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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (13 page)

Alice se me acerca:

—¿Vas a pelear con el Negro?

Eso significa que él también es conocido.

—Sí, ¿por qué?

—Me parece que nos hemos equivocado apostando por ti…

Me miran y parecen realmente preocupadas.

Intento tranquilizarlas.

—Venga, ánimo, chicas, como máximo durará poco.

El Negro nos interrumpe:

—Entonces…, ¿entramos?

Tiene prisa.

—Cómo no. Pasa tú primero.

Entra en la sala de aeróbic. Dos chicas están haciendo unos abdominales sobre dos colchonetas de goma azul. Al vernos entrar, resoplan.

—Oh, no me digáis que nos tenemos que ir.

Intento bromear:

—Bueno, a menos que queráis pelear también vosotras dos…

El Negro no tiene sentido del humor:

—Venga, salid. —Al cabo de un momento están fuera—. ¿Te parece que hagamos tres
rounds
cerrados? —Me lo dice en un tono excesivamente duro.

—Sí, de acuerdo. Hagamos un buen entrenamiento.

—Hagamos un buen encuentro.

Sonríe de modo antipático.

—Está bien, como quieras. —Alice está cerca de la ventana—. ¿Cuentas el tiempo?

Sonríe y asiente.

—Sí, pero ¿cómo se hace?

—Es fácil. Cada minuto y medio gritas «¡Stop!».

—Entiendo.

Mira el reloj esperando dar la salida. Mientras tanto, doy saltos sobre el mismo sitio al tiempo que caliento los brazos. Se me ocurre una cosa. Antonella, la baja, al final de cada minuto y medio podría entrar con un cartel con el número de
round
escrito y contonearse alrededor de la sala como en las mejores películas americanas. Pero aquí no estamos en Estados Unidos, y tampoco en una película. Estamos en el gimnasio. También el Negro empieza a saltar y da continuamente golpecitos con sus guantes, mirándome. Alice levanta los ojos del reloj. Cruza su mirada con la mía. Está un poco preocupada. De algún modo, se siente responsable. Pero después decide que no puede esperar más. Y casi grita:

—¡Venga!

El Negro sale en seguida a mi encuentro. Sonrío para mis adentros. Lo único que no he dejado de hacer en Estados Unidos en estos dos años ha sido precisamente ir al gimnasio. Para ser exactos, practicar boxeo. Sólo que allí están los auténticos hombres de color y son todos veloces y potentes. Fue duro enfrentarse a ellos. Durísimo. Pero me lo tomé a pecho, y no salió demasiado mal. Pero ¿qué estoy haciendo? Me estoy distrayendo… Apenas a tiempo. El Negro me suelta dos puñetazos potentes en la cara. Esquivo a la derecha y a la izquierda y me agacho ante su intento de gancho. Después respiro y me alejo dando saltos. Esquivo otros dos golpes y empiezo a brincar a su alrededor. El Negro hace una finta con el cuerpo y me golpea bajo en pleno estómago. Me sobresalto y me doblo en dos. Joder, me falta el aire. Me sale una especie de estertor y veo que la habitación gira a mí alrededor. Sí, me ha dado de pleno. Apenas me da tiempo a levantarme cuando veo caer desde la derecha su guante. Lo esquivo instintivamente, pero me golpea de lado abriéndome el labio inferior. Hostia. Hostia. No hacía falta. Menudo hijo de la gran puta. Lo miro. Me sonríe.

—¿Cómo va eso, mítico Step?

El muy gilipollas lo dice en serio. Empiezo a brincar.

—Ahora mejor, gracias.

Estoy recuperándome. Todo vuelve a ser lúcido. Giro a su alrededor. En la ventana de la sala se ha agolpado alguna gente. Reconozco a Alice y a su amiga Antonella, a Alessio, al Velista y a algunos otros. Dejo de mirar y vuelvo a concentrarme en él. Ahora me toca a mí. Me paro. El Negro brinca y viene hacia mí, penetra con la izquierda y carga con la derecha. Lo dejo pasar esquivando a la derecha y después le golpeo fuerte con la izquierda precisamente encima de la ceja. Vuelvo a entrar y con todas mis fuerzas lo golpeo con la derecha en plena cara. Noto la nariz crujir bajo el guante. No le da tiempo a retroceder cuando lo golpeo dos veces en el ojo izquierdo; el primero lo para bien, después baja la guardia, y el segundo le llega derecho como un bólido. Retrocede y sacude la cabeza. Vuelve a abrir los ojos justo a tiempo para ver llegar mi gancho. Le abro la ceja derecha. La sangre le resbala en seguida por la mejilla como si llorara lágrimas rojas. Intenta taparse con los guantes. Le propino un
uppercut
en pleno estómago. Se dobla en dos y baja los guantes. Error. ¿Ves?… Error. Lo vi hacer en Estados Unidos una vez y me sale por instinto hacerlo.

—Eh, Negro, ¿y a ti cómo te va ahora?

No espero su respuesta. Ya la conozco. Cargo la derecha y lo hago explotar. De abajo hacia arriba, en la barbilla, desde abajo. El Negro casi salta hacia atrás, cogido de pleno por el golpe. Sale despedido que da gusto. Acaba encima del montón de
steps
rosas y lilas y los tira al suelo. Después se estampa con la cara contra el espejo y resbala lentamente, dejando una pequeña huella. Al final llega al suelo, al linóleo beige, que en seguida se llena de sangre.

Miro a Alice.

—¿Cuánto falta?

Ella mira el reloj. Faltan pocos segundos.

—Stop. Ya se ha acabado.

—¿Has visto?, ¿qué te había dicho? No duraba mucho.

Salgo de la sala de aeróbic. El Velista se precipita al interior para ver cómo está el Negro.

No te preocupes. Ya lo he comprobado, respira.

El Velista se tranquiliza.

—Hostia, Step, lo has hundido.

—Tenía tantas ganas de un encuentro en serio… y lo ha tenido.

Voy hasta el espejo y me miro el labio. Está abierto y ya hinchado. La ceja, en cambio, está en su sitio. Alice se me acerca.

—Si hubiera sido un auténtico combate de boxeo y hubiera apostado todo mi dinero, habría perdido.

—¿Qué tiene que ver? En ese caso nos hubiéramos puesto de acuerdo y yo me habría tirado al suelo al primer golpe.

Alessio se me acerca.

—Yo, en cambio, habría ganado todo el dinero. No sé por qué, pero intuía que ibas a ganar tú.

—¿Cómo que no sabes por qué?

Lo veo de nuevo en apuros, querría decir algo pero no sabe qué. Lo ayudo.

—Venga, quítame los guantes…

—Toma. He traído un poco de hielo para tu labio.

Es Alice. Se me acerca con un pañuelo de papel con algunos cubitos dentro.

—Gracias, dile a tu amiga que coja un poco de agua fría para ponerla en la cara del Negro; le irá bien.

—Ya lo está haciendo.

Alice me mira con una sonrisa extraña. Me asomo. Antonella está en la sala de aeróbic ayudando al Velista a poner compresas en la cara del Negro. Maquillaje o milagro, si todo va bien, la chica lo conseguirá. El Velista o el Negro. No sé con cuál sería peor. Uno quizá no pague y el otro quizá la viole. Pero no es cosa mía. Entonces me siento en el banco y me pongo el pañuelo en el labio. Veo a Alice mirarme. Ella también querría decir algo. Y tampoco sabe qué. No le doy tiempo. No tengo ganas. Al menos, no ahora.

—Perdona, voy a ducharme.

Y de este modo desaparezco de escena. Los dejo solos. Imagino por un instante una cena entre Alessio y Alice, sus intentos de conversar. Fede se quedará mal. Pero tampoco eso es asunto mío. Después, sin pensar en nada, me meto bajo la ducha.

Dieciseis

Quien no ha visto Vanni no lo puede entender. Y quizá tampoco quien lo ha visto. Paro la moto allí delante y bajo. Es una especie de kasba de personas de distintos colores. Una mujer de labios prominentes, casi como su pecho, charla con un tipo con entradas sobre el finiquito total. La mujer luce una falda corta y dos piernas perfectas que mueren más arriba, entre sus curvas, también éstas restauradas. Naturalmente se ríe del relato del «finiquitado» y después contesta a un móvil en el que seguramente mentirá. El finiquitado finge estar distraído, mete las manos en los bolsillos de una chaqueta de color hueso descolorido, encuentra un cigarrillo y lo enciende. Da una calada fingiéndose satisfecho, pero sus ojos miran acto seguido el pecho de la mujer. Ella le sonríe. Quién sabe, tal vez conseguirá fumársela también a ella. Algo más allá, el caos. Todos hablan, alguien pide un helado y chicos sentados en sus motocicletas preparan la noche. Algún que otro Maserati pasa por allí delante buscando un sitio para aparcar. Un Mercedes opta por la doble fila. Todos se saludan, todos se conocen. Gepy está sentado en un SH-50, el pelo cortísimo, brazalete tatuado, estilo maorí, y la señal desteñida de otro, hecho hace tiempo en los nudillos de la mano derecha. Aún se lee la palabra: «Mal.» Quizá espera que así los puñetazos que suelta sean más eficaces. Como siempre, sonrisa insistente. Mira a su alrededor sin buscar nada concreto. Lleva una sudadera descosida, con las mangas cortadas para resaltar un 48 o, como mucho un 50 de brazo mal entrenado, poco definido. Me mira distraído y no me reconoce. Mejor así. Yo debo encontrar al poder y él no forma parte de ese ambiente. Ni más ni menos que al poder. O, como mínimo, eso me imagino, por la descripción que me ha hecho mi padre. Ha hablado de un hombre cultísimo, alto, elegante, delgado, siempre perfectamente vestido, con el pelo largo, los ojos oscuros, una corbata Regimental y al menos una punta del cuello desabrochada. Mi padre ha insistido en este aspecto: «El cuello desabrochado tiene un significado, Step, pero nunca nadie ha conseguido entenderlo.»

Imagino que nadie se lo ha preguntado siquiera. Miro a mí alrededor. No hay nadie que corresponda a la descripción del «poder». Mirando mejor, ni siquiera hay nadie delgado. Gepy. Bueno, en efecto Gepy es delgado, pero le falta todo lo demás. Sigue allí, sentado en su SH-50. Pasa una gitana gorda de unos cincuenta años. Gepy está distraído, la gitana le agarra la mano y la coge entre las suyas.

—Un euro por tu futuro, te traerá suerte.

—Eh, pero ¿qué quieres? ¿Quién te ha pedido nada? ¿Qué pasa?, ¿eres idiota?

—Confía en mí, déjate leer la mano, señor. —La gitana empieza a tocar la mano de Gepy con el dedo, como para leerla—. Mira, aquí está la parte positiva…

Gepy se asusta y hace ademán de retirarla.

—¡Vete a la mierda! No quiero saber mi futuro.

Pero la gitana insiste y lo retiene.

—Déjamela ver bien, sólo por un euro.

—¡Quieres dejarme de una vez! ¡Me estás tocando los cojones, largo!

Pero la gitana insiste, sigue hablándole de su futuro. No por nada, sino por dinero. Se convierte casi en una pelea ridícula. Después Gepy le escupe en la cara y se echa a reír. La gitana se levanta un poco la falda enseñando sus espinillas marrones y se limpia la cara. Una estría más clara aparece en la mejilla mientras los labios oscuros empiezan a vomitar desgracias.

—¡Maldito! Ya verás como…

—¿Qué? ¿Qué quieres decir, eh? ¿Qué? Oigámoslo, pero te daré una patada…

Gepy baja veloz de la SH-50 para propinarle una patada, pero la gitana se aleja. Algunos miran la escena. Después todos fingen que no ha pasado nada y comienzan de nuevo a hablar unos con otros. Ha sido sólo una anécdota divertida que contar en alguna cena o que usar para quién sabe qué otra cosa. Algo es seguro: Gepy no es el hombre que busco. Después lo veo. Allí está. Parece casi ajeno a lo que sucede a su alrededor. Sentado solo a una mesa, bebe algo claro en lo que flota una aceituna. Tiene el pelo largo, como en la descripción, el traje de lino azul oscuro, una camisa blanca, impecablemente planchada. Una corbata fina de rayas azules y negras resbala suave por su pecho hasta posarse más allá del cinturón, entre las piernas cruzadas. Muy cerca del dobladillo de los pantalones asoman unos Top-Sider, ni demasiado nuevos ni demasiado viejos, gastados lo necesario para ir a conjunto con el cinturón de los pantalones. Y, por si aún me había quedado alguna duda, el cuello de la camisa, sólo desabrochado de un lado, las borra todas.

—Hola.

Se pone en pie. Parece contento de verme.

—Oh, buenos días, ¿es usted Stefano?

Nos damos la mano.

—Su padre me ha hablado muy bien de usted.

—Qué otra cosa podía hacer…

Se ríe.

—Perdone. —Le suena el móvil—. Hola. Claro, no te preocupes. Ya lo he dicho todo. Ya lo he hecho todo. Todo está listo. Ya verás como firman.

Hombre de poder, le gusta la palabra «todo».

—Ahora discúlpame, que estoy reunido. Sí, adiós. Pero claro. Claro que me apetece, ya te lo he dicho…

Cuelga el móvil.

—Un tocapelotas. —Sonríe—. Perdone. Entonces me decía…

Retomo la conversación y le hablo del curso que he hecho en Nueva York.

—O sea que grafismo en 3D.

—Sí.

—Perfecto. —Asiente complacido. Parece conocer perfectamente la materia. Vuelve a sonar el móvil—. Disculpe, pero hoy es un día terrible.

Asiento, fingiendo entenderlo. Imagino que para él siempre es así. Me acuerdo de que yo también tengo un móvil. Estúpidamente, casi me sonrojo. Lo saco del bolsillo de la chaqueta y lo apago. Se da cuenta, o quizá no.

Acaba la llamada.

—Bueno, yo también lo apago; así podremos hablar tranquilos. —Se había dado cuenta—. Entonces, harás de ayudante del diseñador gráfico titular. Se llama Marcantonio Mazzocca. Es muy bueno. Dentro de poco lo conocerás, está viniendo para aquí, era él quien llamaba hace un momento. —Espero que no fuera el de la primera llamada, pues ha colgado el móvil llamándolo «tocapelotas»—. Piensa que es noble, tiene grandes extensiones de viñedos en el norte, en Verona. Es decir, las tiene su padre. Después empezó a pintar cuadros. Vino a Roma y comenzó a circular por locales y a hacer, ya sabes, las tarjetas de invitación para las fiestas y otros trabajitos parecidos. Después, poco a poco se especializó en el diseño gráfico por ordenador y al final lo contraté yo.

Lo escucho. Cierto, para citar una gran película,
La hora de la araña
, «Uno hace lo que es». Pero decido no decirlo; antes quiero conocer a ese Mazzocca. Bebe un sorbo de aperitivo. Saluda a alguien que pasa por allí. Después se seca la boca con una servilleta de papel. Sonríe. Está orgulloso de su poder, de sus decisiones, de haber contratado a un noble simplemente para hacer de diseñador gráfico en sus producciones de televisión.

—O sea, que espero que estés bien con él. Claro que es un poco tocapelotas…

Era el de la primera llamada

—Pero es muy puntilloso en su trabajo, y además…

No le da tiempo a acabar la frase.

—Step, pero ¿eres tú? —Levanto la mirada. Con esto no contaba. Gepy está frente a mí con cara de imbécil, sonriente y con los brazos abiertos levantados. Parecía un predicador un poco idiota si no fuera por la pelambrera que le sale de la sudadera mal cortada y por el pelo corto—. ¡No me lo puedo creer, eres tú! —Bate palmas con una fuerza excesiva—. Eres tú. Pero ¿dónde coño te habías metido?

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