más de antílopes que pacían a poca distancia, de los que el más próximo estaba a apenas treinta metros del bosquecillo. El hombre-mono cogió su arco y un puñado de flechas de su carcaj y avanzó sin hacer ruido hasta el árbol que estaba más cerca del antílope. El destacamento no se quedó muy atrás, aunque se había detenido en cuanto el oficial vio la pieza a la que Tarzán acechaba para no ahuyentarla.

Los pigmeos no sabían nada de arcos y flechas y, por ello, observaban con gran interés todos los movimientos del hombre-mono. Lo vieron ajustar una flecha en arco, tirar de ella hacia atrás y soltarla casi en un solo movimiento, pues era muy rápido con esta arma, y vieron que el antílope daba un salto al recibir el impacto de la flecha, que fue seguida en rápida sucesión por otra y por una tercera. Mientras lanzaba sus flechas, Tarzán saltó hacia delante para perseguir a su presa; pero no había peligro alguno de que la perdiera. Con la segunda flecha el ciervo cayó de rodillas y cuando Tarzán llegó hasta él ya había muerto.

Los guerreros, que habían seguido de cerca a Tarzán, en cuanto vieron que no había necesidad de seguir avanzado con precaución rodearon al antílope y se pusieron a hablar con más excitación de la que les había visto demostrar hasta entonces; su interés al parecer se centraba en los proyectiles mortales que tan fácilmente habían abatido al enorme animal, pues para ellos ese antílope era tan grande como sería para nosotros un elefante; y cuando miraron al hombre-mono sonrieron y se frotaron las palmas de las manos muy rápidamente con un movimiento circular, acción que Tarzán supuso que era como un aplauso.

Después de retirar las flechas y devolverlas a su carcaj, Tarzán hizo señas al jefe del destacamento para le que prestara su estoque. Por un instante el hombre pareció vacilar y todos sus compañeros lo miraron atentamente, pero sacó la espada y se la pasó al hombre-mono. Cuando se ha de comer carne cruda mientras aún está caliente, no hay que sangrar al animal, y Tarzán tampoco lo hizo. Separó un cuarto trasero, cortó la cantidad que deseaba y se puso a devorarla con avidez.

Los hombrecillos contemplaron este acto con sorpresa no exenta de horror, y cuando él les ofreció un poco de la carne, ellos la rechazaron y se apartaron. El hombre-mono no podía saber cómo interpretar su reacción, pero supuso que tenían una fuerte aversión a comer carne cruda. Más adelante se enteraría de que su repulsión se debía al hecho de que, hasta entonces, las únicas criaturas conocidos por ellos que devoraban carne cruda también devoraban a los pigmeos. Por lo tanto, cuando vieron a este poderoso gigante comer cruda la carne del animal al que había matado, no pudieron por menos de sacar la conclusión de que si tenía suficiente hambre se los comería también a ellos.

Tarzán envolvió parte de la carne del antílope en su propia piel y se la ató a la espalda, tras lo cual el grupo reanudó la marcha. Los guerreros ahora parecían inquietos y conversaban en voz baja, mirando de vez en cuando de reojo al hombre-mono. No temían por ellos mismos, puesto que esos guerreros apenas conocía lo que era el miedo. La cuestión que los asustaba se refería a si era prudente llevar ante su gente a un devorador de carne cruda de ese tamaño, que en una sola comida rápida se había zampado el equivalente de un hombre adulto.

La tarde estaba finalizando cuando Tarzán distinguió a los lejos lo que parecía un grupo de montículos simétricos en forma de cúpula y, cuando estuvieron más cerca, un cuerpo de guerreros montados que galopaban hacia ellos. Desde su mayor altura los vio antes que los otros e hizo señas para llamar la atención del oficial y notificarle su descubrimiento, pero los guerreros que venían quedaban ocultos a la vista de sus compañeros debido a las desigualdades del terreno.

Tarzán lo comprendió y se detuvo; antes de que el oficial adivinara sus intenciones había recogido al antílope y a su jinete del suelo y suavemente los elevó por encima del terreno. Por un instante la consternación paralizó a los demás guerreros. Las espadas destellaron y se elevó un grito de advertencia, e incluso el pigmeo que sostenía en la mano sacó su diminuta arma; pero una sonrisa del hombre-mono los tranquilizó a todos, y un instante después el oficial vio por qué Tarzán lo había levantado en vilo. Entonces llamó a los otros y por la actitud de éstos y por la del pigmeo que tenía en la mano, el hombre-mono supuso que el grupo que se aproximaba se componía de amigos de su escolta. Unos minutos más tarde, pudo comprobar lo acertado de su suposición al verse rodeado por varios centenares de pigmeos, todos ellos amigos, impacientes y curiosos. Entre ellos se encontraba el jefe al que había rescatado de la mujer alalus, y lo saludó con un apretón de manos.

Celebraron entonces un consejo el jefe del destacamento que había escoltado al hombre-mono, el joven jefe del grupo más grande y varios guerreros de más edad. Por la expresión de sus caras y el tono de sus voces, Tarzán juzgó que el asunto era serio y estaba seguro de que se refería a él, pues dirigían numerosas miradas en su dirección. Sin embargo, no podía saber que el tema de discusión fuera la información del jefe de la escolta de que su poderoso invitado comía carne cruda y el consiguiente peligro que entrañaba llevarlo entre su gente.

El joven jefe zanjó la cuestión recordándoles que, aunque el gigante debía de estar muy hambriento para haber devorado toda la comida que decían, había viajado durante muchas horas con un grupo reducido de guerreros, siempre a su alcance, y no los había molestado. Esto al parecer fue un argumento definitivo que denotaba sus buenas intenciones y, en consecuencia, la cabalgata se puso en marcha sin más tardanza en dirección a los montículos que ahora se veían claramente a unos dos kilómetros de distancia.

Cuando se acercaron a ellos Tarzán vio lo que parecían innumerables hombrecillos pululando entre los montículos, y al estar más cerca aún se dio cuenta de que éstos eran montones simétricos de pequeñas piedras construidos por los propios pigmeos y que el enjambre que se movía entre ellos eran trabajadores, pues había una larga fila que avanzaba en una dirección, salía de un agujero en el suelo y seguía un camino bien definido hasta un montículo incompleto que evidentemente se hallaba en vías de construcción. Otra fila avanzaba, con las manos vacías, en la dirección opuesta y entraba en tierra a través de un segundo agujero, y en los flancos de cada línea marchaban guerreros armados, separados entre sí, mientras otras filas similares de trabajadores protegidos por los guardias entraban y salían por las aberturas que había en cada una de las estructuras parecidas a cúpulas, lo que recordó al hombre-mono a las hormigas trabajando en sus hormigueros.

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