Tatuaje II. Profecía (37 page)

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Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Heru sonrió, escéptico.

—¿Y dónde está el Libro de la Vida, Jana? ¿Tú lo sabes?

Jana hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Quizá el libro venga a mí, como su otra mitad fue a Álex. Tengo que intentarlo, Heru. Puede que sea la única forma de salvar a mi hermano. Y quizá a Álex también.

Heru arrugó el entrecejo.

—Sería una locura —murmuró—. Es justamente lo que él quiere, que salgas a buscarlo. No tienes ninguna oportunidad contra él, Jana. Es mucho más poderoso que tú.

—De todas formas, ¿qué perdemos con intentarlo? Las cosas ya no pueden estar peor.

—En eso te equivocas: empeoran a cada momento. Fíjate en las paredes. Mira…

Jana miró de nuevo hacia el canal. Algunos de los palacios de enfrente se habían desmoronado por completo, formando una humeante pila de escombros. El ángel de piedra que había caído sobre el toldo se había corroído hasta formar un muñón irreconocible.

Y lo mismo ocurría dentro de la estancia. Los marcos de los cuadros colgaban hechos pedazos de un jirón de lienzo ennegrecido. No quedaba ni rastro de su brillo dorado, de sus relieves y volutas. Solo madera rota… Astillas para el fuego.

Jana tuvo que apoyarse en la pared para luchar contra el vacío que se había apoderado de su estómago.

—Ni siquiera he oído nada —musitó—. ¿Todo esto ha ocurrido mientras hablábamos?

—La plaga silenciosa. Una enfermedad mágica que afecta a las obras de arte y a los símbolos, a las ficciones creadas por los hombres. Si no fuera por la protección de estos muros, probablemente ya habrías olvidado esa leyenda acerca del Libro de la Vida y el Libro de la Muerte que me acabas de contar.

—Yo no soy una humana cualquiera, Heru —replicó Jana con orgullo—. Soy una princesa agmar. Tengo mis propias protecciones mágicas.

—No serán suficientes. Escúchame, Jana, por favor. Tienes que hacerme caso… Pase lo que pase, no debes abandonar la protección del palacio. Corvino y Nieve ya están buscando al Nosferatu. Ellos tienen muchas más posibilidades que tú de detenerlo.

Jana miró a los ojos al guardián.

—¿Y cómo van a hacerlo? —preguntó suavemente—. ¿Destruyéndolo? ¿Destruyendo a Álex?

—Si es necesario, sí. Aunque solo como último recurso…

—¿Y eso te parece bien? —Jana parecía a punto de perder el control—. Tú has luchado durante siglos contra los medu, contra todo lo que nosotros representamos. El Nosferatu está consiguiendo lo que tú y tus compañeros no lograsteis a lo largo de mil batallas…

—Sí. —Heru apretó la mandíbula—. Por eso hay que detenerle. Y por eso tenemos que hacerlo nosotros.

Jana contempló en silencio el agua turbia del canal y las pocas fachadas que aún quedaban en pie al otro lado, erosionadas por la peste mágica hasta resultar irreconocibles.

—No lo entiendo —dijo por fin—. Tú no eres como Nieve ni como Corvino, no has… no has cambiado después de lo de la Caverna. Nunca quisiste la paz con los medu. Has aceptado la nueva situación resignadamente, pero es evidente que no te gusta…

—Así fue, al principio. —Heru cerró los ojos un momento, y luego volvió a abrirlos—. Odié a tu hermano por lo que me hizo. Esta herida… me producía una invencible repugnancia. Estaba loco de decepción, me sentía derrotado… Y cometí un error.

Su mano derecha acarició pensativamente el guante de raso que cubría la izquierda. Sus ojos miraban hacia la chimenea, vidriosos, como si estuviesen contemplando las llamas de un fuego inexistente.

—Argo me contó lo que iba a hacer —continuó—. Quería que colaborase en su plan. Tuve la suficiente sensatez como para decirle que no, pero no se lo conté ni a Nieve ni a Corvino. Decidí… ¿Cómo decirlo? Decidí mantenerme neutral. Pensé que si Argo conseguía su objetivo, no sería tan malo…

—¿Su objetivo? —Jana intentó distinguir la mirada de Heru en la penumbra—. ¿Tú sabes cuál era?

El guardián asintió.

—Él me dijo que quería devolver a Álex a la senda del Último. Si lo piensas bien, es lo que ha hecho. Tú misma lo dijiste hace un momento: lo que está haciendo el Nosferatu es lo que se supone que debería haber hecho el Último Guardián.

—Destruir los símbolos y las ficciones de los hombres. Pero Venecia es solo una ciudad entre miles. No es posible que…

—Sí es posible, Jana. La plaga se extenderá a otros lugares, probablemente ya haya empezado a hacerlo. Tú misma has visto con tus propios ojos la rapidez con la que avanza. Incluso aquí, pese a que estamos protegidos, continúa avanzando.

Jana no necesitaba mirar a su alrededor para comprobar que Heru decía la verdad. Sus ojos no podían apartarse de los de él. Necesitaba saber todo lo que él sabía. Necesitaba respuestas.

—Si decidiste mantenerte neutral, ¿por qué estás aquí, intentando ayudarme? ¿O es que quieres impedir que salga del palacio porque temes que pueda acabar con esto?

El rostro de Heru se ensombreció.

—Cometí un error, ya te lo dije. El combate con David me trastornó, no podía soportar la idea de tener que convivir con esta herida durante toda mi vida… Pero luego, poco a poco, me he ido acostumbrando a ella. Me ha cambiado, Jana. Tú has visto cómo es hace un momento, has visto lo hermosa que es. Tienes que entender lo que me ha sucedido… Desde que vivo con esto, he abierto los ojos a muchas realidades que ni siquiera sabía que existían: la música, la belleza de un cuadro, hasta un insignificante barco de papel… Ahora siento el mundo de otra manera. Puedo captar las emociones de otras personas a través del arte que crearon. Puedo compartir esas emociones, experimentar estados de ánimo que ni siquiera había imaginado que pudiesen existir… No quiero perder nada de eso; no quiero que el arte y los símbolos desaparezcan.

Jana asintió en silencio. Sabía que Heru no le estaba mintiendo. Si hubiese seguido siendo el mismo de antes, no habría sido capaz de inventarse un discurso como el que acababa de pronunciar.

—Si lo que dices es cierto, tienes que dejarme salir —murmuró, cogiendo la mano enguantada de Heru entre las suyas—. Yo te he creído, Heru. Ahora necesito que tú creas en mí…

Un temblor silencioso hizo vibrar el suelo, haciendo caer el reloj de bronce que había sobre la repisa de la chimenea. Sus agujas se desprendieron y resbalaron sobre las baldosas.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha sido eso? —preguntó Jana asustada.

Heru se había lanzado como una exhalación hacia la puerta. Jana lo oyó correr por el pasillo, descender un tramo de escaleras, volver a subir, y finalmente regresar con pasos apresurados a reunirse con ella.

—El edificio se ha hundido —dijo, volviendo a entrar—. Las bodegas se han derrumbado. El piso de abajo debe de encontrarse ahora por debajo del nivel del agua. Si no fuera por la magia que nos protege, se habría inundado…

—¿Qué podemos hacer? Tenemos que salir, Heru. Si esperamos más, puede que ya no lo consigamos.

Heru alzó la mano enferma, indicándole que se callara. Parecía estar escuchando algo, aunque en la habitación reinaba el más absoluto silencio. Era como si sus ojos pudiesen ver a través de las paredes, como si estuviesen contemplando una escena en algún otro rincón del edificio.

—Ya no será necesario —dijo, pasando un brazo sobre el hombro de Jana y conduciéndola hacia la puerta—. Está aquí. Ese idiota de Yadia le ha dejado entrar.

Jana creyó oír los latidos desbocados de su corazón.

—¿Álex? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Álex está aquí?

Heru se volvió hacia ella y la miró con ojos angustiados.

—No, Jana. No es Álex. Es el Nosferatu… Y ha entrado aquí para acabar contigo.

Capítulo 8

Al salir al corredor, Jana notó el calor pegajoso y húmedo que había penetrado en el palacio junto con el Nosferatu. Era como una neblina transparente que hace temblar el aire sobre los pantalones tropicales durante las horas más calurosas del día.

Reinaba una penumbra grisácea, roída de sombras y telarañas. Jana avanzaba de detrás de Heru respirando con dificultad. Aquel aire saturado de agua ardiente la asfixiaba. Y el ambiente se envolvía más y más cargado a medida que se aproximaban las antiguas habitaciones de Argo.

Encontraron la puerta cerrada, tal como Heru la había dejado cuando acudió en ayuda a Jana. Maldiciendo por lo bajo, el guardián sacó una oxidada llave del bolsillo y la giró en la cerradura.

En cuanto abrieron, un latigazo de claridad cegó a Jana. La pared opuesta a la puerta se había derrumbado por el centro, formando un boquete por el que entraba la luz dorada y parpadeante del exterior. Jana penetró en la habitación temblando, con los ojos finos en aquella luz extraña. Un momento antes, el cielo de Venecia era tan oscuro como si se hubiese hecho de noche. ¿Por qué ahora volvía a parecer de día?

Además, había algo artificial en aquella luz, Jana tardó en identificar qué era: no procedía del cielo, y danzaba sobre las paredes proyectando fantasmagóricas sombras, como si fuese el reflejo de una gran hoguera.

El muro derretido era una puerta mágica; una puerta que conducía a un lugar que ni Heru ni Jana habían visto antes.

Cogidos de la mano, se asomaron al agujero. Al otro lado había un muelle iluminado por antorchas, con un sencillo embarcadero de madera situado a la orilla del canal subterráneo.

Y amarrada al embarcadero, había una barca: una antigua embarcación funeraria, con un baldaquino de terciopelo negro meciéndose suavemente sobre la cubierta, sobre la cual ardían varias docenas de velas distribuidas en cuatro enormes candelabros de plata.

Jana estudió en silencio la bóveda de piedra sobre el canal. Parecía antigua, pero sólida, y se prolongaba a derecha e izquierda iluminada por las temblorosas antorchas de las paredes hasta desaparecer en la lejanía.

—¿Qué… diablos es esto? —dijo Heru, a su lado.

—El río Coptos —contestó una voz a sus espaldas—. Habéis tardado mucho, me preguntaba si tendría que ir a buscarlos…

Heru y Jana se volvieron sobresaltados. Apoyado en un largo remo similar al que suelen emplear los gondoleros venecianos, Armand los contemplaba con una juguetona sonrisa.

—¿Quién eres? —preguntó Heru—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Estaba aquí —repuso Armand con una chispa de ironía en la mirada—. Tú me encerraste, ¿recuerdas?

—Es Yadia —aclaró Jana, mirando con fijeza el rostro apuesto y despreocupado del ilusionista—. Recuerda que es un írido…

—No soy Yadia —replicó el aludido con extraña frialdad—. Nunca he sido Yadia. En realidad me parezco mucho más al alegre embaucador de Armand que a ese mercenario amargado al que llamáis así. Yadia no existe…

—¿Por qué has dejado entrar al Nosferatu? —lo interrumpió Heru, haciendo caso omiso de sus divagaciones—. Eres un loco; a ti también te destruirá. Nos destruirá a todos…

—Me ha liberado —repuso Armand. En sus ojos ardía un fulgor enloquecido—. Es pago más que suficiente a cambio del pequeño «favor» que le he hecho. Te está esperando, Jana… Mi señor te invita a viajar a su templo.

Jana contempló ensimismada la negra barca que flotaba sobre las aguas cenagosas del canal.

—No vayas —murmuró Heru, asiéndole una mano con delicadeza—. Jana por favor…

—Tengo que ir. Lo siento, Heru. No puedo decir que no.

Jana se desprendió suavemente de Heru y lo miró a los ojos. En el rostro de la muchacha, pálido como la muerte, apreció una confiada sonrisa.

—Entonces iré contigo —afirmó el guardián—. No puedes ir sola…

—Tengo que ir sola, y tú lo sabes.

Heru sostuvo su mirada durante unos instantes, y luego hizo un gesto de asentamiento con la cabeza.

—En ese caso, déjame que te dé algo —murmuró—. Quién sabe, podría ayudarte…

Cerró los ojos y murmuró una frase inaudible mientras extendía ambos brazos, manteniendo los puños cerrados y hacia abajo.

Al cabo de unos segundos, en su mano derecha se materializó un arco de fuego, y en su mano izquierda, la que se ocultaba bajo el guante de raso, apareció un carcaj oscuro lleno de flechas llameantes.

—Toma —dijo, tendiéndole ambos objetos a la muchacha—. En las puntas de estas flechas arde el fuego sagrado. Si hay algo que pueda salvar a Álex, quizá sea este fuego.

Jana tomó el arma y las flechas con manos temblorosas. Recordó como en un fogonazo el rostro de Erik en el instante en que una flecha de aquel arco mortal le había alcanzado en el hombro, el día que los guardianes atacaron la Fortaleza.

Si alguien le hubiera dicho entonces, aquel día, ella sostendría esa misma arma, le habría tildado de loco…

Como gesto de despedida, Jana le dedico a Heru una mirada larga de gratitud.

Después, dándole la espalda, atravesó el embarcadero y descendió los tres escalones que conducían a la barca funeraria. Armand saltó ágilmente detrás de ella. Con movimientos expertos, hundió la pértiga en el cieno del canal y apoyó en ella todo su peso para impulsar la barca hacia adelante.

Desde la orilla, Heru los observó alejarse con gesto abatido. Su figura se fue empequeñeciendo con la distancia hasta convertirse en una frágil silueta que, minuto a minuto, se hundía en las sombras.

Luego, el canal describió un amplio meandro hacia la derecha, e incluso aquella insignificante silueta desapareció.

Durante largo rato, navegaron en silencio por aquella corriente de limo oscuro, cada vez más espeso, en el que la barca parecía ir hundiéndose progresivamente, hasta que llegó un momento en que Jana había podido rozar el agua rozando el brazo por encima de la borda.

El avance era lento debido a la viscosidad de aquel líquido inmundo que fluía por el canal, sobre el cual flotaban deshilachados tapices de algas de color esmeralda. Reinaba el mismo calor húmedo y opresivo que en el palacio, un calor que adhería el fino tejido de algodón de la camisa de Jana a su espalda y le apelmazaba algunos mechones de pelo sobre la frente. La luz de las antorchas eran a veces naranjas, a veces verdosa o azulada. Olía a azufre y a algo fragante y podrido, como si alguien hubiese arrojado toneladas de frutas tropicales al agua y estuviesen pudriendo muy despacio allá en el fondo.

Armand parecía totalmente concentrado en la difícil tarea de impulsar la barca a través de aquella papilla cenagosa. Jana no dejaba de mirarlo, espiando el más leve movimiento en los músculos de su rostro. Aún no había perdido la esperanza de sorprenderle en un momento de debilidad que le permitiese desenmascararle.

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