Tatuaje II. Profecía (26 page)

Read Tatuaje II. Profecía Online

Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

—¿Qué quieres de mí? —preguntó; Álex se dio cuenta de que David estaba temblando—. ¿Debo temerte?

De nuevo resonó una carcajada, esta vez más larga y humana que la anterior.

—Todo el mundo debería temerme, David. El poder es temible, y dentro de mí hay un inmenso poder… Pero te estoy agradecido por haberme reanimado.

—La verdad es que yo no he hecho nada. Ni siquiera sé cómo ha ocurrido. Fue cuando Álex me golpeó; así que me imagino que ha debido de hacerlo él.

Los ojos del Nosferatu se desviaron hacia el cuerpo petrificado de Álex y clavaron en él sus signos llameantes. Fue como si una fuerza invisible descargase un latigazo sobre la espalda del muchacho, que cayó al suelo de rodillas, doblado de dolor.

—¿Qué le ocurre? —preguntó David, asustado—. ¿Eso se lo has hecho tú?

—No he hecho más que devolverle el golpe —repuso el Nosferatu. El movimiento de sus labios estaba ligeramente desincronizado con los sonidos que emitían—. Era lo justo, ¿no te parece?

Una sombra de rabia atravesó el rostro de David.

—Se ha puesto como loco conmigo —contestó, mirando fijamente a Álex—. No sabía que me odiara tanto…

—Te odia. Odia todo lo que representáis tú y tu hermana. La máscara ha caído, tú no tienes la culpa. Todo lo que tienes que hacer es ignorarle.

Un frío insoportable había comenzado a invadir las entrañas de Álex. Intentó hablar una vez más, atraer la atención de David para sustraerle al influjo del Nosferatu, pero su garganta seguía muerta, incapaz de emitir ni el más leve sonido.

La mirada confusa de David vagó un instante sobre el cuerpo derrotado de su amigo antes de volver a encadenarse a la criatura tatuada.

—¿Qué va a pasar con él? —preguntó en voz baja.

—Nada. Lo que tenía que pasar ya ha pasado. Lo único que tienes que hacer es salir de aquí sin volver la vista atrás y no volver a pensar jamás en él. A cambio, puedo devolverte lo que tanto deseas… Lo que estabas buscando cuando viniste aquí.

David tragó saliva.

—¿Tú sabes… sabes lo que yo…?

—Tenías un don —dijo la voz de Álex desde la boca repugnante del Nosferatu—. Tenías un don irrepetible, único en el mundo, y lo perdiste por su culpa. Yo puedo devolvértelo.

—¿Cómo?

La voz de David vibraba de esperanza.

—Dame la mano —susurró el monstruo extendiendo un brazo rígido, completamente cubierto de descoloridos dibujos—. ¿Te repugna tocar una piel muerta? No seas cobarde. Esta piel contiene los secretos del mundo, ¿recuerdas? Dame la mano y no te arrepentirás.

David alzó ligeramente su mano enguantada y la mantuvo a medio camino en el aire, sin decidirse a tocar al monstruo. Su cuerpo temblaba tanto que parecía a punto de perder el equilibrio. Unos segundos más, y el Nosferatu le tocaría…

Álex supo con toda certeza que ese sería su final.

En realidad, ya había comenzado a morir. Una parte de su voluntad le había abandonado, dejándolo congelado por dentro. También algunos de sus recuerdos, una parte importante de todo lo que conocía. Era como si el monstruo los hubiese aspirado.

Mejor dicho, la sombra del monstruo. Con la escasa lucidez que le quedaba, Álex se dio cuenta de que era la oscuridad del espejo la que le estaba debilitando, la que le estaba robando sus facultades. El Nosferatu no era más que el envoltorio. Su fuerza espiritual, una fuerza maligna y antigua como el hombre mismo, provenía de las tinieblas del espejo.

No le quedaba mucho tiempo; como mucho, unos segundos. Tenía que hacer un último intento antes de entregarse; antes de que aquella oscuridad le succionase el alma para fundirla con su propia y retorcida vida.

Como en un fogonazo, vio el rostro sereno y puro de Nieve. El poder de la voz; el arte que Nieve le había enseñado. Podía romper la prisión de silencio que le atenazaba si lograba concentrarse lo suficiente. Podía hablar con el sonido de su propia agonía, y conseguir que David le escuchase a él en lugar de al monstruo.

Le dolió como si un río de piedras afiladas arañase las paredes de su laringe, brutal y destructivo. Y sonó como una cascada de cristales rotos, fluyendo en un grito incontenible desde su garganta hacia el espejo.

David pareció despertar de un sueño. Sus ojos se clavaron en los de Álex con expresión de profundo terror. Álex supo que, en un instante, lo había comprendido todo.

La mano del muchacho cayó lentamente.

—No —dijo en un susurro—. No lo haré. No voy a traicionar a mi amigo.

El Nosferatu lanzó una espeluznante carcajada que hizo temblar el suelo de la estancia.

—Ya lo has traicionado —dijo, cuando los ecos de su risa inhumana se apagaron del todo—. No has hecho nada para ayudarle cuando aún había tiempo… Y ahora ya es demasiado tarde.

Los ojos de David no se habían apartado de Álex mientras el monstruo hablaba. Venciendo el dolor, Álex consiguió desviar la mirada unos milímetros en dirección al espejo. El movimiento de sus iris fue casi imperceptible, pero David estaba tan concentrado en observarlo que lo notó. Instantáneamente, se dio cuenta de lo que ocurría. Captó el espesor de las sombras que brotaban del espejo, y supo que una parte de la fuerza del Nosferatu habitaba en aquel reflejo oscuro. Álex lo vio lanzarse sobre la bruñida superficie y golpearla brutalmente con su mano sana.

El cristal reflectante se hizo añicos, y los pedazos cayeron al suelo como una lluvia de agujas de vidrio.

Antes de que el Nosferatu tuviese tiempo de volverse hacia el espejo roto, el fuego de sus pupilas se apagó. Álex comprobó con infinito alivio que había recuperado el dominio de su cuerpo. Sin embargo, al intentar incorporarse, sintió un dolor atroz en los músculos de la espalda. Sus piernas se doblaban como cartón mojado.

—Tenemos que irnos, antes de que reaccione —dijo David, asiéndolo de un brazo y pasándoselo sobre los hombros—. Vamos, Álex, tienes que hacer un esfuerzo…

Álex obedeció y dio un par de pasos. Poco a poco, sus miembros iban recuperando firmeza. El Nosferatu, mientras tanto, permanecía tan inmóvil y encorvado como al principio. Nada en su rostro ni en su actitud indicaba que quedara en él ni el más leve rescoldo de vida.

David tuvo que soltar a Álex para intentar abrir la puerta. Álex observó su mano cubierta de arañazos sanguinolentos forcejeando con el picaporte. Después de unos minutos, la puerta cedió con un chasquido, y una explosión de luz invadió la cámara secreta de la biblioteca.

David traspasó el umbral y, ya al otro lado, se volvió.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó, tendiendo una mano.

Álex iba a extender la suya cuando oyó a su espalda un rumor tan débil como un suspiro. Un rumor que, insensiblemente, fue transformándose en un lejano flujo de palabras.

—Solo yo puedo ayudarte. —La voz que le hablaba era la suya, y sonaba muy profunda y lejana, amortiguada por una distancia infinita en el espacio y en el tiempo—. Solo yo puedo impedir que Erik despierte…

Olvidándose de David y de la claridad que le aguardaba al otro lado de la puerta, Álex se giró, tembloroso. La figura del Nosferatu seguía en el mismo lugar, pero un rescoldo rojizo animaba sus pupilas negras.

No pudo controlarse. La rabia transformó su temor en decisión, y, reuniendo las escasas fuerzas que le quedaban, descargó un violento puñetazo en el rostro reseco del monstruo.

El Nosferatu cayó derribado como un muñeco. Al chocar con el suelo, la apergaminada piel que lo cubría se deshizo en una nube de escamas polvorientas que quedaron flotando alrededor de Álex.

El muchacho tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.

Acababa de destruir la obra de Dayedi. Y eso significaba que ya nadie podría volver a leer aquel texto maldito, aquella copia monstruosa del Libro de la Creación.

Avanzó hacia el rectángulo de luz de la puerta, tambaleándose. La silueta de David lo esperaba al otro lado. Los párpados le quemaban. En realidad, le quemaba toda la piel.

Como si una lluvia de cenizas incandescentes se hubiese abatido sobre su cuerpo.

En el mismo momento en que cruzó el umbral, comprendió lo que le estaba ocurriendo. La piel del Nosferatu se estaba recomponiendo sobre la superficie de su propia piel, atrapándolo en su carcasa vacía.

Estaba prisionero. Prisionero en el interior de una voluntad inhumana que lo envolvía como un ropaje protector y maligno.

Y, al mismo tiempo, sintió que una parte de su propia voluntad se quedaba atrás, aprisionada en los fragmentos rotos del espejo.

Se preguntó si alguna vez lograría recuperarla.

Capítulo 4

Cuando sus ojos lograron acostumbrarse a la luz, Álex se obligó a mirar a su alrededor. Reconoció enseguida la silueta del puente de Rialto sobre el Gran Canal y las decenas de góndolas que iban y venían bajo su enorme arco. Había regresado a Venecia…

Contempló, horrorizado, la marea de turistas que rodeaban las tiendas de collares de vidrio junto al puente. Antes o después, lo verían. O, mejor dicho, verían al monstruo en el que se había convertido… Verían el cuerpo reseco y cubierto de tatuajes del Nosferatu.

Se preguntó cómo reaccionarían al verlo. Probablemente alguien gritaría. Se armaría un gran revuelo, se oirían exclamaciones en distintos idiomas. Alguien terminaría avisando a la policía.

Álex respiró hondo. Quizá fuese mejor así. No deseaba acostumbrarse a aquel cuerpo que no era el suyo, que no era nada más que una costra de oscuridad alrededor de su espíritu atormentado. Cuanto antes lo libraran de él, mejor… Antes o después, alguien, enloquecido por el temor, atacaría al monstruo. Quizá de esa forma consiguiese liberarlo.

O quizá no. Tal vez su propio destino había quedado ligado para siempre a la suerte de aquella horrible piel muerta. En ese caso, tendría que morir con ella. Cualquier cosa sería mejor que seguir siendo su prisionero.

Al principio intentó gobernar la frágil materia que lo envolvía, con la esperanza de poder dirigir sus movimientos. Pero pronto se dio cuenta de que era inútil. El cuerpo del Nosferatu solo le obedecía cuando su voluntad coincidía con la de él. Pero eso no sucedía casi nunca… La mayor parte del tiempo, era el monstruo quien decidía por sí mismo hacia dónde y cómo quería moverse.

Conservaba el control, en cambio, sobre su mirada. Eso le permitió buscar con los ojos la figura de David. Pero el hermano de Jana parecía haberse volatilizado en el aire… O tal vez el conjuro de la puerta lo hubiese conducido a un lugar distinto.

Álex sintió una oleada de pánico cuando los ojos de una turista se posaron en él. Por un lado deseaba que lo vieran, pero por otro lado le repugnaba imponer su horrible presencia a aquella pobre e indefensa mujer…

Sin embargo, los iris grisáceos de la dama resbalaron sobre él sin detenerse. Al parecer, ni siquiera lo había visto.

Álex se miró, espantado, las manos. La frágil envoltura de piel del Nosferatu era casi transparente, incluso para él.

¿En qué se había convertido? No tenía cuerpo, ni órganos, y la prisión que lo envolvía resultaba tan invisible como su propio espíritu. No podía gritar, ni hablar, ni comunicarse de ningún modo con el resto de los seres humanos. Había quedado reducido a la condición de un espectro… aunque, al mismo tiempo, tenía la certeza de que aún seguía vivo. Vivo, pero misteriosamente escindido de su cuerpo. Dividido en dos mitades que tal vez nunca volverían a juntarse.

La piel del Nosferatu, aquella piel que no era la suya, le ardía como si toda ella fuese una inmensa quemadura supurante. Pronto descubrió que, si se protegía de la luz directa del sol, la quemazón remitía un poco, y a partir de ese momento su principal preocupación consistió en buscar el lado más sombrío de las calles que iba atravesando.

Álex se dio cuenta enseguida de que, pese a su invisibilidad, la gente que pasaba parecía evitarlo inconscientemente. Era como si, de algún modo, captasen su presencia y lo «rodeasen».

A medida que transcurrían los minutos, el muchacho iba ganando cierto control sobre su cárcel de piel, y en un momento dado consiguió incluso estirar un brazo para rozar con la punta de los dedos a un joven gondolero que descansaba indolentemente apoyado en un poste de madera. Le pareció que el veneciano se estremecía un poco, como si sintiese frío. Sin embargo, sus ojos no llegaron siquiera a buscar a su alrededor al causante de aquel leve contacto que acababa de experimentar.

Tenía que hacerse a la idea: estaba totalmente incomunicado. La gente normal no lo veía ni podía oírle. Su única esperanza eran los medu. Quizá alguno de los miembros de los clanes conservase la suficiente magia como para notar su presencia.

¿Dónde diablos se habría metido David? Tal vez estuviese en otro rincón de la ciudad, buscándole. Interiormente, maldijo a Jana por haber abandonado Venecia sin despedirse, dejándolo solo en aquella aventura. Ella podría haberle ayudado. Era una de las hechiceras medu más poderosas que quedaban, incluso después del episodio de la Caverna. Estaba seguro de que, si la tuviera delante, ella no le ignoraría. Seguramente habría conseguido captar su atención, hacerle notar que estaba allí.

Pero aquellos pensamientos solo conseguían hacerle daño. Tenía que hacerse a la idea de que Jana no estaba, de que no podía contar con su ayuda. Y el resto de los medu que conocía en la ciudad no eran precisamente gente de fiar. Recurrir a ellos en una situación tan delicada como la suya suponía un riesgo que, por el momento, no le tentaba demasiado.

Quedaban los guardianes. Nieve lo ayudaría, estaba seguro; pero para eso, antes tenía que llegar a su casa y conseguir que ella lo viera.

La primera parte del plan parecía relativamente fácil. Álex recordaba bien el lugar del palacio de los guardianes, y creía poder llegar con facilidad hasta él desde el puente de Rialto.

Sin embargo, cuando comenzó a caminar comprendió que los planes del Nosferatu no coincidían con los suyos. La cárcel viva que lo envolvía había decidido moverse en una dirección diferente. Tenía, al parecer, su propio plan… O quizá se limitaba a recordarle que ya no era libre.

Álex luchó al principio contra aquellas piernas que no le obedecían, pero lo único que consiguió fue fatigarse hasta la extenuación. Aquella era una batalla que no podía ganar. El Nosferatu lo tenía a su merced. Si luchaba contra él, se hacía daño a sí mismo.

Al final se dio por vencido. Dejó que el cuerpo invisible del Nosferatu le arrastrase por las calles de la ciudad de un barrio a otro, de una plaza a otra, sin oponer la menor resistencia. Al fin y al cabo, ¿de qué le habría servido? Prefería reservar las escasas fuerzas que le quedaban hasta encontrar una forma mínimamente eficaz de utilizarlas.

Other books

Dios no es bueno by Christopher Hitchens
The Healer by Allison Butler
Lost Stars by Lisa Selin Davis