Tatuaje II. Profecía

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Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

 

«Con el último puñado de tierra que arrojéis a este pozo, sellaréis también el Libro de la Creación, y vuestros ojos no volverán a posarse en sus sombras. La casa de Kuril se extinguirá, y con ella el arte de cabalgar en el viento. De rodillas, la orgullosa raza mágica se humillará ante los hombres; sus ciudades serán arrasadas, la magia perseguida, los tatuajes olvidados. El crepúsculo de los clanes se prolongará hasta la llegada de la quinta dinastía, el último linaje de los reyes medu. El primer monarca de esta estirpe devolverá a los clanes la gloria perdida. Y, solo entonces, el libro se abrirá de nuevo.»

Muchas cosas han cambiado desde que Erik murió en La Caverna Sagrada. Jana se encuentra en Venecia y la magia se ha repartido en el mundo, entre los humanos y los clanes. Jana se verá atrapada en una maraña de engaños y deberá poner en una balanza su ambición y su amor por Álex.

Ana Alonso, Javier Pelegrín

Profecía

Tatuaje II

ePUB v1.0

rodricavs
 
13.09.12

Título original:
Profecía

Ana Alonso y Javier Pelegrín, 2010

Editor original: rodricavs (v1.0)

ePub base v2.0

LIBRO PRIMERO
Invocación
Capítulo 1

La escalera de madera del palacio tembló ligeramente cuando resonó el tercer aldabonazo en la puerta principal.

Parecía que el visitante empezaba a impacientarse… Armand, que se estaba mirando en el antiguo espejo del rellano, inspiró hondo, se peinó hacia atrás con los dedos el ondulado cabello rubio, alisó cuidadosamente una de las solapas de su pretencioso traje azul y bajó sin precipitarse el tramo de escaleras que lo separaba del vestíbulo principal.

La puerta se abrió con un prolongado quejido de hierro. Armand retrocedió instintivamente al enfrentarse con la imponente silueta del recién llegado. Había envejecido de un modo alarmante desde su último encuentro… Y eso que solo habían transcurrido veinte días.

El anciano entró en el umbrío vestíbulo y contempló con desagrado los frescos ennegrecidos de la cúpula. Nadie sabía exactamente qué representaban… El tiempo había oscurecido las cuatro figuras centrales enlazadas entre si hasta volverlas irreconocibles.

—Bienvenido a mi humilde morada, Argo —dijo Armand, ejecutando una ridícula reverencia—. Espero que hayas tenido un buen viaje…

El viejo clavó en él sus penetrantes ojos de color ceniza. Lentamente, se despojó de su capa, dejando al descubierto los negros y polvorientos muñones de sus alas.

—El mundo se ha vuelto ridículamente complicado desde que ese traidor nos vendió —saludó en voz baja, jadeando como si acabase de realizar un gran esfuerzo—. Y pensar que hace unos meses habría podido llegar aquí en cuestión de minutos… Esos trastos voladores son infernales.

—¿Te refieres a los aviones? —sonrió Armand, mirándolo con sus grandes e inocentes ojos azules—. Bueno, para los que no hemos conocido nada mejor, no están tan mal… Aunque es verdad que el catering ha empeorado mucho en los últimos tiempos, por lo menos en las aerolíneas que…

—Déjalo, Armand. Ya he tenido bastante charlatanería por hoy. Mi vecina de asiento… En fin —las arrugas que enmarcaban sus ojos se hicieron más profundas al mirar hacia la escalera—, espero que, esta vez, el esfuerzo merezca la pena.

Armand asintió con una sonrisa culpable.

—Esta vez iremos sobre seguro —dijo, invitándole con un gesto a subir las escaleras.

Argo comenzó a ascender despacio, peldaño a peldaño, deteniéndose a cada instante para tomar aliento. Armand, que le precedía, escuchaba sin volverse, pero muy atento, la respiración cada vez más trabajosa del anciano. En su rostro excesivamente atractivo se dibujó una mueca burlona. La debilidad del antiguo guardián parecía haberle puesto de buen humor.

En el primer piso, se detuvo a esperar a su visitante con la vista obstinadamente fija en el suelo. La sonrisa que poco antes danzaba sobre su rostro desapareció sin dejar rastro. Estaba claro que Armand sabía fingir… y que, por mucho que despreciara a Argo, podía disimular a la perfección sus sentimientos.

—Es por aquí —dijo, señalando una puerta al fondo del pasillo de la izquierda.

Argo frunció el ceño y lo siguió sin decir nada. Cuando Armand abrió la puerta y se apartó para dejarle pasar, el anciano se limitó a pasear la mirada por el techo y las paredes con aire de desconfianza.

—¿Y este es, según tú, el lugar apropiado? —preguntó, fijando la vista en la ventana que daba a un estrecho y maloliente canal—. ¿De verdad era necesario obligarme a venir hasta aquí?

Con gesto teatral, Armand señaló el pequeño escenario montado junto a la pared opuesta a la de la ventana. Delante de la tarima de madera, alguien se había molestado en colocar dos pesadas cortinas de terciopelo rojo sujetas a sendas columnas mediante cordones dorados. Una guirnalda de bombillitas amarillas adornaba el borde de la tarima, como si fuese la pista de un circo en miniatura. Las tablas del estrado habían perdido el lustre del barniz hacía mucho tiempo.

Delante del escenario, entre la puerta y la ventana, el único objeto que había era un trípode de metal con una cámara de vídeo encima.

Eso era todo: una cámara, un escenario, un telón, un espejo antiguo al fondo del decorado. Pero Armand miraba su modesto teatrillo con una sonrisa de orgullo.

—Tendríamos que haber empezado por aquí —dijo, alisando con el dorso de la mano los pliegues de una de las cortinas—. Con esa clase de gente, la mejor forma de que te crean es fingir que los estás engañando.

—Una burda farsa para ocultar un engaño sutil —murmuró Argo, complacido—. Sí, con una bruja agmar podría funcionar…

Después de todo, su raza se alimenta de mentiras.

Las cejas de Armand se alzaron levemente y sus ojos se desviaron levemente hacia la ventana. A través de sus vidrios, gruesos y desiguales, se filtraba la luz cenicienta de un amanecer invernal.

La momentánea distracción del joven pareció irritar a Argo.

—¿Qué ocurre? —preguntó, siguiendo la mirada de Armand—. ¿Algún problema?

Los párpados de Armand aletearon un instante sobre sus cándidos ojos azules.

—Lo siento —se disculpó, sonriendo—. Los magos tenemos la manía de comprobar la iluminación antes de dar comienzo al espectáculo…

—Déjate de pamplinas. —La voz de Argo resonó como un contrabajo resquebrajado en la desvencijada estancia, mientras sus ojos resbalaban con impaciencia sobre el cielo pintado de la bóveda—. ¿A qué esperamos para dar comienzo a la invocación?

—Perdona. —Armand puso una mano sobre el antebrazo derecho de Argo y lo guió hasta la parte posterior del escenario—. Aquí, frente al espejo. Ella solo verá un minúsculo reflejo, apenas nada… Pero es una princesa medu. Bastará para atraer su atención.

Dejando al antiguo guardián torpemente plantado ante el espejo, que tenía forma de rombo, se alejó caminando de espaldas, como un artista en busca del mejor ángulo para contemplar su obra.

—Perfecto —dijo, mirando a Argo con la cabeza ladeada—. Puedes empezar cuando quieras…

Las alas del anciano se desplegaron en toda su extensión, abofeteando el aire con sus plumas ennegrecidas.

Armand retrocedió; tenía el rostro crispado. Contemplaba con los labios entreabiertos la nube de polvo y cenizas que envolvía aquellos dos muñones todavía majestuosos. La voz de Argo había comenzado a desgranar una antigua y salvaje letanía. El sonido se alzaba para luego descender como una ola, quebrándose en mil ecos inhumanos.

A un mago deberían haberle interesado las fórmulas rituales, procedentes de un mundo ya desaparecido. Un mago habría intentado memorizarlas para retener algo de su poder y servirse de él en otro momento, cuando la ocasión lo requiriera…

Pero Armand no escuchaba. Una mueca de espanto ensombrecía su semblante, y su mirada fija era la de un hombre hipnotizado. No podía apartar la vista de aquellas dos alas… ni de los innumerables ojos calcinados que las cubrían, negros como tizones apagados, como rescoldos ciegos y silenciosos de un poder extinguido, destinado a no regresar jamás.

Capítulo 2

Asomada al Gran Canal, Jana contemplaba distraída el ruidoso vaporetto que se alejaba en dirección a la Riva degli Schiavoni, dejando una estela blanca en las aguas verdosas. Junto a su butaca, en la mesa de mármol del balcón, reposaba una bandeja de plata con una taza de café vacía y los restos mordisqueados de una tostada.

Hacía frío, un frío húmedo y desapacible que obligó a la muchacha a subirse el cuello de su chaqueta de cuero mientras su vista se apartaba del vaporetto para fijarse en las ventanas de un lujoso hotel situado en la orilla opuesta.

Verdaderamente, Nieve sabía elegir alojamiento… El palacio que había alquilado, muy cerca del puente de Rialto, ofrecía algunas de las mejores vistas de la ciudad.

Jana suspiró. Pese a la amabilidad de su antigua enemiga, no le resultaba cómodo ser la invitada de Nieve. Si Álex hubiera accedido a sus ruegos, si la hubiese acompañado a Venecia como ella le había pedido, habrían podido buscar un apartamento para ellos dos y alquilarlo para las vacaciones de primavera. Nada tan lujoso como el palacio renacentista de los guardianes, porque no podían permitírselo. Pero tampoco les habría hecho falta… Estando con Álex, las vistas de la ciudad habrían quedado, para ella, en un segundo plano.

Lástima que él se hubiese empeñado en buscar excusas. Todavía no conseguía entender su resistencia a participar en la recogida del prisionero… Sobre todo cuando este había insistido tanto en hablar con Jana y en revelarle cierto secreto que solo ella debía saber.

Desde el principio, cuando Glauco, el señor de los varulf, se puso en contacto con ella para comunicarle las demandas de Argo, Álex se mostró escéptico. Según él, el antiguo guardián solo pretendía tenderles una trampa a sus antiguos enemigos, y había elegido a Jana porque la odiaba más que a nadie. Sus sospechas eran lógicas, pero no por ello irritaban menos a Jana. ¿Con quién diablos se creía que estaba tratando? Ella no era ninguna colegiala ingenua; nada de lo que pudiera decirle Argo conseguiría engañarla… Pero eso no significaba que estuviera dispuesta a renunciar a entrevistarse con el anciano. Aprovecharía aquella oportunidad para sonsacarle información, y él ni siquiera se daría cuenta. Según le había contado Glauco, Argo se encontraba al borde de la muerte. A diferencia de lo que les ocurría al resto de los guardianes, la decisión de Álex de liberar la magia de la Caverna Sagrada le había afectado físicamente. Desde entonces, según decían, no había vuelto a ser el mismo… Y, si las afirmaciones del jefe de los varulf eran ciertas, en los últimos días no había hecho sino empeorar. El que antaño había sido el más apuesto y orgulloso de los guardianes se había convertido en una sombra de sí mismo, un anciano decrépito que apenas se sostenía en pie… En esas condiciones de debilidad, era mucho lo que Jana podía averiguar interrogándole.

Lo que la muchacha no podía aceptar era que Álex no sintiese curiosidad, que prefiriese quedarse en su casa para asistir a una absurda celebración familiar de Pascua en lugar de vivir en directo, junto a ella, aquel último episodio de la guerra entre los medu y los guardianes.

Claro que, para Álex, la celebración tal vez no fuese tan absurda. Después de todo, había pasado mucho tiempo alejado de su madre y de su hermana. Todos aquellos meses que estuvo entrenándose junto a los guardianes… Aquella separación le había resultado terriblemente dura.

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