—
Baba
, ¿cómo destruye —preguntó a su padre cuando éste regresó a la choza más tarde— el demonio del río a los que le hacen daño?
—Como los peces del río, así son los caminos del demonio del río: incontables —respondió Khamis—. Podría hacer que los peces salieran del río, los animales, de la jungla y que nuestras cosechas murieran. Entonces nos moriríamos de hambre. Podría hacer caer el fuego del firmamento por la noche y matar a todo el pueblo de Obebe.
—¿Y crees que nos haría esas cosas a nosotros,
baba
?
—No hará ningún daño a Khamis, que lo salvó de la muerte que Obebe quería infligirle —respondió el hechicero.
Uhha recordó que el demonio del río se había quejado de que Khamis no le había llevado buena comida ni cerveza, pero no dijo nada de ello, aunque se dio cuenta de que su padre distaba de estar tan bien situado en la escala del demonio del río como al parecer él creía estarlo. Adoptó otra táctica.
—¿Cómo puede escapar —preguntó— con el collar puesto? ¿Quién se lo quitará?
—Nadie más que Obebe puede quitárselo; él lleva en su bolsa el trozo de latón que abre el collar —respondió Khamis—. Pero el demonio del río no necesita ayuda, pues, cuando llegue el momento en que desee ser libre, no tiene más que convertirse en serpiente y salir del aro de hierro que rodea su cuello. ¿Adónde vas, Uhha?
—A visitar a la hija de Obebe —gritó por encima del hombro.
La hija del jefe estaba moliendo maíz, como Uhha debería estar haciendo. Levantó la vista y sonrió a la hija del hechicero cuando se aproximó a ella.
—No hagas ruido, Uhha —le previno—, porque Obebe, mi padre, duerme dentro —señaló con la cabeza hacia la choza.
La visitante se sentó y las dos niñas se pusieron a charlar en voz baja. Hablaron de sus adornos, sus peinados y de los jóvenes de la aldea, ahogando risitas cuando se referían a éstos. Su conversación no era diferente de la que podrían mantener dos jovencitas de cualquier raza o clima. Mientras hablaban, Uhha no dejaba de dirigir la vista hacia la entrada de la choza de Obebe y a menudo contraía las cejas en un gesto que indicaba un pensamiento más profundo de lo que sus ociosos comentarios justificaban.
—¿Dónde está —preguntó de pronto— el brazalete de hilo de cobre que el hermano de tu padre te regaló al principio de la última luna?
La hija de Obebe se encogió de hombros.
—Me lo quitó —respondió— y se lo dio a la hermana de su esposa más joven.
Uhha parecía alicaída. ¿Podría ser que codiciara la pulsera de cobre? Sus ojos escrutaron de cerca a su amiga. Frunció el entrecejo hasta casi unir las cejas, concentrada en sus pensamientos. De pronto se le iluminó el rostro.
—¡El collar de abalorios que tu padre quitó del cuerpo del guerrero que capturó para el último festín! —exclamó—. ¿No lo habrás perdido?
—No —respondió su amiga—. Está en casa de mi padre. Cuando muelo maíz me estorba y no me lo he puesto.
—¿Puedo verlo? —pidió Uhha—. Iré a buscarlo.
—No; despertarás a Obebe y se enfadará mucho —dijo la hija el jefe.
—No lo despertaré —replicó Uhha, y se arrastró hacia la entrada de la choza.
Su amiga intentó disuadirla.
—Iré a buscarlo en cuanto
baba
haya despertado —dijo a Uhha, pero ésta no le prestó atención y gateó con sigilo hasta el interior de la choza. Una vez dentro esperó en silencio hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Obebe yacía despatarrado sobre una estera arrimada a la pared opuesta de la choza. Roncaba sonoramente. Uhha se arrastró hacia él. Se movía como Sheeta, el leopardo. El corazón le latía como un
tam-tam
cuando la danza se halla en su apogeo. Temía que el ruido de sus palpitaciones y de su respiración rápida despertara al jefe, al que temía tanto como al demonio del río; pero Obebe siguió roncando.
Uhha se acercó a él. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra del interior de la choza. Junto a Obebe, casi oculta bajo su cuerpo, vio la bolsa del jefe. Alargó el brazo con cautela y con mano temblorosa cogió la bolsa. Intentó sacarla de debajo del cuerpo del hombre dormido, que se agitó inquieto. Uhha se retiró, aterrada. Obebe cambió de postura y Uhha creyó que había despertado. De no haber estado paralizada por el terror habría huido precipitadamente, pero por fortuna no podía moverse, y entonces oyó que Obebe reanudaba los ronquidos que había interrumpido; pero había perdido el valor y sólo pensaba en escapar de la choza sin que la descubrieran. Lanzó una última mirada asustada al jefe para asegurarse de que aún dormía. Sus ojos se posaron en la bolsa. Obebe se había dado la vuelta y ahora se hallaba al alcance de la mano, libre del peso de su cuerpo.
La chiquilla alargó el brazo, pero retiró la mano con brusquedad. Se volvió. Tenía el corazón en la boca. Se tambaleó, mareada, y luego pensó en el demonio del río y en las posibilidades de una muerte horrible que éste tenía en sus manos. De nuevo alargó el brazo para coger la bolsa y esta vez lo consiguió. La abrió apresuradamente y examinó el contenido: allí estaba la llave de latón. La reconoció porque era lo único cuyo fin ella desconocía. La argolla, la cadena y la llave habían sido arrebatadas a un mercader de esclavos árabe al que Obebe había matado y devorado y, como algunos ancianos de su aldea habían lucido cadenas similares en el pasado, no resultaba difícil utilizarlo para sus propósitos cuando la ocasión lo exigía.
Uhha cerró enseguida la bolsa y la volvió a dejar al lado de Obebe. Luego, aferrando la llave en la palma de la mano, se arrastró deprisa hacia la puerta.
Aquella noche, después de que los fuegos para cocinar se habían convertido en ascuas y se extinguían cubiertos con tierra, cuando los súbditos de Obebe se habían retirado a sus respectivas cabañas, Esteban Miranda percibió un movimiento cauto a la entrada de su choza. Escuchó con atención: alguien estaba entrando a rastras. Alguien o algo.
—¿Quién es? —preguntó el español, haciendo esfuerzos para impedir que le temblara la voz.
—¡Silencio! —respondió la intrusa en voz baja—. Soy yo, Uhha, la hija de Khamis, el hechicero. He venido a liberarte para que sepas que tienes una buena amiga en la aldea de Obebe y no nos destruyas.
Miranda sonrió. Su insinuación había dado frutos antes de lo que él se había atrevido a esperar, y era evidente que la muchacha había obedecido su petición de que no contara nada. En este asunto había razonado mal, pero no tenía importancia, ya que su único objetivo en la vida —la libertad— iba a cumplirse. Había advertido a la chiquilla que guardara silencio creyendo que era la manera más segura de difundir el mensaje que él deseaba que se propagara por la aldea, pues estaba seguro de que llegaría a oídos de algunos salvajes supersticiosos con medios para liberarlo.
—¿Y cómo vas a liberarme? —preguntó Miranda.
—¡Mira! —dijo Uhha—. Traigo la llave de la argolla que llevas al cuello.
—¡Bien! —exclamó el español—. ¿Dónde está? —Uhha se acercó al hombre, se la entregó y se dio la vuelta para marcharse.
—¡Espera! —le pidió el prisionero—. Cuando esté libre debes guiarme hasta la jungla. El que me libere debe hacer esto para ganarse el favor del dios del río.
Uhha tenía miedo, pero no se atrevió a negarse. Miranda hurgó unos minutos en la antigua cerradura hasta que por fin la gastada llave que le había traído la niña cedió. Luego volvió a cerrar el candado y, llevando la llave consigo, se arrastró hacia la entrada.
—Dame armas —susurró a la niña, y Uhha partió a través de las sombras de la calle de la aldea.
Miranda sabía que la niña estaba aterrorizada, pero confiaba en que ese mismo miedo la haría volver junto a él con las armas. No se equivocó, pues apenas habían transcurrido cinco minutos cuando Uhha regresó con un carcaj con flechas, un arco y un gran cuchillo.
—Ahora llévame hasta la puerta de la aldea —ordenó Esteban.
Manteniéndolo lejos de la calle principal, y lo más alejado de las chozas como le era posible, Uhha condujo al fugitivo hacia las puertas de la aldea. La sorprendió un poco que un demonio del río no supiera abrirlas por sí mismo, pues creía que ellos lo sabían todo; pero hizo lo que el hombre le pedía, le enseñó cómo retirar la gran barra y le ayudó a empujar las puertas para abrirlas lo suficiente para pasar. Detrás de ellas se extendía el claro que conducía al río, y a ambos lados se elevaban los gigantes de la jungla. Reinaba la oscuridad y Esteban Miranda descubrió de pronto que su recién hallada libertad tenía sus inconvenientes: avanzar en solitario por la noche en la oscura y misteriosa jungla lo llenaba de un vago temor.
Uhha se retiró de las puertas. Había cumplido su parte y salvado a la aldea de la destrucción. Ahora deseaba cerrarlas y regresar enseguida a la choza de su padre para acostarse, temblando de excitación y de terror ante la mañana… que revelaría a la aldea la huida del demonio del río.
Esteban la cogió del brazo.
—Ven —dijo— a recibir tu recompensa.
Uhha dio un tirón para apartarse.
—¡Suéltame! —exclamó—. Tengo miedo.
Pero también Esteban tenía miedo, y había decidido que la compañía de aquella niña negra sería mejor que no disponer de ninguna en las profundidades de la solitaria jungla. Posiblemente cuando amaneciera le dejaría regresar con su gente, pero esa noche Esteban sentía escalofríos sólo de pensar en penetrar en la jungla sin compañía humana.
Uhha intentó liberarse de la mano de Esteban. Forcejeó como una pequeña leona y habría alzado la voz para lanzar un grito salvaje pidiendo ayuda si Miranda, de pronto, no le hubiera tapado la boca con la mano para después levantarla en vilo y correr velozmente por el claro hasta desaparecer en la jungla.
Detrás de ellos los guerreros de Obebe el caníbal dormían en pacífica ignorancia de la súbita tragedia que acaba de sufrir la pequeña Uhha, y ante ellos, en la lejana jungla, un león lanzó un rugido atronador.
T
RES personas salieron del porche del bungaló africano de lord Greystoke y enfilaron con paso lento el sendero bordeado de rosales que trazaba una elegante curva en los terrenos bien cuidados, aunque sin pretensiones, que rodeaban la casa de una sola planta del hombre-mono. Eran dos hombres y una mujer, todos ellos vestidos de caqui; el de más edad llevaba casco de aviador y unas gafas de vuelo en una mano. Sonreía en silencio mientras escuchaba al hombre más joven.
—No lo harías si madre estuviera aquí —dijo este último—; ella nunca te lo permitiría.
—Me temo que tienes razón, hijo —respondió Tarzán—, pero efectuaré este viaje solo, y te prometo que no volveré a volar hasta que ella regrese. Tú mismo has dicho que soy un alumno apto y que, si fueras instructor, confiarías plenamente en mí después de haber dicho que soy absolutamente competente para pilotar solo. ¿Eh, Meriem? ¿No es cierto? —preguntó a la mujer.
Ella hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Siempre temo por ti,
mon père
—respondió ella—. Corres tantos riesgos que parece que te consideres inmortal. Deberías tener más cuidado.
El hombre más joven pasó un brazo sobre los hombres de su esposa.
—Meriem tiene razón —dijo—: deberías tener más cuidado, padre.
Tarzán se encogió de hombros.
—Si os hubiera hecho caso a ti y a tu madre, hace tiempo que mis nervios y mis músculos se habrían atrofiado. Me fueron dados para que los utilizara y tengo intención de utilizarlos… con discreción. No cabe duda de que pronto seré viejo e inútil, y durante mucho tiempo.
De pronto del bungaló salió un niño, perseguido por una institutriz sudorosa, y corrió a ponerse al lado de Meriem.
—Mami —dijo—. ¿
Dackie Doe
? ¿
Dackie doe
?
—Déjale que venga —declaró Tarzán.
—¡Bien! —exclamó el niño, volviéndose con aire de triunfo hacia la institutriz—. ¡
Dacke do doe yalk
!
En la llanura que se extendía desde el bungaló hasta la distante jungla, cuyas verdes masas y profundas sombras apenas se distinguían al noroeste, se encontraba un biplano. A su sombra se hallaban recostados dos guerreros waziri a los que Korak, el hijo de Tarzán, había enseñado mecánica y a pilotar el aparato, hecho que no había carecido de peso en la decisión de Tarzán de los Monos de perfeccionarse en el arte del vuelo, ya que, como jefe de los waziri, no estaba bien que los guerreros de inferior categoría fueran mejores que él en ningún aspecto. Tarzán se ajustó el casco y las gafas y subió a la cabina.
—Será mejor que me lleves contigo —aconsejó Korak.
Tarzán negó con la cabeza y sonrió con afabilidad.
—Entonces, llévate a uno de los muchachos —insistió su hijo—. Podrías tener algún problema y verte obligado a efectuar un aterrizaje forzoso, y si no va contigo ningún mecánico para hacer reparaciones, ¿qué harás?
—Andar —respondió el hombre-mono—. ¡Dale la vuelta, Andua! —ordenó a uno de los negros.
Unos instantes después el aparato avanzaba dando tumbos por la sabana, desde la que se elevó directamente en un vuelo suave y fácil. Trazó un círculo para ganar altitud y luego se alejó a gran velocidad, mientras los seis que habían quedado en tierra aguzaban los ojos hasta que la oscilante mancha desapareció por completo de su vista.
—¿Adónde supones que va? —preguntó Meriem.
Korak hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Supongo que no va a ningún sitio en concreto —respondió—; simplemente quiere hacer solo su primer vuelo de prácticas. Pero conociéndolo como lo conozco, no me sorprendería que se le hubiera metido en la cabeza ir hasta Londres a ver a mi madre.
—¡Pero tal vez no llegue nunca! —exclamó Meriem.
—Ningún hombre corriente llegaría, con la poca experiencia que él tiene; pero tendrás que admitir que papá no es un hombre corriente.
Durante hora y media Tarzán voló sin alterar el rumbo y sin darse cuenta del paso del tiempo o de la gran distancia que había cubierto, complacido como estaba con la facilidad con la que controlaba el aparato y con ese nuevo poder que le daba la libertad y la movilidad de los pájaros, los únicos habitantes de su amada jungla a los que alguna vez había envidiado.
Entonces distinguió al frente una gran cuenca, o lo que estaría mejor descrito como una serie de cuencas rodeadas de colinas boscosas, y enseguida reconoció a la izquierda el sinuoso Ugogo; pero la región de las cuencas era nueva para él y estaba desconcertado. Reconoció al mismo tiempo otro hecho: que se hallaba a más de ciento sesenta kilómetros de casa. Decidió regresar enseguida, pero el misterio de las cuencas lo tentaba, no podía regresar sin verlas más de cerca. ¿Por qué nunca había dado con aquella zona en sus muchos desplazamientos? ¿Por qué ni siquiera había oído hablar de ella a los nativos que vivían en zonas desde las que se podía acceder fácilmente? Descendió un poco para inspeccionar mejor las cuencas, que ahora le parecieron una serie de cráteres poco profundos de volcanes extinguidos mucho tiempo atrás. Vio bosques, lagos y ríos, cuya existencia ni siquiera había soñado, y luego, de pronto, descubrió una solución al aparente misterio de que existiera, en un país que él conocía bien, una extensión muy grande que tanto él como los nativos de la región que la rodeaba desconocían por completo. Entonces lo reconoció: era el llamado Gran Bosque de Espinos. Durante años había conocido aquella impenetrable jungla que, según se suponía, cubría una amplia zona de territorio en la que sólo los animales más pequeños podían aventurarse. Mientras la sobrevolaba, vio que no era más que una franja relativamente estrecha que rodeaba una región habitable de aspecto agradable; pero era una franja tan cruelmente peligrosa que había protegido de los ojos del hombre el secreto que contenía.