Tarzán y los hombres hormiga (28 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Los dos gatos atacaron y retrocedieron, dando un rápido salto hacia delante y otro igualmente rápido hacia atrás, pues habían conocido el sabor del afilado acero con el que los humanos se defendían. Los dos hombres estaban a punto de llegar a la reja; un poco más y podrían pasar al otro lado. Los gatos volvieron a atacar y de nuevo fueron impulsados al otro extremo del pozo. El hombre de la cámara de al lado abrió de pronto la reja.

—¡Rápido! —exclamó, y en el mismo instante dos figuras cayeron de la boca del pozo y, apretadas en un abrazo, rodaron hasta el suelo directamente en el camino de los carnívoros que atacaban.

CAPÍTULO XX

C
UANDO Tarzán y Komodoflorensal se dieron cuenta de que Talaskar y Janzara yacían expuestas al ataque salvaje de las hambrientas bestias, echaron a correr hacia las dos muchachas. Como había ocurrido cuando Komodoflorensal había caído al pozo, los gatos se asustaron con la súbita aparición de estos dos nuevos humanos, y en el primer instante de su sorpresa volvieron a saltar hacia el otro extremo de la cámara.

Janzara había perdido su daga al caer al pozo y ahora Talaskar la vio en el suelo, junto a ella. Soltó a la princesa, cogió el arma y se puso en pie de un salto. Tarzán y Komodoflorensal ya se encontraban a su lado y los gatos volvían al ataque.

Janzara se levantó despacio y medio aturdida. Miró alrededor, con su maravillosa belleza desfigurada por el terror, y al hacerlo el hombre de la cámara contigua la vio.

—¡Janzara! —exclamó—. ¡Princesa mía, allá voy! —Agarró el banco en el que había estado sentado, que era lo único que había en la cámara que pudiera utilizarse como arma, abrió la reja de par en par y saltó a la cámara donde ahora los cuatro se enfrentaban a las enfurecidas bestias.

Ambos animales, que sangraban por numerosas heridas, estaban locos de dolor, rabia y hambre. Lanzando gritos y gruñidos se arrojaron a las espadas de los dos hombres, que cubrían con sus cuerpos los de las dos mujeres y retrocedían lentamente hacia la reja. Entonces se unió a ellos el hombre con el banco y los tres repelieron los ataques de los enfurecidos carnívoros.

El banco resultó ser tan buena arma de defensa como las espadas, y así juntos los cinco fueron retrocediendo hasta que, de pronto, y sin nada que lo advirtiese, los gatos saltaron a un lado y se colocaron detrás del grupo como si percibieran que las mujeres serían una presa más fácil. Uno de ellos se habría apoderado de Janzara, si el hombre del banco, poseído al parecer por una fuerza demoníaca, no hubiera saltado sobre el animal con su extraña arma y no lo hubiera obligado con sus golpes desesperados a abandonar a la princesa.

Ni siquiera entonces dejó el hombre de seguir al animal, sino que, blandiendo el banco, lo persiguió, así como a su compañero, con gritos tan terribles y golpes tan prodigiosos que, para escapar de él, ambos gatos terminaron metiéndose en la cámara que el hombre había ocupado. Antes de que pudieran volver al ataque, les cerró la reja y los dejó dentro. Entonces se dio media vuelta y miró a los otros cuatro.

—¡Zoanthrohago! —exclamó la princesa.

—¡Tu esclavo! —respondió el noble, hincando una rodilla en el suelo e inclinándose hacia atrás con los brazos extendidos.

—Me has salvado la vida, Zoanthrohago —dijo Janzara—. ¡Después de todas las indignidades que te he hecho! ¿Cómo podré recompensarte?

—Te amo, princesa, como sabes desde hace tiempo —declaró el hombre—, pero ahora es demasiado tarde, pues mañana moriré según la voluntad del rey. Elkomoelhago ha hablado, y, aunque tú seas su hija, no dudo en decir que su ignorancia le impide cambiar la decisión que ha tomado.

—Lo sé —dijo Janzara—. Es mi progenitor pero no lo amo. Mató a mi madre en un ataque de celos irrazonables. Es un necio; el más necio de todos los necios.

De pronto se volvió a los otros.

—Estos esclavos quieren escaparse, Zoanthrohago —dijo—. Con mi ayuda podrían conseguirlo. Con su ayuda también lograríamos escapar y encontrar asilo en su tierra.

—Si es que alguno de ellos tiene suficiente poder en su ciudad natal —replicó Zoanthrohago.

—Éste —dijo Tarzán, viendo una milagrosa oportunidad de alcanzar la libertad— es el hijo de Adendrohahkis, rey de Trohanadalmakus, el primogénito y zertolosto.

Janzara miró a Tarzán un instante después de que hubiera terminado de hablar.

—He sido perversa, Zuanthrol —declaró—; pero creí que te quería y, como soy la hija de un rey, pocas veces se me ha negado nada de lo que he deseado —y dirigiéndose a Talaskar dijo—: Toma a tu hombre, muchacha, y sé feliz con él —y empujó suavemente a Talaskar hacia el hombre-mono; pero Talaskar se echó atrás.

—Estás confundida, Janzara —dijo—. No amo a Zuanthrol, ni él me ama a mí.

Komodoflorensal miró a Tarzán como si esperara verlo negar sin titubeos la verdad de la afirmación de Talaskar, pero el hombre-mono hizo gestos de asentimiento con la cabeza.

—¿Quieres decir —preguntó Komodoflorensal— que no amas a Talaskar? —y miró directamente a los ojos de su amigo.

—Al contrario, la quiero mucho —respondió Tarzán—; pero no del modo en que creías, ¿o debería decir que temías? La quiero porque es una buena chica y una amiga fiel, y también porque tenía problemas y necesitaba el amor y la protección que sólo tú y yo podíamos darle; pero como hombre que ama a su compañera, no la amo, pues tengo compañera en mi país, que está más allá de los espinos.

Komodoflorensal no dijo nada más, pero pensó mucho. Pensó qué significaría regresar a su ciudad donde era el zertolosto, y donde, según las costumbres seculares, debería casarse con una princesa de otra ciudad. Pero él no quería a ninguna princesa; él quería a Talaskar, la pequeña esclava de Veltopismakus, que apenas conocía a su propia madre y probablemente jamás había oído hablar de su padre, si es que su madre sabía algo.

Quería a Talaskar, pero en Trohanadalmakus sólo podría tenerla como esclava. Su amor por ella era real y por tanto no podía insultarla pensado una cosa así. Si no podía hacerla su princesa, no la tendría en absoluto, y por ello Komodoflorensal, el hijo de Adendrohahkis, estaba triste.

Pero no tenía mucho tiempo para entretenerse con su tristeza, pues los otros estaban planeando la mejor manera de escapar.

—Los guardianes bajan a alimentar a los gatos por este lado —dijo Zoanthrohago, señalando una puertecita que había en la pared del pozo opuesto a aquel que conducía a la cámara en la que había estado encarcelado.

—Dudo que no esté cerrada con cerrojo —dijo Janzara—, pues ningún prisionero podría llegar a ella sin cruzar la cámara donde estaban los gatos.

—Ya lo veremos —dijo Tarzán, y cruzó la estancia.

Bastó un instante para abrirla, y quedó al descubierto un estrecho corredor. Uno tras otro, los cinco se arrastraron por la pequeña abertura y, siguiendo el corredor, ascendieron un trecho, alumbrando el camino con velas que habían cogido en la guarida de los carnívoros. En lo alto había una puerta que daba a un ancho corredor, en el que a poca distancia se encontraba un guerrero que parecía hacer guardia ante una puerta.

Janzara atisbó por la pequeña rendija que Tarzán había abierto en la puerta y vio el corredor y al hombre.

—¡Bien! —exclamó—. Es mi corredor y el guerrero está de guardia ante mi puerta. Lo conozco bien. Gracias a mí ha escapado al pago de sus impuestos durante las últimas treinta lunas. Moriría por mí. ¡Vamos! No tenemos nada que temer.

Entró con atrevimiento en el corredor y se aproximó al centinela, mientras los otros la seguían.

Hasta que el guardia no la reconociera existía el peligro de que el tipo diera la alarma, pero en cuanto vio de quién se trataba se volvió un corderito.

—Eres ciego —le dijo ella.

—Si la princesa Janzara lo desea —respondió él. Ella le contó lo que deseaba: cinco diadets y algunos uniformes de guerreros. El hombre miró a los que estaban con ella y, evidentemente, reconoció a Zoanthrohago y adivinó quiénes eran los otros dos hombres.

—No sólo seré ciego para mi princesa —dijo—, sino que mañana moriré por ella.

—Ve a buscar seis diadets —ordenó la princesa.

Luego volvió junto a Komodoflorensal.

—¿Eres el príncipe real de Trohanadalmakus? —preguntó.

—Lo soy —respondió él.

—¿Y si te muestro el camino a la libertad no nos harás esclavos?

—Te llevaré a la ciudad como esclava y después te liberaré —manifestó él.

—Esto es algo que pocas veces se ha hecho —reflexionó ella—, al menos en el tiempo que recuerdan los hombres de Veltopismakus. Me pregunto si tu padre lo permitirá.

—No es algo que carezca de precedentes —replicó Komodoflorensal—. Se ha hecho pocas veces, pero se ha hecho. Creo que puedes estar segura de recibir una acogida amistosa en la corte de Adendrohahkis, donde la sabiduría de Zoanthrohago será apreciada y recompensada.

Pasó largo rato hasta que el guerrero regresó con los diadets. Tenía el rostro bañado en sudor y las manos manchadas de sangre.

—He tenido que pelear para conseguirlos —dijo— y tendremos que pelear para utilizarlos si no nos damos prisa. Toma, príncipe, he traído armas —y entregó una espada y una daga a Zoanthrohago.

Montaron sin tardanza. Era la primera experiencia de Tarzán sobre una de las pequeñas monturas nerviosas y activas de los minunianos; pero descubrió que la silla estaba bien diseñada y que el diadet era fácil de controlar.

—Me seguirán desde el corredor del rey —explicó Oratharc, el guerrero que había ido a buscar los diadets—. Sería mejor, pues, salir por uno de los otros.

—Trohanadalmakus está al este de Veltopismakus —dijo Zoanthrohago— y si salimos por el Corredor de las Mujeres con dos esclavos de Trohanadalmakus supondrán que vamos allí; pero si salimos por otro corredor, no estarán seguros y si pierden un poco de tiempo en empezar la persecución tendremos esa ventaja. Si vamos directos hacia Trohanadalmakus, nos atraparán casi con toda seguridad, ya que utilizarán los diadets más veloces para perseguirnos. Nuestra única esperanza reside en engañarlos respecto a nuestra ruta o nuestro destino, y para conseguirlo creo que deberíamos salir por el Corredor de los Guerreros o por el de los Esclavos, cruzar las colinas del norte de la ciudad, dar la vuelta al norte y al este y no girar hacia el sur hasta que hayamos pasado de largo Trohanadalmakus. De esta manera llegaremos a la ciudad por el este mientras nuestros perseguidores vigilan la zona oeste de la ruta de Trohanadalmakus a Veltopismakus.

—Salgamos, pues, por el Corredor de los Guerreros —sugirió Janzara.

—Los árboles y arbustos nos ocultarán mientras vamos hacia el norte de la ciudad —dijo Komodoflorensal.

—Deberíamos irnos enseguida —apremió Oratharc.

—Entonces sal primero con la princesa —dijo Zoanthrohago—, pues existe la posibilidad de que el guardia de la entrada la deje pasar con su grupo. Nosotros nos embozaremos bien con nuestras capas de guerreros. ¡Vamos, abrid la marcha!

Janzara y Oratharc se pusieron al frente y los demás los siguieron de cerca a un trote regular por el corredor circular en dirección al de los Guerreros, y no fue hasta que entraron en este último cuando vieron alguna señal de persecución. Incluso entonces, aunque oían voces de hombres detrás de ellos, vacilaron en iniciar un paso más rápido por miedo a levantar las sospechas de los guerreros de la sala de guardia, por delante de la cual debían pasar al llegar cerca de la boca del corredor.

Nunca el Corredor de los Guerreros había parecido tan largo a ninguno de los veltopismakusianos del grupo como esa noche; nunca habían deseado tanto hacer correr a sus diadets como entonces; pero mantuvieron sus monturas a un paso regular para no sugerir al más receloso que aquellas seis personas pretendían escapar, la mayoría de ellos de la muerte.

Casi habían llegado a la salida cuando se dieron cuenta de que sus perseguidores habían entrado en el Corredor de los Guerreros detrás de ellos y que avanzaban a paso rápido.

Janzara y Oratharc se pararon junto al centinela de la boca del corredor cuando él se interpuso en su camino.

—¡La princesa Janzara! —anunció Oratharc—. ¡Deja paso a la princesa Janzara!

La princesa se apartó la capucha de la capa de guerrero que llevaba para mostrar su rostro, conocido y temido por todos los guerreros de la Cúpula Real. El guardia vaciló.

—¡Apártate, hombre! —exclamó la princesa—, o pasaré por encima de tu cuerpo.

Se oyó un fuerte grito detrás de ellos. Por el corredor galopaba velozmente hacia ellos un grupo de guerreros montados en sus diadets. Los guerreros gritaban algo, cuyo sentido quedaba tapado por el ruido; pero el centinela recelaba.

—Espera hasta que llame al novand de la guardia, princesa —dijo—. Ocurre algo y no me atrevo a dejar pasar a nadie sin autorización. ¡Espera! Ahí está. —Y el grupo se volvió para ver a un novand salir por la puerta de la sala de guardias, seguido por un número de guerreros.

—¡Cabalgad! —gritó Janzara, y espoleó a su diadet, que se lanzó directo sobre el único centinela que estaba en su camino.

Los otros subieron rápidamente a sus monturas e iniciaron la persecución. El centinela cayó al suelo y golpeó valientemente con su estoque las patas y vientres de los diaets que pasaban volando por encima de él. El novand y sus hombres salieron precipitados de la sala de la guardia justo a tiempo de chocar con los perseguidores, quienes de inmediato supusieron que eran miembros rezagados del grupo que huía. Los breves minutos en que pelearon, antes de que pudieran dar explicaciones y ser comprendidos, permitieron a los fugitivos pasar entre los árboles del lado oeste de la ciudad, torcer hacia el norte y encaminarse a las colinas que apenas eran visibles a la luz de una noche despejada pero sin luna.

Oratharc, que decía conocer los senderos de las colinas perfectamente, encabezaba la marcha. Los otros lo seguían lo más de cerca posible. Komodoflorensal y Tarzán cerraban la comitiva. Así avanzaron en silencio a través de la noche, serpenteando por accidentados senderos de montaña, saltando de vez en cuando de roca en roca donde en el sendero mismo no había dónde asentar el pie. Se metieron en húmedos barrancos, gatearon a través de densa vegetación por sendas como túneles que seguían sus vueltas o que ascendían por el lado opuesto hasta una estrecha cresta o una amplia meseta; y durante toda la noche no vieron ninguna señal de persecución.

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