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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario II - El Trono de Jade (35 page)

La noche cayó sobre la nave. Los hombres, satisfechos por la decisión de Purbeck, se repartieron por el castillo de proa, usando rollos de cuerda y camisas engurruñadas como almohadas. La oscuridad tan sólo se veía rota por la solitaria linterna de popa, que parpadeaba al otro extremo del barco, y por la luz de las estrellas. No había luna, pero el brillo de las Nubes de Magallanes era especialmente intenso, y también se veía la masa alargada y nebulosa de la Vía Láctea. Poco después reinó el silencio. Los aviadores se habían acomodado a lo largo de la batayola de babor y volvían a estar tan solos como se podía estar a bordo. Laurence se sentó una vez más y apoyó la espalda en el costado del dragón. Había algo de expectante en el silencio de Temerario.

Por fin, habló.

—Aunque lo hicieras —empezó, como si no hubiera habido ninguna pausa en la conversación, aunque no estaba tan acalorado ni furioso como antes—, si me compraras una finca, aun así sería algo que harías tú, y no yo. Tú me quieres y harías cualquier cosa para asegurarte de que soy feliz, pero ¿qué pasa con un dragón como el pobre Levitas y con un capitán como Rankin, que no se preocupaba para nada de su bienestar? No entiendo muy bien en qué consiste eso del capital, pero estoy seguro de que yo no lo tengo, ni existe forma de que llegue a tenerlo.

Al menos, no estaba tan consternado ni agresivo como antes; más bien sonaba cansado y un tanto triste. Laurence le dijo:

—Ya sabes que tienes tus joyas. El colgante solo vale unas diez mil libras, y fue un regalo. Nadie puede negar que te pertenece legítimamente.

Temerario agachó la cabeza para examinar la joya, el peto que le había comprado Laurence con buena parte de la recompensa obtenida por el
Amitié,
la fragata que llevaba su huevo. El platino había sufrido algunas muescas y arañazos durante el viaje: seguían sin reparar porque Temerario no consentía en separarse del peto ni siquiera el tiempo necesario para que lo limaran. Pero la perla y los zafiros conservaban el mismo brillo de siempre.

—Entonces, ¿qué es el capital? ¿Joyas? Si es así, no me extraña que sea algo tan bonito. Pero sigue pasando lo mismo, Laurence: no deja de ser un regalo tuyo, al fin y al cabo, no algo que me he ganado por mí mismo.

—Supongo que a nadie se le ha ocurrido ofrecer a los dragones salario o botín. Te aseguro que no es por falta de respeto. Lo que pasa es que nadie cree que el dinero sirva de mucho a los dragones.

—No nos sirve de mucho porque no se nos permite ir adonde queremos ni hacer lo que nos gusta, así que no tenemos en qué gastarlo —repuso Temerario—. Si yo tuviera dinero, seguro que aun así no podría ir a una tienda a comprar más joyas, ni libros. Hasta nos regañan por sacar nuestra comida del corral cuando nos apetece.

—Pero la razón por la no puedes ir adonde quieras no es que seas un esclavo. Lo que pasa es que es natural que la gente se alarme al ver a un dragón, y hay que respetar el bien público —dijo Laurence—. De poco te sirve ir a la ciudad y entrar en una tienda si el dueño ha salido huyendo antes de que llegues.

—No es justo que se nos coarte por los miedos de otros cuando no hemos hecho nada malo. Deberías verlo así, Laurence.

—No, no es justo —reconoció Laurence a regañadientes—, pero por más que se le diga a la gente que los dragones no son un peligro, seguirán temiéndolos. Así es la naturaleza humana, por estúpida que pueda parecer, y no hay forma de cambiarla. Lo siento, compañero —Laurence apoyó la mano en el costado de Temerario—. Me gustaría tener mejores respuestas para tus argumentos. Lo único que puedo añadir es que sean cuales sean los inconvenientes que te haga sufrir la sociedad, no te considero un esclavo, al igual que no me lo considero yo mismo. Y siempre estaré contento si te puedo ayudar a sobreponerte a esos inconvenientes.

Temerario soltó un resoplido, pero aun así le dio un empujón afectuoso a Laurence y bajó el ala para taparle mejor. Ya no comentó nada más sobre el asunto; en lugar de eso, le pidió el último libro, una traducción francesa de
Las mil y una noches
que habían encontrado en Ciudad del Cabo. Laurence se alegró de que le brindaran aquella escapatoria, pero a pesar de eso se sentía intranquilo. No creía haber tenido demasiado éxito en la misión de reconciliar a Temerario con una situación que hasta entonces él había creído satisfactoria para el dragón.

Tercera Parte
Capítulo 11

Allegiance,
Macao

Jane, debo pedirte perdón por el largo tiempo que ha pasado hasta escribirte esta carta y por las pocas palabras apresuradas que son todo lo que puedo hacer ahora para enmendar mi falta. No he tenido tiempo libre para tomar la pluma durante estas tres últimas semanas, ya que desde que cruzamos el estrecho de Banka hemos sufrido mucho por culpa de la malaria. Yo mismo me he salvado de contraerla, al igual que la mayoría de mis hombres. Keynes opina que debemos darle las gracias a Temerario, ya que cree que el calor de su cuerpo disipa de alguna guisa los miasmas que causan las fiebres y que nuestra relación tan estrecha con él nos proporciona cierta protección.

Pero a cambio de salvarnos hemos tenido que trabajar aún más: el capitán Riley lleva guardando cama casi desde el principio, y al caer enfermo Lord Purbeck, he tenido que hacer guardia turnándome con Franks y Beckett, tenientes tercero y cuarto de la nave respectivamente. Ambos son jóvenes y voluntariosos, y Franks hace todo lo que puede, pero no está preparado para la tarea de supervisar un barco tan grande como la Allegiance,
ni para mantener la disciplina entre su tripulación. Siento decir que el hombre tartamudea, lo que explica su aparente falta de modales en la mesa, hecho que ya comenté en una carta anterior.

Como es verano y Cantón propiamente dicho está vetado a los occidentales, arribaremos a Macao mañana por la mañana, donde el cirujano de la nave espera encontrar corteza de quina para reponer nuestras reservas, y yo, aunque aún no sea la estación, algún mercante británico que pueda llevar esta carta a Inglaterra y hasta tus manos. Ésta será mi última oportunidad, ya que por dispensa especial del príncipe Yongxing tenemos permiso para continuar viajando al norte hasta el golfo de Zhi-Li, de modo que podamos llegar a Pekín a través de Tientsing. El ahorro de tiempo será enorme, pero como normalmente no se permite el paso de barcos occidentales más al norte de Cantón, no tenemos esperanzas de encontrar más barcos británicos una vez que zarpemos del puerto.

Ya hemos adelantado a tres mercantes franceses en nuestra aproximación, más de los que estaba acostumbrado a ver en esta parte del mundo, aunque han pasado siete años desde mi última visita a Cantón, y los barcos extranjeros de todo tipo son más numerosos que antes. En este momento, una niebla que a veces oscurece la vista cubre el puerto y me impide ver por el catalejo, de modo que no puedo estar seguro, pero me temo que puede haber un buque de guerra, aunque tal vez sea holandés más bien que francés; ciertamente, no es uno de los nuestros. Por supuesto, la Allegianceno está en peligro, ya que es de una magnitud muy superior y está bajo la protección del Trono Imperial, al que los franceses no se atreverían a ofender en esta agua, pero nos tememos que los franceses puedan estar preparando su propia embajada, que como es natural habrá trazado un plan o lo estará diseñando para boicotear nuestra propia misión.

Sobre el asunto de mis sospechas anteriores, no puedo añadir nada más. Al menos no se han producido intentos posteriores, aunque nuestros efectivos, tristemente reducidos, habrían hecho más fácil un ataque de tal índole. Empiezo a creer que tal vez Feng Li actuó por algún motivo inescrutable que sólo él conocía, y no siguiendo las órdenes de otros.

La campana ha sonado, debo ir al puente. Permite que te envíe con estas líneas todo mi afecto y mi respeto, y puedes estar seguro de que siempre soy

Tu seguro servidor,

Wm. Laurence

16 de junio de 1806

La niebla persistió durante toda la noche, hasta que la
Allegiance
hizo la aproximación final hasta el puerto de Macao. La larga extensión curvada de arena, rodeada por edificios cuadrados y ordenados al estilo portugués y una hilera de arbolillos meticulosamente plantados, ofrecía la tranquilidad de algo familiar, y la mayoría de los juncos que tenían las velas aún enrolladas podrían haber sido botecillos anclados en Funchal o Portsmouth. Incluso las montañas verdes y redondeadas por la erosión que aparecieron a la vista cuando la bruma gris se disipó no habrían desentonado en cualquier puerto del Mediterráneo.

Temerario llevaba un rato en pie sobre las patas traseras, nervioso y expectante; ahora renunció a mirar y se dejó caer sobre la cubierta, insatisfecho.

—Vaya, no parece tan diferente —dijo, decepcionado—. Además, no veo ningún otro dragón.

La propia
Allegiance,
que venía desde el mar, se hallaba bajo una capa de niebla más espesa. Al principio, aquellos que estaban en la orilla no podían distinguir con claridad su silueta, que sólo se reveló cuando el sol que se alzaba con pereza terminó de disipar la bruma y la nave se adentró más en el puerto, mientras un soplo de viento apartaba un jirón de niebla de su proa. La reacción que se produjo entonces fue casi violenta: Laurence, que ya había estado antes en la colonia, se esperaba cierto bullicio, acaso exagerado por el enorme tamaño de la nave, que era desconocido en aquellas aguas, pero le sorprendió el griterío casi explosivo que se elevó desde la orilla.

—¡Tien-lung! ¡Tien-lung!

Muchos de los juncos de menor tamaño, que también eran más ágiles, surcaron las aguas del puerto para recibirle; había tantos y estaban tan cerca unos de otros que a menudo sus cascos chocaban entre sí y con el de la propia
Allegiance,
mientras la tripulación gritaba todo lo posible para tratar de apartarlos de su camino.

La gente que estaba en la orilla siguió botando lanchas mientras ellos echaban el ancla con gran precaución, debido a aquella compañía tan inoportuna y cercana. Laurence se sorprendió al ver mujeres chinas que bajaban hasta el borde del agua con sus andares extraños y amanerados, algunas de ellas vestidas con ropas elegantes y sofisticadas y acompañadas por niños pequeños e incluso por bebés; después, sin preocuparse de sus vestidos, se apiñaban a bordo de cualquier junco en el que hubiera espacio libre. Por suerte, el viento era suave y la corriente mansa; de lo contrario aquellas embarcaciones bamboleantes y sobrecargadas habrían zozobrado con una terrible pérdida de vidas. Fuere como fuere, consiguieron abrirse paso hasta la
Allegiance,
y cuando se acercaron a ella, las mujeres cogieron en brazos a sus hijos y los levantaron sobre sus cabezas, agitándolos para saludar al barco.

—¿Qué demonios pretenden?

Laurence nunca había presenciado una exhibición similar. Según su experiencia anterior, las mujeres chinas tenían muchísimo cuidado para mantenerse apartadas de las miradas occidentales, y ni siquiera sabía que vivieran tantas en Macao. Lo extravagante de su conducta ya estaba atrayendo también la curiosidad y la atención de los occidentales del puerto, tanto a lo largo de la orilla como sobre las cubiertas de los demás barcos con los que compartían el desembarcadero. A Laurence se le vino el alma a los pies al comprobar que su estimación de la noche anterior no era desacertada. De hecho, se había quedado corto, pues había dos naves de guerra francesas en el puerto, ambas elegantes y esbeltas: una era un barco de dos cubiertas y unos sesenta y cuatro cañones, y la más pequeña era una fragata pesada de cuarenta y ocho.

Temerario, que lo observaba todo con gran interés, resoplaba divertido al ver a algunos bebés que tenían una pinta ridícula con sus túnicas cargadas de bordados y parecían salchichas envueltas en seda y en hilo de oro, y la mayoría lloriqueaba infeliz mientras sus madres los agitaban en el aire.

—Voy a preguntarles —dijo, y se inclinó sobre la regala para dirigirse a una mujer particularmente enérgica que había pasado por encima de una rival en su intento de conseguir sitio junto a la borda del bote para ella misma y para su retoño. El niño, un crío gordo de unos dos años, se las arreglaba para mantener una expresión resignada y flemática en su rostro mofletudo pese a que su madre prácticamente le estaba metiendo entre los colmillos del dragón.

Temerario parpadeó al escuchar su respuesta y volvió a ponerse en cuclillas.

—No estoy seguro, porque no suena del todo igual —dijo—, pero creo que está diciendo que han venido a verme.

Fingiendo que le daba igual, volvió la cabeza y, con lo que evidentemente creía que debían parecer movimientos disimulados, empezó a frotarse la piel con la nariz para limpiar manchas imaginarias. Después dio rienda suelta a su vanidad y adoptó una pose que le favorecía más: irguió la cabeza, sacudió un poco las alas y volvió a plegarlas de manera que quedaran algo más sueltas contra su cuerpo. Su gorguera estaba abierta en señal de excitación.

—Da buena suerte ver a un Celestial —Yongxing, cuando se le pidió alguna explicación suplementaria, debió de pensar que se trataba de algo obvio—. De lo contrario, nunca tendrían la oportunidad de ver a uno. Son sólo mercaderes.

Después se apartó de aquel espectáculo con gesto desdeñoso.

—Nosotros, con Liu Bao y Sun Kai, vamos a ir a Guangzhou para hablar con el superintendente y con el virrey, y para enviar un mensaje al emperador comunicando que hemos llegado —dijo, utilizando el nombre chino de Cantón. Después aguardó expectante, y Laurence no tuvo más remedio que ofrecerle la barcaza de la
Allegiance
para ese propósito.

—Le ruego que me permita recordarle, Alteza, que confiamos en llegar a Tientsing dentro de tres semanas, así que tal vez quiera reconsiderar la idea de mantener contacto con la capital.

Laurence sólo pretendía ahorrarle el esfuerzo. La distancia era de más de mil quinientos kilómetros, pero Yongxing explicó con vehemencia que aquella sugerencia era casi escandalosa, ya que no demostraba el debido respeto al trono. Laurence se vio obligado a pedir disculpas por haberla expresado y se excusó alegando que no conocía bien las costumbres locales. Aun así, Yongxing no se dejó aplacar, y al final Laurence se alegró de librarse de él y los otros dos enviados aunque fuera a costa de los servicios de la barcaza. Él y Hammond tuvieron que conformarse con la chalupa para bajar a tierra, ya que la lancha de la
Allegiance
estaba ocupada transportando a bordo barriles de agua y ganado.

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