Tatuaje II. Profecía (42 page)

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Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Jana asintió. En su mirada había un destello de tristeza.

—No sé si podré acostumbrarme a la idea —confesó—. Ser tan poderosa y no utilizar mis poderes… Me volveré loca.

Álex se echó a reír.

—Claro que sí —aseguró—. Es lo más probable…

Con una de sus manos abrió el puño cerrado de Jana, y con la otra le puso el anillo en la palma, ahora extendida.

—Te ruego que lo aceptes —dijo—. Aunque no es lo que parece.

Un ligero rubor coloreó las mejillas de Jana. Sus dedos volvieron a cerrarse sobre el anillo; pero un momento después volvieron a abrirse.

El anillo ya no estaba. En su lugar, azul y resplandeciente, brillaba la piedra azul de Sarasvati.

—No… no puedo creerlo —balbuceó. Sus ojos iban de Álex al zafiro y del zafiro a Álex, estupefactos—. ¿Cómo lo has hecho? No es posible que sea la verdadera…

—Lo es. Me ha costado trabajo reconstruirla, te lo aseguro. Una cosa es tener poderes y otra muy distinta aprender a utilizarlos. Tuve que pedirle ayuda a Nieve.

Jana se había puesto muy pálida.

—Pero yo estaba contenta de haberme desprendido de ella —murmuró—. No me ha traído más que problemas. Y me sentía feliz de haber renunciado a ella por ti.

—No tienes que renunciar a ella por mí, Jana. No tienes que renunciar a nada por mí. Eso era justamente lo que quería decirte…

Mientras hablaba, Álex había atraído hacia sí a la joven, acercando sus labios al oído de ella.

—De ahora en adelante, no habrá más sacrificios —susurró, acariciándole el cuello con el dedo índice de la mano derecha—. No los necesito. No tienes que demostrarme nada.

—¿En serio? ¿Nunca?

—Nunca. Creo en ti, Jana. Te quiero.

Sus labios rozaron los de la muchacha. Se besaron largamente.

Un suave cosquilleo se extendió por la piel se Jana, siguiendo los trazos invisibles de los tatuajes grabados sobre su piel.

Cuando se separaron, todo su cuerpo temblaba, estremecido como un pájaro a punto de emprender el vuelo.

Epílogo

Hacía frío en la cripta. Un frío húmedo que se colaba a través de la ropa y llegaba a penetrar en los huesos si permanecías quieto mucho tiempo. En silencio, Yadia esperaba su turno para tomar en sus manos la vela sagrada y unirse a la procesión.

Delante de él desfilaron los sacerdotes íridos ataviados con sus túnicas esmeraldas. Dos de ellos portaban el estandarte del Camaleón. Detrás venían los drakul, que eran los más numerosos: hombres y mujeres con los cráneos rapados y un dragón de plata tatuado en la nuca. Sus túnicas eran de diferentes tonos, entre el púrpura y el escarlata, según la compleja jerarquía de rangos que imperaba en el clan. Y, por último, cerrando la procesión, iba una exigua representación del clan varulf integrada por media docena de ancianos con sus túnicas ceremoniales amarillas. El cuerpo espectral de Garo circulaba entre ellos, nervioso, olisqueando el aire. Quizá intuía la proximidad de su amo, o tal vez le desconcertase el olor a cera fundida que llenaba la cripta.

Cuando llegó el momento, Yadia tomó la vela que le tendió Harold y se unió a la fila de los jefes de los clanes. Harold caminaba a su derecha con la cabeza gacha y una mirada derrotada en el semblante. A su izquierda, Eilat, el príncipe de los íridos, había adoptado su máscara más solemne, aunque Yadia lo conocía lo suficiente para notar el brillo satisfecho de sus ojos. Aquella alegría mal disimulada le hizo apretar el puño izquierdo hasta que le dolió. Qué poco lo conocía aquel anciano… ¿De veras era tan ingenuo como para creer que iba a poder sacar algún partido de su relación con el clan de los íridos?

A la izquierda de Eilat, Glauco caminaba exhibiendo los tatuajes de su clan en sus poderosos brazos. Se le veía distraído, ajeno a la solemne tristeza que lo rodeaba. Solo de vez en cuando sus ojos buscaban con cierta ansiedad el espectro semitransparente de Garo. Cuando el lobo se le acercaba en sus merodeos, su mirada reflejaba una extraña turbación.

Ante la tumba de Erik, los tres jefes y Yadia se detuvieron. Comenzaron los cánticos de los sacerdotes drakul, una salmodia hipnótica que fluía con la serenidad de un río sobre su lecho de piedra.

Todos se arrodillaron, también el mercenario. Pero, a diferencia de los demás, él no inclinó la cabeza repitiendo las fórmulas rituales de saludo a la realeza. Sus ojos permanecieron todo el tiempo fijos en el cuerpo rígido e inmóvil de Erik. No parecía un cadáver, sino un hombre dormido.

Sin embargo, su corazón no latía. Bajo su coraza de plata, el pecho del hijo de Ober permanecía absolutamente inmóvil. Ni el más leve movimiento indicaba que estuviese respirando, que la máquina interna de su organismo hubiese vuelto a funcionar. Y su rostro sereno parecía tallado en mármol… Un mármol blanco como la nieve, que reflejaba los destellos de la corona de luz ceñida sobre su cabeza.

Tenía los párpados cerrados.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Yadia. Había esperado, contra toda esperanza, que el milagro todavía pudiera producirse. Incluso había imaginado los detalles del momento. Había llegado a soñar que, desde su sueño mortal, Erik lo reconocería, y que regresaría de la muerte por él…

Nada de eso había sucedido.

La decepción pintada en los rostros de los drakul revelaba hasta qué punto habían dejado volar sus esperanzas.

Cuando los sacerdotes terminaron su recitación, Harold se levantó. Extendiendo una mano temblorosa, tocó con veneración el acero de la espada Aranox, que Erik sujetaba por la empuñadura.

—Majestad, la profecía se ha cumplido —dijo con voz trémula—. El Libro de la Creación ha sido hallado. Vuestro pueblo os espera. Por favor, regresad…

Un silencio de muerte acogió la súplica del viejo sacerdote.

—¿Es que no hay nada que pueda hacerle despertar? —exclamó el anciano, desesperado—. Nos han mentido. La profecía era una trampa, una estúpida mentira.

Un sollozo brotó de la garganta del viejo, poniendo fin a su amarga queja.

Lentamente, la procesión comenzó a abandonar la cripta: primero los íridos, con sus cirios ceremoniales apagados; luego los drakul, que habían cubierto sus cabezas con las capuchas de sus túnicas, en señal de duelo. Y, por último, el Consejo de Ancianos de los varulf. Incluso ellos parecían apenados.

El espectro de Garo apretaba su sedosa mejilla contra la fría pierna de Erik. No parecía dispuesto a separarse de su antiguo amo. Yadia se encontró con sus ojos dorados, y una oleada de simpatía suavizó su rostro. Quizá Garo fuera el único capaz de comprenderle en ese momento. El dolor del viejo lobo parecía tan intenso como el suyo.

Los tres jefes medu fueron los últimos en abandonar la cripta. Yadia observó que los labios de Harold pronunciaban una plegaria silenciosa a modo de despedida. Parecía reacio a abandonar el lugar, pero no podía permitir que Eilat y Glauco salieran solos.

Antes de volverse hacia la salida, la mirada del regente se clavó en Yadia. Era una mirada ambigua, en la que se leía cierto desdén, pero también respeto.

—Os esperamos fuera, señor —murmuró, ejecutando una ligera reverencia.

Yadia asintió en silencio y, a su vez, se inclinó ante él.

Cuando el eco de los pasos de los tres jefes medu se perdió en la lejanía, Yadia se aproximó a la tumba de Erik y puso la mano sobre el frío acero de Aranox, tal y como había hecho Harold.

En ese instante, la máscara del mercenario se desprendió de su rostro, revelando los rasgos nobles y delicados que se ocultaban debajo.

Aquel semblante pálido era una copia casi exacta del de Erik. Una copia más joven, eso sí, con los ojos de un azul más oscuro y el pelo de color castaño.

—Descansa en paz, hermano —murmuró—. Si eso es lo que tú quieres, que así sea. Descansa para siempre…

Su mirada escrutó el rostro céreo de Erik en busca de una leve chispa de vida, de algún signo que pudiese interpretarse como una respuesta. Pero no ocurrió nada.

Con gesto derrotado, Yadia apartó la mano de la espada y, dándose la vuelta, se alejó de la tumba.

Un gruñido de Garo le hizo volverse. El lobo se había tendido a los pies del sepulcro. Tenía los ojos cerrados, y su pelaje parecía más sedoso y blanco que antes.

Se había transformado en una estatua de piedra.

En el silencio de hielo de la cripta, las manos de Erik se crisparon dolorosamente alrededor del puño de la espada Aranox. Cuando la primera bocanada de aire inundó sus pulmones, creyó que su pecho iba a romperse de dolor. Sin embargo, su cuerpo no tardó en recordar los movimientos rítmicos y acompasados de la respiración.

El olor de la cera derretida le trajo una vaga memoria de habitaciones oscuras y silenciosas, después de la muerte de su madre. Mucho tiempo atrás, en la Fortaleza…

Sus ojos se abrieron, y sus pupilas se estrecharon al instante, heridas por los reflejos temblorosos de las llamas que ardían en los candelabros.

Había luchado contra aquello con todas sus fuerzas. Había intentado resistir a todas las llamadas, pero había fracasado.

Estaba despierto. A pesar de todos sus esfuerzos, había regresado del profundo sueño de la muerte.

Casi había olvidado cómo se sentía uno estando vivo.

Pero ahora, tendría que recordar…

Tendría que aprender de nuevo a vivir.

Ana Alonso, Bióloga de formación, es escritora y traductora. Autora de nueve poemarios, ha recibido, entre otros, el accésit del Premio Adonais de 2003 por Vidrios, vasos, luz, tardes, el Premio de Poesía Hiperión de 2005 por Atlas, por el que también recibió el Premio Ojo Crítico de 2006, y el Premio Internacional de Poesía ‘Antonio Machado en Baeza’ con su obra Rostros. También ha recibido el premio Marius Sempere por su libro Colores y el Alfons el Magnànim por Zapatos de cristal, publicado por la editorial Hiperión. Asimismo, ha publicado la novela Los cabellos de Santa Cristina (Instituto Leonés de Cultura, 2003) y numerosos libros infantiles (Versos piratas, piratas en verso, 2009, seis títulos de la colección Pizca de Sal, 2010, todos ellos con la editorial Anaya). Junto con Javier Pelegrín es coautora de la serie de fantasía y ciencia-ficción dirigida al público juvenil, La llave del tiempo, un conjunto de novelas publicadas por Anaya, que narran las aventuras de cinco jóvenes en una fantástica civilización futura, y cuya última entrega hasta la fecha es El palacio del silencio, séptimo título de la serie. En el año 2008 ambos autores obtuvieron el Premio Barco de Vapor por el libro El secreto de IF (SM, 2008). Javier Pelegrín es filólogo por la Universidad de Murcia y completó sus estudios en París y Turín. Profesor de literatura española en secundaria, es un profundo conocedor de la literatura juvenil y del género fantástico en general. Fruto de «una aventura en común y de una visión de vida compartida» son la serie La llave del tiempo y El secreto de If, escritas en colaboración con Ana Alonso.

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